martes, 31 de diciembre de 2013

Última parada: Bangkok (2)

Las fiestas de Khao San eran tan frenéticas como continúas. Muy parecidas en lugares y brebajes, pero muy diferentes cada noche, en tanto en cuanto una nueva hornada de viajeros, o bien recién llegados al país de la locura, o bien celebrando su despedida, inundaba las calles y los antros. Alcohol muy barato, sisas, discotecas y bares con barras en plena calle, raves improvisadas, gente de todo el mundo, grupos bien nutridos de tailandeses, puestos de insectos por todas partes. El mejor lugar del mundo para conocer gente.

Durante mi estancia en Khao San, me integré y salí de fiesta con un grupo de ingleses y franceses que trabajaban en una ONG internacional en Camboya; con Nasir, el indio callado; con Mick y Sam, los australianos desdentados amantes del opio; con un grupo de tailandesas y tailandeses que me asaltaron en la calle a las tres de la mañana diciendo que me parecía al cantante de Maroon 5 (eh… ¡sí, vale!); con unos viajeros japoneses a los que me costó casi veinte minutos convencer de que bajaran al bar de abajo y a los que prácticamente tuve que llevar a cuestas de vuelta al hotel del pedo que pillaron; con unos obreros escoceses que habían ahorrado todo el año para venirse a Tailandia en plan Resacón en las Vegas y que me llevaron haciendo una carrera de tuk tuks a Pat Pong, la zona donde se hacinan (literalmente, unos encima de otros) todos los bares de striptease de Bangkok, y me invitaron a chupitos de ron durante toda la noche. Sin duda, la velada con los escoceses fue la más esperpéntica que viví en Asia. Es imposible no esbozar una sonrisa al pensar que todo empezó en el bar del hotel, preguntándoles si podía sentarme en su mesa a tomarme mi cerveza, a lo que ellos enseguida respondieron pidiendo otra botella y poniéndome un chupito delante para un brindis.

Este tren de vida llevó inevitablemente a un desgaste excesivo de mi mente y mi cuerpo. Me convertí en el lumpen de Khao San, comiendo en el bordillo de la calle, robando en el Seven Eleven siempre que podía, y trabajando para un conductor de Tuk Tuk que me pagaba  por hacerme pasar por un cliente interesado en tiendas y agencias de viaje en las que él se llevaba comisión por traer a clientes. Las comisiones las repartía conmigo, pasándome el dinero disimuladamente desde el asiento del conductor. Este hombre mayor y yo desarrollamos una relación divertida que surgió de casualidad cuando una mañana me preguntó si quería ir a algún lado a la salida del hostal, y yo me saqué el interior vacío de mis bolsillos con el gesto internacional de “estoy sin blanca”.

No obstante, la visita de una amiga mía tailandesa, conocida de cuando estudié en Reino Unido, me adecentó durante un par de días. Ella, rica y pija pero al mismo tiempo, generosa y encantadora, tuvo la decencia de pasearme por los lugares emblemáticos de la ciudad a cuerpo de rey. Sin dejarme siquiera llevarme la mano a la cartera ni en restaurantes ni en taxis, y pagándome incluso la entrada al palacio real, que suponía una pastaza importante, recorrimos casi todo lo emblemático de Bangkok en un día.

Bankok, palacio real
El Palacio Real

Bangkok palacio real
Estatua de un gigante en el Palacio Real

Bangkok palacio real
Los humildes aposentos del rey de Tailandia

Bangkok, palacio real
Combinación de arquitectura francesa y tailandesa

El palacio real está formado por una gran extensión de jardines y edificios que combinan con gracia una especie de imitación de arquitectura colonial francesa (que al rey que los hizo le gustaba) y estilo sobrecargado tailandés. Todos los muros, exteriores e interiores, están recubiertos de grabados bastante impresionantes. La mayoría, según me cuenta mi anfitriona, cuentan la historia de la cruenta guerra entre dioses del budismo ramificado (pues en gran medida y en la gran mayoría de territorios donde se practica, el budismo no es una religión monoteísta, como muchos piensan. El Buda es un dios principal que se alza sobre un panteón de deidades menores) y gigantes/titanes, tema recurrente en tantas mitologías. Uno de los edificios del palacio es la pagoda del Buda Esmeralda, que en realidad es de jade, es muy pequeño, y fue regalado al rey tailandés por China hace muchos siglos. También visitamos el Buda reclinado más grande del mundo en Wat Pho, de 43 metros de largo, y el templo de Wat Arun, que parece una pirámide maya con un pináculo alargado en la punta y cuyas escaleras estrechas e irregulares dan verdadero vértigo a la bajada, reteniendo a varios turistas caguicas durante un rato en la parte superior.

Wat Poh gran Buda
Gran Buda tumbado en Wat Poh

Wat Arun, Bangkok
Wat Arun

Wat Arun, Bangkok
Wat Arun desde el otro lado del río

Estoy a gusto con mi amiga, incluso cuando se hace evidente que mi camiseta raída y mi barba desordenada no son adecuadas para el restaurante carísimo en el que cenamos, con vistas nocturnas al templo Wat Arun, bastante impresionante gracias a la iluminación. En esta cena, tengo el gusto de probar por primera y única vez los manjares tailandeses que no pueden encontrarse en los puestos de comida callejeros de pad thai y rollitos vietnamitas que suelo frecuentar. Comemos deliciosa sopa de setas con leche, cerdo en curry de estilo panang (que yo conocía gracias a mi antiguo compañero de piso Michael y las recetas de su novia de origen tailandés), noodles fritos crujientes y otros manjares. Mayzie, que así se llama mi amiga, ha invitado a su vez a una compañera de trabajo de la universidad, muy guapa, aunque ambas dedican más tiempo a sus móviles listos que a la comida, como tantos asiáticos. Yo engullo, ya que es la primera comida de calidad que pruebo en semanas. Después observamos Bangkok desde la azotea, con sus edificios financieros y templos budistas, y barcos restaurantes iluminados de mil formas bajando el río frente a Wat Arun.   
FOTO wat Arun iluminado

Tras una semana en Bangkok, empiezo a estar realmente a gusto. La ligera confusión de los primeros días ha desaparecido. Saludo a los dueños de los puestos callejeros, a los tuk tuks. Siento que podría quedarme, empezar de nuevo y construir una vida agradable. Una vida frenética o una vida tranquila, según yo eligiera, libremente.

Pero en una vida de saltos y trayectos todo llega a su fin, y esto es una de las pocas cosas malas que tiene viajar, el elemento efímero del bienestar que se alcanza en algunos lugares. Como es evidente que no puedo pagarme un medio de transporte más rápido de vuelta a Kuala Lumpur, donde me espera mi vuelo a España, calculo que tardaré dos días de viaje, al menos. Con el poco dinero que me queda, me hago con un billete de tren que tarda 22 horas en llegar a Butterworth, ciudad del Norte de Malasia. Por más que lo intento, es imposible conseguir un billete de autobús Butterworth-Kuala Lumpur desde Bangkok, así que no me queda más remedio que esperar que mi llegada no se produzca con mucho retraso y pueda coger un autobús in situ el mismo día. Si no lo consigo porque no quedan autobuses o billetes esa tarde, perdería el vuelo a España. No me preocupa mucho pues mi llegada a Butterworth está prevista para la una de la tarde, una hora razonable para encontrar billetes (el posible retraso es otra cosa, pero prefiero no pensarlo mucho y confiar en la diligencia de los trenes tailandeses).

Para mi última noche en Bangkok consigo, sin que aún me explique muy bien cómo, reunir a las ocho de la tarde en el hotel Dob a un grupo nutrido y variopinto a más no poder: Nasir, los viajeros japoneses, mi amiga Mayzie, Mick y Sam, las chicas tailandesas que me confundieron con Maroon 5, y una chica keniata que he conocido esa misma tarde. Al grupo se une además, una extraña amiga hipster de los australianos sin seguro dental, formando una combinación estrambótica en la que soy el único nexo de unión entre mucha gente.

La noche es terriblemente divertida, con momentos muy surrealistas como el baile sensual de una de las japonesas, de 19 años, con Mick el desdentado, ambos luciendo unos gorros de peluche con grandes orejas que este había comprado para sus hijos. Mayzie está superada, pues pertenece a la jet set capitalina y no está acostumbrada a los tugurios de Khao San ni mucho menos a los personajes que habitan en ellos. Nasir me agradece que le presente a tantas mujeres. En general, yo disfruto como un enano y me despedido de Bangkok y de Tailandia como es debido, de manera excesiva y extravagante, como es la gente allí.

A la mañana siguiente, sábado, comienzo un viaje que culminará con mi llegada el miércoles al aeropuerto de Madrid. Mi socio el conductor de tuk tuk se despide de mí y me consigue un taxi a mitad de precio hasta la estación de tren, un lugar ruidoso y muy sucio, como casi todas las estaciones de tren. Allí fumo un poco de la hierba que uno de los japoneses me ha dejado junto a la cama al marcharse hacia el sur mucho antes que yo, esa mañana. Pretendo con ello amenizar las 22 horas que tengo que pasar en ese tren viejo que se coloca chirriando en el andén indicado.

Y de hecho, el viaje es ciertamente entretenido. Mi litera es exigua y casi no puedo estirarme cuando me tumbo, pero todo tiene cierto aire novelesco y acogedor. Los paisajes que atravesamos distraen la vista y la mente mejor que ningún capítulo de los juegos del hambre, y los paseos rutinarios por los otros vagones me dan vidilla, observando la entrada y salida de diferentes pasajeros y sus maletas, familias y atuendos. Hay familias numerosas de indios que vuelven a Malasia, también un grupo de señoras chinas muy ruidosas que hablan y comen guarrerías sin parar, van o vienen, no lo sé. También hay unos monjes budistas y un blanco solitario con aspecto de rockero ex-drogadicto de unos 50 años o más. Fumo en el lavabo mientras veo junglas, montañas y arrozales pasar a gran velocidad. También me hago fotos para documentar el empeoramiento progresivo de mi aspecto a lo largo del viaje. El billete incluye dos comidas bastante decentes, aunque las señoras chinas tienen más cosas en una bolsa enorme de plástico. No paran de hablar y comer. El rockero viejo intenta dormir y está visiblemente molesto, así que se levanta en un punto no identificado del sur de Tailandia y les grita que se callen de una maldita vez con acento británico. Las señoras susurran y maldicen durante unos minutos, después vuelven a gritar y el hombre no puede hacer más que revolverse en su asiento.

Tren a través de Tailandia
Desde el tren

Pasamos la frontera después de haber parado por última vez en Tailandia cerca de Hat Yai, ciudad grande del Sur. En el puesto fronterizo, la seriedad y el buen inglés de los malasios vuelven a mi vida, y yo me despido finalmente de Tailandia, un país que nunca superaré del todo.

La llegada a Butterworth es rutinaria, y encontrar un autobús a Kuala Lumpur resulta mucho más fácil de lo esperado, para mi tranquilidad. Enseguida me siento y entablo un poco de conversación con una pareja de brasileños, el chico al parecer es futbolista. Estoy bastante cansado pero no consigo dormir. Mi comida del domingo se basa en los archiconocidos corazones de pescado frito malasios, sumergidos en aceite tóxico de palma, una delicia, les doy varios a los brasileños pues ellos no han sabido qué comprar al estar recién llegados.

Es ya de noche cuando mi macuto y yo nos plantamos en el viejo edificio de Segambut. No estaba nada seguro de que fuera a volver por allí así que la gente se sorprende bastante al verme aparecer, pues ya me despedí en su día. Solo me quedaré esa noche, y aunque mi cama la tiene ahora un voluntario chileno, se cambia para dejarme dormir allí una última noche.  El bueno de Fernando está en Singapur, pero me ha dejado algo de dinero debajo de su colchón, y es gracias a esos pocos ringgits con lo que puedo llegar al aeropuerto al día siguiente y cenar. La hospitalidad de la gente de Segambut me da alegría, y siento una gran nostalgia cuando subo por última vez a la azotea a otear las junglas oscuras y las grandes torres Petronas en la lejanía. Voy a echar de menos Malasia, y la forma de vida que ha representado para mí, mucho. 

Mi avión con destino a España sale a las 12 de la noche, así que empieza un nuevo día mientras yo abandono la que ha sido mi ciudad y mi vida durante siete meses que no olvidaré.

Sin una buena película que ver o una buena conversación a la que agarrarse, rodeado de metal y plástico, y a miles de metros de altura, echo de menos la jungla. Recuerdo mi última caminata a través de Koh Phi Phi, ya sin Manu, cuando prácticamente se me hizo de noche en mitad de la isla y tuve que correr entre lianas y raíces mientras mi mente jugueteaba con el recuerdo de las historias de fantasmas de Aaron. Casi pierdo el camino, pero al final, el camino estuvo más claro que nunca.

Al despegue le siguen una escala extraña y somnolienta de seis horas en Pekín y una breve en Amsterdam. Allí me vuelvo a encontrar con nuestra civilización y me siento extraño y pesado. Quizá sea el sueño, o quizá no. Nadie a mi alrededor parece darse cuenta de la relevancia que tiene para mí el volver a pisar pasillos limpios, alfombras, tiendas de lujo… Echo de menos la cercanía de la gente, las sonrisas y saludos espontáneos, y por qué no decirlo, también la suciedad y el caos de Asia. Tan pronto me asaltan estas dudas, recién bajado del avión, ¿cómo es posible? Quizá solo sea el sueño.

Los últimos 50 ringgits que llevo en el bolsillo no me dan ni para una hamburguesa, así que decido quedármelos como recuerdo de mi periplo de pobreza. Europa se me antoja ahora cara, y vieja, y tremendamente aburrida. 

Todo está por ver, las sensaciones al volver a una vida que casi he olvidado, y las nuevas perspectivas que este viaje sin duda habrá dejado en mí como huellas imborrables de experiencia, igual que también ha dejado cicatrices más físicas que nunca desaparecerán. Todo esto se verá, supongo, con la perspectiva que solo el tiempo y la mirada tranquila hacía atrás pueden otorgar. Quizá entonces, vuelva a escribir. 


En cualquier caso, cuando dejé Asia nunca dije adiós, tan solo, hasta la próxima J


Al final, sobreviví


lunes, 30 de diciembre de 2013

Última parada: Bangkok (1)

Bangkok es una gran urbe. Y como toda gran urbe tiene un elevado índice de caos. A esto se le suman los elementos que ayudan a componer el particular caos urbano asiático del que tanto se ha hablado en anteriores entradas: contaminación corrosiva, de la que ennegrece las fachadas más blancas en menos de cinco años; ruido compuesto de gritos, pitidos, generadores, ladridos, música, anuncios, vendedores…; neón, iluminando la noche en sustitución del alumbrado público, mucho más escaso; y también callejuelas, escaleras, pasadizos, sotanillos, azoteas, contrachapado, puestos callejeros, edificios desiguales, carteles con caracteres incomprensibles, pozos fecales y alcantarillado al aire libre, perros, ratas, cucarachas, prostitutas, taxistas, camellos, artistas callejeros, hippies, mendigos, riachuelos contaminados, inmensidad urbana. En definitiva, todo un hito a la desnaturalización de la tierra, un monumento supremo al asfalto y al cristal.

Cuando el taxi me deja en Khao San, la calle de los hostales baratos, de la fiesta, y de los mochileros, me siento un viajero en un futuro en el que el mundo se ha echado a perder de una forma bastante atractiva. Compuesta de edificios sucios forrados de carteles publicitarios, tubos que escupen humores de aceite de baja calidad, y puestos callejeros que reducen las calles a estrechas hileras de gente, Khao San representa el Asia industrializada más salvaje.

Khao San
Khao San

Khao San
Pasillo de la lavandería, Khao San


Las catorce horas en el autobús han resultado más livianas de lo esperado, pese a los gritos insoportables del programa de humor tailandés que reverberaron a volumen brutal en el gran pasillo lleno de pasajeros dormidos durante las cuatro primeras horas. He leído, he escuchado mucha música, incluso he dormido. También he fumado en dos paradas extrañas, realizadas en la extrañeza de la noche, en pequeños tugurios de carretera rodeados de vegetación y muy oscuros.

El dinero no abunda a mi llegada a Bangkok, tengo lo que me quedaba en efectivo más unos euros que muy a mi pesar tuve que pedir a mis padres a través de American Express cuando me robaron la tarjeta de crédito. Aun así, calculo poder vivir decentemente durante la semana de viaje que me queda, gracias al extremadamente barato coste de la vida en Tailandia. La segunda noche en Bangkok, no obstante, un desafortunado incidente cambia radicalmente el estado de mi economía. Y es que durante mi búsqueda de marihuana tailandesa de calidad, me encuentro de bruces con un policía desalmado dispuesto a chuparme la sangre. El tipo aparece de la nada en su moto, cinco minutos después de que se haya realizado la transacción en una sucia callejuela de las afueras de Khao San, siendo el vendedor un sospechoso conductor de tuk tuk que desaparece como una vaga neblina. Primer error: fiarse de aquel conductor, segundo error: esconder la marihuana en el calcetín…El madero descubre el pastel enseguida y me informa de mi situación con un pésimo inglés y ayudándose de un papel en el que dibuja un monigote detrás de unos barrotes: 3 días de calabozo garantizados hasta que se produzca una sentencia, después, pago de una multa de entre 40.000 y 60.000 bahts (unos 1.200 euros que evidentemente, no tengo) que, en el caso de no poder pagarse, se conmutaría con una pena de entre seis meses y un año de cárcel. Evidentemente, mientras me cuenta esto, yo estoy cagado como no lo he estado en ningún momento anterior de mi vida.

Al final, me cuesta media hora larga convencer al policía, que me ha esposado y me ha llevado en la moto a un callejón cercano a la comisaria, de que si me mete en el calabozo sin dinero me está jodiendo la vida. Habiéndole obligado a parar casi saltando de la moto antes de llegar a la comisaria,  a donde me llevaba a hablar con su capitán, muy nervioso me lleva a un callejón lleno de ratas asegurándose de que nadie nos vea. Allí le ruego prácticamente de rodillas que acepte mi dinero a cambio de dejarme marchar. En un momento en que me acerco demasiado, él me aprieta las esposas nervioso. Hace varias llamadas, pues está indeciso. Yo le digo que soy buena persona y que soy un pobre voluntario de 18 años que ha venido a su país a enseñar inglés, no cuela, o no me entiende, no estoy seguro. Al final, acepta ver cuánto dinero tengo. Me deja llamar a Nasir, un indio que se hospeda en la habitación contigua a la mía y con el que hice buenas migas en mi primer día, con quien me encuentro en una calle cercana (esposado y siempre escoltado por el policía) para darle mi llave y enviarle a mi habitación del hostal a por mi dinero. Nasir tarda más de 20 minutos en volver. El pensar que mi colega indio ha podido coger todo el dinero que tengo y largarse dejándome con un pie en una cárcel tailandesa hace que estos minutos sean posiblemente los más largos de mi vida (sí, más aún que el rato a solas en el coche con el pervertido de Borneo). Al final Nasir el indio aparece para salvar mi blanco culo (este gesto ayudará a enderezar en gran medida mi concepto de los indios, algo torcido después de haber trabajado para ellos en la ONG). La suma de dinero es mucho menor a la prometida en mis ruegos, pero, como había previsto, una vez se encuentra en las manos del policía, la avaricia juega su papel y el tío acepta y me quita las esposas. Antes, no obstante, me registra de arriba abajo en busca de más billetes escondidos. Es curioso no ser capaz de sentir otra cosa que no sea un abrumador alivio mientras un agente corrupto tailandés te registra y te roba en un callejón inmundo ahogado en ratas y oscuridad. Pero eso es lo que siento, y en cuento me suelta salgo de allí y vuelvo a mi habitación con paso rápido y sin mirar atrás. Al pasar por la recepción, el camarero del turno de noche me ve agobiado y me llama a parte para preguntarme qué me pasa y ofrecerme un canuto, preguntándome que cómo se me ocurre acudir a los tuk tuks… Si le hubiera preguntado a él en un principio, aún tendría todo mi dinero. Esa noche me tiro de los pelos con dificultades para conciliar el sueño después del trago pasado.

En susurros, cuando hablé con Nasir en el callejón le dije que se guardara unos cuantos bahts antes de darme todo lo que iría a parar a las manos del corrupto. Es lo que calculé que gastaría sumando mi austera estancia en Bangkok más el tren de vuelta a Malasia, muy poco dinero.      
        
El estar sin blanca me retuvo en Bangkok. Nunca llegué a Chiang Mai, que era mi opción más atractiva. Esta ciudad norteña es considerada por muchos un buen lugar para lograr un mayor contacto con la población tailandesa. Supuestamente, allí la gente es más receptiva y amable por estar más alejada de lo que muchos consideran la corrupción y depravación del sur y sus turistas.

También fue la falta de dinero lo que me privó, quizá para bien, de dudosas excursiones a Ayuttaya o el templo de los tigres, entre otros lugares. Y digo dudosas porque según el dicho entre los viajeros, Ayutayya, la antigua capital del periodo de Angkor, está mucho peor conservada que su homólogo camboyano, recientemente visitado. Al igual que alguien me explicó que los tigres del templo de los tigres están tan sedados para evitar conductas peligrosas y desgarramiento de turistas, que se siente más tristeza que admiración por ellos. Esto da lugar a un total de siete días sin moverse de Bangkok. Además, el desplazamiento por la capital tailandesa no es extremadamente barato, ya que casi siempre hay que ir en tuk tuk, y es una ciudad cuyas principales lugares emblemáticos se ven en dos días, que es el tiempo que la gran mayoría de mochileros se quedan en la capital. Esto da lugar a un total de siete días sin (prácticamente) moverse de Khao San.

Durante mi estancia en Bangkok pues, dejé de visitar cosas, dejé de coger autobuses para ir a sitios lejanos, dejé de esperar colas y pagar tickets. Me dediqué, en cambio, al noble y sencillo arte de vivir.

Por norma general, me resulta molesto cuando la gente me dice cosas del tipo “haz algo útil con tu vida” o “tienes que hacer esto o lo otro, es visita obligada”. Habitualmente, yo respondo a estos lugares comunes con una pregunta: ¿Acaso no es ya vivir algo suficientemente útil? Despegarse completamente de los planes y las actividades no es algo fácil, es algo a lo que cuesta adaptarse, y que el cuerpo solo admite durante breves espacios de tiempo, por eso de nuestro instinto cazador. Esa sensación de que nos pudrimos cuando estamos parados es real, y también es cierto que la inactividad es uno de los caminos más directos hacía la locura, pues la mente desocupada tiende a caminos poco salubres. Si bien, de vez en cuando, y en pequeñas dosis, no hacer absolutamente nada no está nada, pero que nada mal.

Una semana es tiempo más que suficiente para adaptarse a la sencilla vida de Khao San, en la que durante unos días encajé como un guante en una mano. El olor a grasa y a pésimo carburante de motocicleta se instaló en mis fosas nasales cómodamente, y dejé de destacar cual foráneo extravagante para moverme cómodamente entre las bambalinas de los puestos ambulantes.

Durante la mayoría de las mañanas, dormía en la exigua habitación del hostal Dob. O bien miraba al ventilador del techo mientras estiraba los brazos abarcando todo el ancho de mi espacio vital y leía un capítulo de Los Juegos del Hambre. A las 12 salía a la zona común y comprobaba si quedaba alguien de la noche anterior en las sillas de fumar, lo cual no era extraño. Después echaba un ojo a la habitación de Nasir, mi vecino indio, y si estaba le preguntaba cuál era su orden del día. Como solía ser el mismo que el mío, escaso, Nasir y yo nos íbamos a dar una vuelta por el vecindario. Corriendo entre sombra y sombra, comprábamos Pad Thai y rollitos grasientos en los puestos de comida callejera. Él estaba atrapado en Bangkok esperando a su novia, que retrasó su vuelo unos días antes de venir. Hablaba tanto de su llegada que en alguna ocasión dudé de su existencia. En cualquier caso, Nasir era un tío majo, aunque no un gran conversador. Nuestras caminatas sin rumbo, que nunca llegaban mucho más allá de las calles adyacentes a Khao San, eran silenciosas en su mayor parte. Un día descubrimos una zona tranquila. Un reducto pacífico con árboles antiguos, un colegio y un templo. Había niños jugando que nos saludaron, gente diferente a la calaña que rodeaba nuestro hostalucho.

Estos paseos con Nasir se alternaban con otros en solitario, caminatas psicodélicas con un buen hilo musical. Por la noche, siguiendo las luces hasta las avenidas principales de la ciudad y el barrio diplomático, cruzándome con los monumentos, templos y palacios iluminados en rojizo y amarillo. O por el día, llegando al río y al reducto sagrado conocido como monte dorado, que se alza sobre una loma con cierto aire a templo tibetano. Fui perseguido por un perro por meterme en una zona de chabolas alrededor de un edificio colonial, tuve suerte de que fuera un perro viejo y cojo al que pude dar esquinazo fácilmente. También vi a un cuervo robarle billetes del bolsillo a un cliente de un bar.

Siempre es recomendable andar espabilado, pues abundan los charlatanes que empiezan sin más a caminar junto a ti y te acompañan a cualquier lado al que vayas, para pedirte luego una propina por haberte descubierto el lugar.

Bangkok Palacio Real Iluminado
Pagoda del Palacio Real iluminada

Bangkok rio
Las chabolas del río

Monte Dorado Bangkok
El Monte Dorado

Vista Bangkok
Bangkok desde el Monte Dorado


Para cuando volvía al hostal, fuera la hora que fuera, los dos australianos cuarentones sin dientes, Mick y Sam, ya estaban por allí fumando hierba. Estaban allí porque nuestro hostal era también una especie de centro social para la calaña de Khao San, los habituales y los atrapados, no solo para los mochileros que estaban de paso. Estaban los amigos del camarero: tailandeses descamisados de pelos largos y muchos tatuajes de aspecto carcelario, silenciosos como estatuas, que veían películas casi todo el día en el bar de abajo. Había también un hippie australiano fotógrafo al que acababan de robar su cámara de dos mil euros con todas las fotos que pensaba vender a su vuelta; también estaba atrapado allí sin dinero y dejando deudas en restaurantes, en personas, y en el propio hostal. También rondaba por ahí Ian, otro australiano taciturno y alcohólico con el pelo muy largo y lacio, gorra de yonqui, y mucho aspecto de haber llegado allí huyendo de algo o de alguien. Junto con Nasir, esa era la gente con la que convivía a diario en el hostal Dob, de 5 euros la noche. Posteriormente, la miseria en la que me encontré, a falta de pagar el tren de vuelta a Malasia, me hizo cambiarme a otro infra-tugurio aún más infra, de un euro y medio la noche, con un agujero inundado en el baño del que salían cucarachas rojas y 11 camas en una habitación más pequeña que el salón de mi casa de Madrid.


Toda esta ralea de vividores, perdedores y exploradores que me fui encontrando, tanto los habituales como los mochileros espontáneos, que aparecían un día y desparecían al siguiente con rumbo a los templos y junglas del Norte o a las islas del Sur, solían rondar cerca de sus camas durante el caluroso día. Sin embargo, cuando el sol daba un respiro y el frescor y la oscuridad se posaban lentamente sobre la ciudad, las cosas cambiaban, y pocos eran los que osaban rechazar la llamada de las noches de Bangkok ni por una sola vez…

jueves, 19 de diciembre de 2013

Rincones oscuros de Tailandia

Casi todo el mundo que conozca Tailandia estará de acuerdo en que una gran parte de la isla Phuket pertenece a ese lado oscuro del país. Ese lado cuya existencia todo el mundo conoce y tiene muy presente, pero del que es raro oír hablar abiertamente a los mochileros más remilgados. La prostitución en Tailandia es algo muy real y palpable, pese a no tratarse de un “país-burdel”, ni mucho menos ser todas las tailandesas putas, barbaridades que, creáis o no, se leen y escuchan por ahí. La apertura de mente y de leyes de los tailandeses con respecto a este tema (pese a ser aún una sociedad cerrada en muchos otros aspectos), la pobreza que no da opción a muchas jóvenes, y el indudable atractivo de las mismas (que no obstante, no puede rivalizar con el que uno encuentra en la vecina Camboya), son un caldo de cultivo perfecto para que Tailandia se haya convertido en una especie de meca mundial del turismo sexual. Este tiene dos focos principales, la región de Pattaya, próxima a Bangkok, y Pattong Beach, ciudad costera en el Oeste de Phuket.

Según tengo entendido, Pattong Beach es precisamente la única zona animada de Phuket, por lo demás una isla demasiado grande y poblada y con demasiado tráfico como para poder competir en atractivo con las diminutas y paradisiacas islas Phi Phi. Planeo estar poco tiempo, una noche y un día, y coger después un autobús con destino a Bangkok, parada final del largo viaje.

Dado que el barco me deja no demasiado lejos de Pattong, decido que pasaré la noche allí y me daré una vuelta para intentar observar de cerca, y en la medida de lo posible evaluar, ese vicio sórdido que posee a oriundos y turistas durante la noche y del que tanta gente me ha hablado con repugnancia o con placer. 

Cuando llego ya está oscureciendo, y en Pattong, la noche golpea con saña. Es fácil perderse entre las propuestas poco recomendables y el neón. Toneladas de neón. Solo los interiores de los clubs quedan, muy a propósito, fuera del alcance de la luz intermitente y multicolor.

Paseo sin rumbo por este lugar feo donde la gente lleva un ritmo frenético. Todo parece acelerado o amplificado, quizá sea la luz. Las masajistas invaden las calles desde sus locales parpadeantes, haciendo gestos obscenos. Muchas parecen mayores de cuarenta años, sus hijos rondan por la tienda desocupados.

A estas alturas del viaje, empiezo a ver como mi dinero en efectivo ha disminuido peligrosamente, y mi tarjeta de crédito desapareció junto con mi cartera en el pozo negro de la Full Moon Party. Los hoteles en Phuket son mucho más caros que en las islas, así que no estoy ni para una copa.

Pronto descubro que entre las luces de Pattong Beach, sin dinero no eres nadie: me echan de varios locales por no consumir, pero esto me sirve para ir de sitio en sitio viendo los diferentes ambientes. Al cabo de dos o tres expulsiones, sé que tengo aproximadamente entre 10 segundos y 3 minutos desde que entro en un bar hasta que el camarero me pregunta qué bebo o el gorila de turno me ve la camisa raída y se da cuenta de que no voy a gastarme 7 pavos en un cóctel. En ese lapso, aprovecho y miro, sin tocar. No es de rigor relatar aquí lo que veo por el respeto a los familiares cercanos que me leen, pero ya pueden imaginarse que de todo, y nada bueno.

El único sitio del que salgo por mi propio pie, y además corriendo, es del emporio de las ladyboys (que es una calle entera), en el que me meto por una mezcla de equivocación y curiosidad. Allí no les importa que no tengas dinero pues no es un lugar frecuentado precisamente por gente joven y normal, así que me veo en una situación realmente comprometido para quitarme varias manos nudosas del brazo y la cintura.


En cuanto a la prostitución infantil, tema tan cacareado en relación a Tailandia, lo cierto es que si la hay, está bien oculta, pues pese al aspecto aniñado natural de las tailandesas, no veo a ninguna prostituta que pueda identificarse claramente como menor de edad. Solo en uno de las calles con las clubes más sórdidos, unas escaleras mugrientas con una señal que dice “lolitas downstairs” (lolitas en la parte de abajo) parecen esconder algo. Evidentemente, ni me acerco.

Mi deambular se vuelve errático. A la tercera vuelta a la gran manzana del vicio y la corrupción decido que aquel no es mí sitio. Me he cansado de cruzarme con vejestorios gordos que van de la mano de chicas que podrían ser sus nietas y con prostitutas cuyas adicciones y desesperación afloran tanto que inspiran más lástima que deseo sexual.

Como excepción, y porque quizá mi cuerpo me lo pide en voz baja tras las pocilgas donde me he hospedado en Koh Phi Phi, reservo en un hotel algo más decente. Con ducha caliente y cama para mí solo, uno se siente como de vuelta en casa. Solo hay un problema: no encuentro el condenado hotel.

Dos horas o más me paso vagando por la sordidez de Pattong Beach, lejos de las cegadores luces de la calle principal; donde lo peor de Tailandia se agazapa en cada esquina y en cada portal, acompañado a veces en sus lechos de harapos y desvergüenza por lo peor de otras muchas partes del mundo. También hay gente buena, y varias personas que tratan de echar un cable, aunque tras más de tres indicaciones que se contradicen entre sí, acaban logrando que me pierda aún más. También hay dos ladyboys que intentan tirar de mí hacía los callejones adyacentes, que flotan en un mar de oscuridad y olores abyectos que no quiero visitar.

Qué tranquilidad da el no llevar nada valioso en los bolsillos salvo una llave de una habitación que no encuentro. Si me la robaran, no me quedaría más remedio que decir “si sabes ir, te sigo”. La ciudad es laberíntica e insidiosa hasta decir basta, con tramos sin luz, pasajes hediondos llenos de drogadictos, zonas de descampados encharcados y carreteras polvorientas. Una chica que me ve lejos de donde suelen estar los blancos se ofrece a llevarme en moto, pero como todos, quiere un dinero que no tengo. Al final, a lo lejos, veo el cartel de un hostal indio en el que he estado preguntando precios hace unas horas. Me detengo aliviado y me seco el sudor copioso: al final resulta que podré dormir en mi habitación con ducha caliente.

El siguiente día en Phuket es uno de esos días largos y cansinos que se dan en estos viajes, sin tiempo ni para una parada a echar el clásico cigarrillo con vistas. Como primer paso, me aseguro una plaza en el autobús que sale desde Phuket Town, al otro lado de la isla, hacía Bangkok, a 14 horas al Norte. Esta distancia no parecía tan grande en el mapa, creo que nunca he hecho un recorrido tan largo en autobús. Una vez cerrado este trámite, temprano por la mañana, quiero dar una vuelta por la isla, intentar llegar a tres o cuatro sitios que he apuntado en mi libreta tras pasar por un cibercafé y hacer un poco de investigación en TripAdvisor y otras webs.

El tráfico y las carreteras de Phuket no me inspiran nada de confianza a la hora de decidirme a alquilar una moto, y la reciente experiencia vivida en Koh Tao acaba por echarme para atrás. La panda de motoristas que acampan bajo una sombra de contrachapado junto a la estación de autobús se agita con mofas y actitudes ofendidas cuando les propongo un precio irrisorio por un recorrido. Al final, tras el regateo de siempre, uno de ellos acepta pero de muy mala gana. El tío es uno de esos tailandeses con muy mala leche, y va con tal cara de perros que por un momento pienso que, o me va a dejar tirado en cualquier lado, o directamente me va a empujar de la moto a medio camino. Como es lógico, el odio al occidental y al turista en general es mayor en aquellas zonas oscuras de Tailandia de las que he hablado. Después de todo, es imposible determinar si alguna de las hermanas, o incluso hijas, de este motorista no se ve obligada a vender su cuerpo cada noche al mejor postor. Y eso no hace amigos con los clientes, dentro del saco de los cuales probablemente me mete por desconocimiento y prejuicios.

Paramos en Wat Chalong, un templo bastante interesante con cuatro o cinco pagodas tan coloridas y sobrecargadas de brillos, adornos y estatuas pintadas que aquello parece Disneylandia.

En el último piso de una de las pagodas hay una reliquia real de Buda en una urna de cristal, un trozo de hueso que trajeron de Sri Lanka. Esto mola bastante. Paseando por el recinto se hace evidente que estamos en un día especial de rezo, no sé en cual, pues hay cientos. Están tirando muchísimos petardos en el interior de una estupa que arroja profusamente humo y estallidos ensordecedores, también veo a muchos fieles rezando a las estatuas de monjes recubiertos con pedazos de pan de oro. Resulta curioso presenciar esta religiosidad sincera y suntuosa en los habitantes diurnos de Phuket, después de haber vivido la oscuridad y depravación que la noche parece despertar en cada esquina. Todo el mundo tiene dos caras.

Reliquia Buda Wat Chalong
Reliquia del mismísmo Buda

Wat Chalong
Wat Chalong desde una de las pagodas

Wat Chalong
Pagoda principal de Wat Chalong

Monjes, Wat Chalong
Monjes dorados

Por suerte, como he sido lo suficientemente listo como para no soltarle un duro por anticipado al motorista prejuicioso, le encuentro esperando en el lugar en que acordamos y no me quedo tirado. Me lleva en silencio hasta el Buda gigantesco que hay en la cima más alta de la isla. No son gran cosa, ni las vistas, ni la estatua, que es moderna y de hecho, está aún sin terminar del todo. Están poniendo una oración en cada una de las baldosas que conforman la superficie del gran Buda, de unos 50 metros de altitud, y se puede escribir la que uno elija y depositarlas allí. Eso hago, aunque no se me ocurre qué pedir y al final acabo poniendo una chorrada… Con la cantidad de cosas que deseamos a lo largo de un día, y cuando alguien nos pide que de verdad pidamos por algo, muchos nos quedamos en blanco.

El Gran Buda de Phuket
El Gran Buda, bastante feo él

Le pido al motorista que me lleve a una bahía pintoresca que hay al Sur, pues hemos acabado el recorrido mucho antes de lo previsto (como era de esperar, me había engañado con las distancias), pero yo no tengo muy claro dónde está exactamente, y parece que él tampoco. Preguntamos y nadie parece capaz de sacarnos de dudas, he debido de escribir mal el nombre de la bahía, que tiene tres palabras y bastante enjundia. Él no quiere conducir más, así que discutimos y al final le digo que me deje en un hospital de Phuket Town y se vaya a donde le venga en gana. Necesito que me cambien los vendajes y me limpien la quemadura, pues en Koh Phi Phi me dijeron que esto debía hacerse una vez al día y con diligencia para evitar una nueva infección. Los recuerdos del bisturí me han quitado las ganas de hacerme el duro y jugar con el cuidado de la herida.

Como el hospital está lejos del centro y el muy patán del motorista tampoco sabe ir, una vez en Phuket Town vuelve a intentar que le pague para largarse. A gritos en plena calle poco menos que le obligo a llevarme, pues acordamos un precio por el cual me llevaría a donde quisiera hasta las dos, y no son ni la una. El hospital está muy lejos, preguntamos tres veces y al fin llegamos, el tipo me exige más dinero y yo le doy lo pactado y le mando a cagar a la vía. No se puede ceder ante estos personajes si quieres salir de Tailandia con una moneda en el bolsillo.

En el hospital, que al parecer no es el principal de Phuket Town, nadie habla inglés y nadie entiende nada de lo que digo. Van pasándome de un sitio a otro hasta que encuentro a una persona que chapurrea el idioma internacional. Enseguida se fija en el color blanco de mi piel y me pide 1.500 bahts, unos 40 euros, por limpiarme la herida y cambiarme el vendaje, más del doble que en Koh Phi Phi por hacer mucho menos. También la mando a cagar. Salgo fuera y compro vendas y desinfectante en una farmacia: 40 bahts, aunque explicarle lo que quiero al empleado también conlleva su esfuerzo.

Enfrente del hospital hay un humilde restaurante en el que se arma un revuelo cuando entro por la puerta. El camarero habla inglés bastante regular, pero entiende que tengo hambre y me pone un plato de cerdo con arroz del que luego me da a repetir sin yo haberlo pedido siquiera. Es muy servicial y se queda todo el rato cerca de la mesa por si necesito algo. Su hija me mira con curiosidad desde el otro lado de la barra, es un lugar donde dudo que haya comido un blanco antes. Allí descanso y me sosiego. Sentarse junto a esa mesa de plástico con mantel estridente y empaparse del ambiente amigable es equivalente a abrir una válvula imaginaria en mi mente que me libera de todo el estrés que el motorista y los empleados del hospital han ido cargando sobre mí a lo largo de la mañana. Me tomo mi tiempo antes de moverme de nuevo.

El camino hacia la estación desde el hospital de las afueras es arduo en el día joven y ardoroso. Como tengo tiempo de sobra, doy una gran vuelta por Phuket Town: una ciudad de casas bajas bastante fea y ruidosa, aunque con algún edificio de arquitectura colonial destacable y suficientemente viejo como para tener alguna historia interesante que contar. Por desgracia, no se puede preguntar a los edificios.

Phuket Town
Edificios con historia

Busco un cibercafé y conecto por primera vez en el viaje con mi abandonada bandeja de entrada del correo, que nunca eché de menos. Después encuentro una librearía de segunda mano en la que sirven té, y allí busco un libro agradable que me ayude a afrontar el viaje de 14 horas que me espera por la noche. Necesito algo ligero, que ayude a pasar las horas sin cansar demasiado la mente, pues de eso ya se encargará la propia fatiga y la incomodidad: me compro el primer volumen de los Juegos del Hambre.

Ya en la estación, sentado en un banco metálico, efectúo una cura lamentable en mi herida, que sigue abierta y brillante y se pega a la venda como si le fuera la vida en ello, haciendo que retirarla duela como arrancarse la piel. No puedo evitar que algo de sangre caiga sobre las baldosas, y esto levanta alguna que otra mirada de repugnancia de la gente que camina con prisa por la estación en busca de sus autobuses.

Una hora después, me acomodo en el asiento delantero de un autocar de dos pisos con comida, libro, y ipod. Tengo una gran ventana delante y espacio de sobra para estirar mis piernas. Debo decir que es muchísimo más cómodo de lo esperado.


Cuando aún queda media hora para dar la media noche, el vehículo arranca con un bramido. Último destino: Bangkok.

lunes, 9 de diciembre de 2013

Persiguiendo el paraíso perdido: Krabi y las islas Phi Phi (2)

Volvemos a ver el infame juego de la comba ardiente, pero esta vez tan solo observamos cómo los jóvenes ingleses saltan y se lucen, o bien caen doloridos delante de las chicas que no paran de gritar (creo que toda mujer británica tiene que pasar una prueba de gritos cuando es una niña, si no supera un determinado nivel de decibelios, se la expatría y se la nacionaliza islandesa, que son muy parecidas). Han convertido aquello en su patio de juergas particular, en su locura de fin de curso.

Todo es demasiado anglosajón quizá, pues también hay muchos americanos, canadienses y australianos. Hijos de ricos. Unas americanas con antepasados filipinos, tontas y gordas, nos retan a pasar por debajo del limbo de fuego. Lo hago y obtengo por ello un chupito bastante fuerte. Después lo hago cuatro o cinco veces más y esa noche bebo gratis. Cada ronda, la barra ardiente baja, y al final el limbo es tan extremo que solo algunos tailandeses malabaristas del fuego pueden pasarlo, contorsionando su cuerpo como si pudieran romperlo y rearmarlo a placer.

En una de las discotecas hay un mono gibón que trepa por los focos y el andamiaje del techo. La música le pone frenético y se mueve sin parar mientras unos dueños de manos agresivas intentan atraparlo. Lo que en principio resulta algo gracioso se vuelve patético cuando se mira a la cara del animal y se observa en él más humanidad de la que parecen tener algunos de los asistentes a aquella fiesta eterna.

También hay bares más tranquilos, sobre todo en el otro lado del centro de la isla. Allí es posible, aunque no barato, tomarse un cóctel sentado en cojines sobre la arena, dispuestos entre velas, con música chill out y tailandeses tatuados y escuálidos que hacen piruetas y malabares imposibles con discos y barras incendiadas. Tampoco me acaba de gustar este ambiente, más adulto y pausado. Echo de menos algo más, quizá algo más diferente y rompedor, menos parecido a lo que veo siempre en todas partes.

No obstante, disfruto de lo que la noche de Koh Phi Phi ofrece. Se trata de un ambiente que ha sido cuidadosamente diseñado para proporcionar al visitante la noche perfecta día tras día y sin descanso; y bueno, es imposible no disfrutar de algo así aunque sea un poco, de la misma manera en la que se disfruta de una película visualmente espectacular en el cine, pese a su falta de contenido.

En el transcurso de las horas nocturnas, que se consumen rápido como un cigarrillo, uno también puede moverse por el interior del pueblo, atravesando la isla a lo ancho en menos de cinco minutos. De la tranquilidad septentrional a la vorágine meridional. Allí en el medio hay decenas de tatuadores abiertos toda la noche para sacar partido a las borracheras británicas, bares en azoteas con vistas a las fiestas de la playa, y también bares irlandeses. Si, bares irlandeses en Koh Phi Phi, así es.

También hay un sitio que me fascina, donde organizan peleas de muay thai entre todo aquel que quiera participar. El ring está en mitad del bar. Allí nos sentamos y observamos las malas artes que exhiben los mochileros de la isla. Vemos combates grandiosos, combates ridículos y palizas. Y también a un americano paleto que pierde los papeles y empuja al árbitro, siendo reducido inmediatamente por este de un barrido certero que alcanza sus piernas y le hace caer, levantando la carcajada del público. La historia es más graciosa si se cuenta que el americano es un mastodonte de 100 kilos y 1,90 tatuado hasta las cejas, y el árbitro un tailandés enjuto y desnutrido que no le llega ni al hombro. Así es el muay thai, no es cuestión de fuerza ni de brutalidad, sino de técnica y precisión, como cualquier arte marcial.

Enseguida descubro que los tailandeses que manejan la noche de Koh Phi Phi son diferentes a todos los que hayamos visto hasta ahora. Estos jóvenes, la mayoría menores de 25, animan las fiestas con fuegos y malabares imposibles, tatúan usando técnicas tradicionales, sirven copas o controlan que nadie se pase de listo. Ellos manejan el cotarro, pese a que prefieran dejar que los guiris piensen que el control de todo lo que pasa está en sus manos. Son tipos delgados y muy fibrosos, morenos, con el pelo mayoritariamente largo y lacio, llevan el cuerpo cubierto de tatuajes y tienen una chulería y un desparpajo que no he visto antes en ningún asiático. Ellos han nacido en una fiesta, y se han alimentado de ella durante toda su vida, ensayando como “molar” desde que son críos. Como es lógico, se llevan a las inglesas gritonas que ellos eligen de calle, y casi todos tienen una rubita esperándoles para cuando acaban de hacer el tatuaje o el espectáculo pirotécnico de turno, o para que les anime cuando deciden patear el culo a un blanquito que está ganando demasiado en el ring.

Esta gallardía tailandesa, rayana en la arrogancia, es más palpable en Koh Phi Phi, si bien, está presente en todo el territorio nacional. Pienso en las posibles razones que conducen a esta actitud algo altanera, que no he observado antes ni en Malasia, ni en Camboya, ni en Indonesia (ni tampoco previamente en Nepal o China), donde la gente fue siempre extremadamente solícita, con poquísimas excepciones y en ocasiones hasta extremos absolutamente impensables en el mundo occidental. Es, quizá, y siempre hablando desde mi falta de conocimiento profundo de un país en el que tan solo llevo una semana, una consecuencia de haber conservado una autodeterminación que fue perdida por todos las naciones colindantes durante la era colonial. Y es que Tailandia, gracias al siempre inteligente proceder de sus reyes (miembros de la dinastía que aún se mantiene en el poder, gozando de cotas de respeto y admiración casi divinos entre la población), supo eludir mediante acuerdos y tratados la codicia de la vieja Europa y mantener su independencia, triunfando así donde sus vecinos fracasaron estrepitosamente. Esto ha generado una identidad nacional fuerte y ampliamente extendida que aporta confianza a la gente y posiblemente dé lugar a esa actitud algo chulesca hacía el extranjero. Una actitud que parece decir: “Nunca me has dominado, nunca he necesitado nada de ti, así que pórtate bien en mi casa.”


Koh Phi Phi
Tailandés en Koh Phi Phi Don

Pese a toda esta divagación  amparada por los largos paseos nocturnos, es casi imposible hablar de Koh Phi Phi Don sin hablar de Koh Phi Phi Leh, la isla vecina.

Koh Phi Phi Leh
Hacía The Beach, nosotros en barco

Más que una isla, Koh Phi Phi Leh es un conjunto de rocas suspendidas entre aguas transparentes que atrapan la piedra como cristal mágico. Aquí no hay ambiente que describir, pues no vive nadie aparte de los pocos guardianes que vigilan lo que hace ya años que se convirtió en un  parque nacional protegido. No obstante, su belleza y su disposición, con dos grandes bahías transparentes encajonadas entre riscos escarpados, la convierten en un lugar muy especial, contando con la que es probablemente una de las playas más aisladas y pintorescas del mundo. Es por esto que fue elegida como lugar de rodaje de películas como la Isla de las Cabezas Cortadas (Renny Harlin, 1995) y sobre todo, La Playa (Danny Boyle, 2000), la peli de mochileros por excelencia, que popularizó este pedazo de tierra hasta extremos insospechados.

El lugar es virtualmente perfecto, ostentando una combinación armoniosa de cuevas accidentadas, como la viking cave (donde sinceramente, dudo que nunca llegara a plantarse un solo vikingo), bahías cerradas de aguas profundas y claras llenas de vida marina, y por supuesto la mítica playa de Maya Bay (donde los protagonistas de La Playa se escondían del mundo en su comuna hippie).

A la llegada, tras unos veinte minutos de speedboat y una parada en una playa del extremo de Koh Phi Phi Don con muchos monos y por desgracia, también con mucha basura llegada del puerto, pasamos por delante de la cueva del vikingo, donde no se puede entrar. Alguien ha construido unas precarias pasarelas de bambú que se internan en la oscuridad de la caverna, que parece una boca de dientes irregulares abierta en la roca. Pasando por delante, pregunto al barquero si nos podemos meter dentro a ver que hay y, ante la negativa, me cuestiono porque las cosas más divertidas suelen estar tantas veces prohibidas o cerradas. Entiendo que es peligroso, pero denos un papel a firmar eximiéndose de responsabilidad y déjenos entrar a riesgo propio.

Monkey Beach Koh Phi Phi Don
Monkey Beach

Monkey Beach Koh Phi Phi
Monkey Beach

Viking cave Koh Phi Phi
Viking Cave


Después toca internarse en la bahía de Pileh, lo cual nos ata irremediablemente un nudo en el estómago ante la grandeza del lugar. Bucear allí es extremadamente bueno y divertido, y por suerte no está prohibido. Una lástima no poder mostrar los miles de peces entre los que tenemos la posibilidad de nadar con una buena foto de goPro. Los fondos marinos además, son mejores que en Bali y en Sabah, más profundos, pedregosos y llenos de vida. Como suelo hacer habitualmente, me alejo del grupo que va en nuestro barco (que incluye unos chinos gritones que no saben nadar ni bucear) y exploro por allí, llegando a una diminuta cala al pie de un acantilado. Una extensión de arena de unos cinco metros con un tronco donde me siento como un náufrago feliz. Lejos del barco, a muchos metros del ser humano más cercano, disfruto de una calma bastante zen. 

Esa es mi playa particular, el sitio con el que me quedo de todos los que vi en Tailandia. Ese pedazo diminuto de arena rodeado de roca y con un tronco para sentarse es mi exuberante reino durante unos minutos.

Pileh bay
Bahía de Pileh

Maya Bay es muy diferente. Pese al elemento aventurero que le añade al viaje el hecho de que el último tramo haya que hacerlo a nado, desde el barco hasta unas escaleras que penetran en las rocas y con un oleaje algo movido que no hace fácil ni exento de peligro el asirse a la barandilla y subir, el lugar está corrompido.

Desde que, en el primer vuelo largo de este viaje (Madrid-Doha), aún bien alimentado y casi sin barba ni moreno en la piel, viera la película de Danny Boyle en el avión, había pensado muchas veces en llegar a este lugar. La imagen de la playa se había presentado en mi memoria como algo perfecto, un objetivo que alcanzar, y la cercanía del lugar me había hecho levantarme nervioso esa mañana.

Imaginaréis mi sensación cuando, tras recorrer descalzo el tramo de bosque y las inmediaciones de arena, y apartar los últimos arbustos al píe de la bahía, me encuentro con esto:

maya beach
El horror

Maya Beach boat
Barcos en Maya beach

Así es como definitivamente aprendo lo que es un lugar destruido, un lugar al que se le ha arrancado de raíz su misma esencia. La sensación debe ser parecida a la de aquel que se enfrenta a un monte devorado por las llamas, o a una gran parcela de selva que ha sido talada.

Como la mayoría de los chinos no saben nadar, los barcos entran en la bahía y los descargan directamente en la playa, con los ruidos de motores retumbando en la roca y las olas artificiales provocadas por sus embestidas ahogando las mareas. Al menos, los que venían en nuestra barca se han quedado por no poder superar el último trecho a nado.

Gracias a la bolsa estanca de un irlandés que viajaba en nuestra barca, he podido traer mi cámara y de esta forma puedo retratar el horror. Nunca debe olvidarse un lugar así, siempre debe tenerse presente, aunque sea mediante un vago recuerdo y una imagen borrosa, el cómo no deben hacerse las cosas. En el camino de vuelta, estoy cabizbajo, apesadumbrado por la decepción, pensando en aquellos viajeros de hace veinte años que aún podían visitar estos rincones especiales de la tierra sin ser pisoteados por la turba devoradora que ahora lo invade todo.

Otra cosa que aprendo en las islas Phi Phi es que las quemaduras no pueden tratarse como si fueran heridas normales, y que el agua marina no solo no las cura, sino que las infecta. El dolor es especialmente intenso a primera hora de la mañana, tras los duros despertares que siguen a nuestros desmanes nocturnos; y es en estas horas cuando nuestra insensatez sale a relucir en forma de pústulas que coronan nuestras quemaduras. No fue mi momento más lúcido aquel en Krabi en el que convencí a Manu de que no habría problema con las heridas aunque no fuéramos a ver a un médico, que con la crema desinfectante y el agua de mar acabarían curándose solas.

Al final, el paso por el médico se hace necesario, pues la infección no da tregua. Nos raspan las heridas con un bisturí hasta que retiran todo “lo blanco” y parte de “lo rojo” que hay alrededor (que es carne evidentemente, no piel). Esto provoca uno de los peores dolores que recuerdo haber tenido en mi vida, y durante todo el rato que dura el suplicio, más la posterior limpieza y vendaje de la herida, solo puedo consolarme pensando en la valiosa lección que estoy aprendiendo: ¡Cuidarse las putas heridas!

Entre una cura y otra, en esta mañana de clínicas y hospitales, Manu se marcha. Su vuelo sale desde la isla de Phuket, a dos horas en barco de Koh Phi Phi. Debe volver a España, pues es persona currante y sus vacaciones tocan a su fin.

En el embarcadero nos despedimos, y yo le doy sinceramente las gracias por ser el único amigo que ha venido a verme y se ha unido a mí en este gran viaje, aunque haya sido solo por diez días.

Yo me quedo. No tengo prisa por abandonar Koh Phi Phi, pues aún no he de volver a Malasia hasta dentro de una semana y media. Un vuelo a España me espera allí el día 8 de Julio.

Ya atisbo el fin de etapa que ese avión supondrá, pues Asia quedará lejos al menos durante un tiempo. Pero aún me queda tiempo aquí, y Phuket y Bangkok, las dos últimas paradas del viaje, darán qué vivir.

domingo, 1 de diciembre de 2013

Persiguiendo el paraíso perdido: Krabi y las islas Phi Phi (1)


La mañana post-luna llena se me hace muy cuesta arriba. El sol atiza mi cuerpo reseco más de lo que lo había hecho nunca, los excesos se pagan físicamente con boca pastosa y un terrible dolor de cabeza provocado por el alcohol mal destilado. Pero la peor de las sensaciones es la profunda vergüenza para con mi amigo.

Nada más salir de la habitación a las 11 de la mañana, con premura pues un barco se nos escapa, Manu me cuenta como me perdió en el torbellino de cuerpos pintados, griterío y fuego en que se convirtió la fiesta cuando las drogas y el alcohol hicieron su trabajo. Escapé con la botella, como un prófugo, huyendo de la sensatez de un amigo que intentó advertirme de las consecuencias que traerían aquellos tragos sinsentido. Más tarde me encontró tumbado, dormido en la arena, con camiseta, cartera, y recuerdos robados. Con no poco esfuerzo, cargó conmigo hasta el hostal y me tiró en la cama, me imagino que sintiendo cierto desprecio hacía el guiñapo etílico en que me vi transformado. En días como este, siento que no merezco amigos así.

Para añadir leña al asunto, levanto una costra de arena que tengo en mi pierna izquierda y debajo me encuentro con una fea herida abierta. Es una quemadura, brillante y en carne viva, posiblemente producida por uno de los estúpidos saltos en la comba de fuego. Durante mi aciago paso por la fiesta ni la sentí, ahora me duele horrores.

La bajada de las aguas ha convertido las playas de Koh Phangan en marismas blancas que parecen cruzar el océano; este se ha retirado a zonas más profundas, quizá convaleciente también. Mientras esperamos al barco entre la multitud resacosa que se marcha de la isla tras la fiesta, intento aplacar mi malestar pensando que lo hecho, hecho está, y que cambiar eso es imposible.

Koh Phangan beach
Playas de Koh Phangan

Playa Koh Phangan
Las aguas retiradas

Playa Koh Phangan
Recolectores 

Tailandia costa
Costas

Tailandia costa sur
La muela

La localidad occidental de Krabi es nuestro nuevo destino. Para llegar hasta allí debemos esperar a que nuestro barco descargue en Koh Samui, y después nos acerque a la espectacular costa peninsular, escarpada de grandes rocas molares como la mandíbula irregular y descuidada de un leviatán marino. Ya en tierra firme, descansamos lo que podemos a bordo de un autobús que cruza de nuevo la lengua de tierra tailandesa mientras esperamos a que la voz chillona del conductor anuncie ¡Krabi!

Esta ciudad costera, pequeña y muy tranquila, que mira quizá con envidia las luces frenéticas de neón que iluminan el cielo sobre la vecina isla de Phuket, o sobre el archipiélago de Phi Phi, más al Sur, se me antoja como un tesoro poco valorado. Un breve alto en el camino demasiado rápido de los que buscan transitar por Tailandia en una semana. Yo creo que la ciudad, capital del estado de homónimo, ofrece mucho más que eso.

Pese a que solo la conocemos de noche, y es por eso que digo “creo”, la localidad nos regala con una de las vueltas sin rumbo más agradables de todo el viaje. Calles oscuras y prácticamente desiertas; Pad Thai a 35 bahts (la mitad que en las islas, y una de las razones que me llevan a pensar que estamos en un sitio mucho menos turístico); un encuentro repentino con un templo budista de inmensas proporciones, el primero que vemos del estilo tailandés (más recargado y colorido aún que el camboyano, aunque parecido); y un final de velada en un bar que encontramos de casualidad y en el que acabamos participando en una jam session muy divertida con gente local.

Y es que la gente en Tailandia, pese a su hosquedad superficial, está abierta al extranjero igual o más que en otros lugares de Asia, siempre que el extranjero esté abierto a ellos. Casi nunca amables en los sitios masificados, donde los turistas hacen cola delante de ellos sin mirarlos, con sus bañadores de diseño y sus tatuajes tribales cuyo significado desconocen, pero siempre dispuestos a invitarte a una cerveza y charlar contigo hasta la madrugada si tú haces el esfuerzo por conocer, integrarte, y salirte del camino marcado por las pisadas.

Los dueños de aquel bar de Krabi, un matrimonio entrado en los cuarenta, se sorprenden muy gratamente de nuestra presencia en aquel callejón secundario, de nuestro afán exploratorio, y de nuestra amabilidad para con el habitante local. Es por eso que nos invitan a sentarnos y enseguida se sientan con nosotros a la mesa, al igual que hacen el resto de parroquianos, con la misma curiosidad hacia nosotros que la que nosotros sentimos hacia ellos.

Cuando, ya entrada la madrugada, solo nuestra mesa está ocupada y animada, las camareras se unen al grupo, formado por los dueños, un tailandés vividor llamado Jack, un detective singapurense, un inglés borracho que vive en Krabi desde hace 20 años, y nosotros.  

El ambiente en aquel rincón tan alejado de todo nos invita a pedir hasta cuatro jarras de cerveza Singha (le mejor de Tailandia, por encima de la Chang, y además más barata), pese a que nuestro barco hacía el archipiélago de Phi Phi parte a las ocho de la mañana siguiente. Nuestros acompañantes cantan y Manu se une a ellos con confianza, yo participo tocando unos bongos que me han dado. Ellos nos felicitan por nuestro buen hacer musical y durante un momento, todo lo malo de la noche anterior parece esfumarse y somos de nuevo hombres felices en Tailandia. No hay duda de que aquella será otra de las noches que me guardaré siempre en el recuerdo de este gran viaje a través de Asia.

Las despedidas llegan a las cuatro de la mañana, con el consiguiente intercambio de facebooks y mails y algún tonteo que otro con las camareras. Por suerte, el hotel está cerca y no nos perdemos. El sueño será corto y poco reparador, pero al menos esta noche no hay insectos indeseables en la habitación.

Krabi
Nuestros amigos de Krabi: (Izq- Dcha) Peter el inglés, Juraimi el detective de Singapur, Manu, yo, Jack el vividor y el dueño cuyo nombre no recuerdo...
A la mañana siguiente, no es la luz que entra campante por la ventana lo que me despierta, ni tampoco la alarma de mi teléfono móvil; es un dolor lacerante que proviene de la quemadura de mi pierna como una marabunta de microscópicos pinchazos ardientes lo que me trae de vuelta al mundo con brusquedad. La herida no ha cicatrizado, ni mucho menos. De hecho, está supurando un líquido amarillento que llega hasta mi píe. Me aplico una crema desinfectante que aún conservo desde mi caída en la isla de Penang y consigo así refrescar ligeramente la quemazón y ponerme en pie.

Manu también se quemó en la Full Moon Party, así que ambos dedicamos parte de nuestro renqueante trayecto hacía el puerto de Krabi a maldecir a los desgraciados que manejaban la comba endiabladamente para hacer caer a todo blanquito que se creía lo suficientemente bueno saltando.

Por suerte, es fácil olvidar el dolor en Tailandia.

Dos horas dura el trayecto tranquilo y no muy caluroso en la barcaza destartalada, con un viento matinal suave que trae sal y buenos olores marinos. Pasado ese tiempo, desde la cubierta, puedo ver la isla de Koh Phi Phi Don aparecer a lo lejos, en mitad del océano. Un nuevo paraíso, pienso, y me apresuro a despertar a Manu, que yace en la atestada bodega de pasajeros. La llegada sobrepasa las expectativas más optimistas, y no podemos más que abrir la boca y maravillarnos ante la gran bahía, encajonada entre riscos verdes, con playas llenas de macacos y las aguas transparentes surcadas de bancos de peces.

Koh Phi Phi bahia
La bahía desde el barco

Koh Phi Phi playa
Bahía pirata

Koh Phi Phi
Barcos y aguas cristalinas

Koh Phi Phi
Koh Phi Phi Leh, al fondo. Eso es lo que supuestamente nadó Di Caprio en La Playa...


Koh Phi Phi Don es una maravilla de la naturaleza que fue casi totalmente arrasada por el tsunami que azotó el Océano Índico en el año 2004. La isla está formada en realidad por dos mazacotes cubiertos de naturaleza unidos por un estrecho pasaje de tierra de quizá un kilómetro de ancho donde se encuentra la única población de la isla. Esta es una amalgama de casas bajas desordenadas, la gran mayoría reconstruidas tras la ola destructiva. Hay calles muy estrechas que recuerdan a una ciudad sacada de alguna novela de piratas. Caos asiático por todas partes, aunque enseguida me doy cuenta de que hay un elevado porcentaje de turistas, la mayoría ingleses.

Y es que aquello, por lo que parece, debe de ser algo así como el Benidorm de lujo para los turistas british de alto standing. Vemos mucho backpacker de diseño, muchas pandillas de niñas desmadradas en viajes sin padres. Eso no mola tanto como la isla en sí. A un lado del estrecho, las vistas son una maravilla, con una gran bahía atestada de barcas largas decoradas con flores que entran y salen  pasando por delante de los acantilados y las playas dominadas por primates, con la isla de Koh Phi Phi Leh al fondo, como una gran tortuga que flota indiferente al paso del tiempo. Al otro lado, está la bulliciosa playa donde los backpackers anglosajones se bañan, lucen musculitos y se toman daikiris con precios inflados. Es una buena playa, aunque algo cerrada y estancada y quizá demasiado atestada de gente.

Tras un par de preguntas a la gente indicada, nos enteramos de que Koh Phi Phi Don cuenta con un par de playas algo alejadas del bullicio del estrecho central. Concretamente, la conocida como Long Beach se erige rápidamente como nuestra favorita. Además de presenciar allí una curiosa disputa entre un perro y un macaco (nada muy serio), lo cual nos anima la mañana, el lugar resulta sobresaliente. Podría fácilmente tratarse de la mejor playa en la que he estado, aunque eso es algo difícil de decir tras los últimos meses. Como no es fácil describirla sin caer en grandilocuencias, os dejo unas fotos para que juzguéis vosotros mismos:

Koh Phi Phi long beach
Long Beach

Koh Phi Phi long beach
Koh Phi Phi Leh en la lejanía desde Long Beach

Koh Phi Phi long beach
Flotando en cristal, foto by Manu


La vida turística en Koh Phi Phi Don transcurre mayoritariamente en el centro de la isla, dejando los dos macizos rocosos en libertad para que la calma campe a sus anchas a través de la jungla escarpada. Por los caminos de tierra que recorren la isla hay poblados más pobres, más ajenos a las luces y las discotecas de la playa, también hay grandes agujeros de tarántulas entre las raíces, alarmantemente cerca de nuestros pies descalzos en los desplazamientos entre playas.

Si se sube lo suficientemente alto por los riscos de la zona Oeste, la verdadera geografía de la isla queda al descubierto, y solo entonces puede apreciarse lo estrecho que es realmente el banco de arena sobre el cual se erige la ciudad, así como la claridad de las aguas bajas costeras. Al otro lado, las montañas impracticables y deshabitadas de la zona oriental, a las que no se puede llegar si no es escalando paredes verticales de rocas que parecen derretidas por la erosión. Y aún con preparación y equipo de escalada, dudo que se pueda alcanzar el extremo meridional. Me pregunto qué hay allí detrás, en los valles que no se ven ni desde tierra ni desde mar, qué criaturas habitan en ese terreno ignoto.

Koh Phi Phi view
Bahía desde lo alto

Koh Phi Phi view
El estrecho y el territorio salvaje al otro lado


Cuando el velo nocturno cae sobre Koh Phi Phi Don, una vida diferente empieza. Clara y pausada, sin brisas, la noche es larga en el extremo más cerrado del estrecho, donde la playa alargada y continua permite que las discotecas y los bares conquisten la arena hasta casi llegar al romper de las olas. Hay sillones y velas, espectáculos de fuego que hipnotizan, pistas de baile improvisadas sobre las suaves dunas, y música y luces estridentes. La playa entera se convierte en un monumento al placer, a los impulsos, y a la relajación del cuerpo y del espíritu...