lunes, 22 de julio de 2013

Agung, la montaña sagrada y el templo que evitó las llamas

Al final resulta que la cama de nuestro hostal en Ubud es suficientemente espaciosa para permitirnos dormir a los tres en ella sin mayores problemas, lo cual no es suficiente para aliviar el dolor de la alarma sonando a las siete de la mañana del viernes.

Hemos quedado con un taxista que el día anterior nos ofreció un buen precio para llevarnos hasta el templo de Besakih, en la ladera del imponente monte Agung, el volcán más alto de la isla.

La mañana es fresca, como corresponde al clima de Bali, que nunca llega a ser excesivamente caluroso, como Malasia o Camboya, debido a la suavidad que otorga el mar circundante. Los tres nos sentamos a esperar junto a la tienda de antigüedades que es en realidad nuestro hotel, y llamamos varias veces al taxista desde el teléfono de la recepción/trastienda, ya que este no termina de aparecer. A una hora indeterminada entre las siete y las ocho de la mañana, nuestro hombre hace por fin su aparición excusándose por haberse perdido al buscar el hostal, no problem, nos metemos en el espacioso coche (yo en el asiento del copiloto, como siempre) y comenzamos a rodar.

Para mí, es momento de despedirme de Ubud, pues hemos decidirnos separarnos tras la visita al templo de Besakih. J y Angelo volverán a Ubud mientras que yo seguiré hacía Tulamben, al otro lado del volcán Agung, hacía los paraísos coralinos de la costa Este, declarados algunos entre los mejores del mundo para practicar el buceo.

Entiendo perfectamente que ellos quieran volver a esta ciudad pequeña y fascinante, llena de rincones para explorar y descubrir maravillas en forma de templos, palacetes, estatuas, talleres artesanos tradicionales, jardines con estanques llenos de pájaros y reflejos coloridos. Con su belleza y tranquilidad inusitadas, cielos claros, y noches agradables de ritmo pausado, creo que yo también la echaré de menos. Así que me despido de ella en nuestro camino hacía las afueras, pasando a través del barrio de los artistas y artesanos, atestado de estatuas de mil tamaños formas y colores, expuestas junto a la carretera.

Patio trasero en Ubud

En el camino hacía Agung, dirección noreste, le hemos pedido al conductor que haga una breve parada en las terrazas de arrozales de Tegalalang, a las afueras de Ubud.

Cuando nos bajamos del coche, cerca de un punto de observación con restaurantes (aún cerrados), avanzamos hacía lo que parece un gran agujero verde en el suelo, una sección hundida que resulta ser un valle poseedor de una vegetación exuberante y moldeado con las impresionantes terrazas. ¿Cómo puede ser un lugar en el que se trabaja tan duro, un lugar creado exclusivamente para la agricultura, sin fines recreativos ni artísticos, tan hermoso?

La parte de arriba del valle es bañada por el sol, que se refleja en cada una de las hojas de las palmeras que crecen entre los brotes de arroz, mientras que la parte profunda del valle aún está sumergida en una relativa penumbra matinal. Bajo por los precarios escalones excavados en la ladera que saltan de una terraza a otra que otorgan al valle cierta semejanza con un teatro antiguo devorado por la vegetación. El lugar, para colmo de mi deleite, está totalmente vacío a esas horas, el silencio reposa en cada recoveco, en cada grano del cereal que parece crecer directamente del agua en las terrazas inundadas. La gente me pregunta que por qué no hablo en mis vídeos, pero, ¿realmente hay algo que decir aquí?: http://www.youtube.com/watch?v=V--Hg8AnnVA&feature=youtu.be

Tegalalang 

Caseta de los agricultores en Tegalalang


Incomprensiblemente, Angelo y J no me siguen, se quedan arriba en el mirador y no bajan por las terrazas hasta la zona de los agricultores. Yo cruzo el puente que permite pasar por encima del profundo riachuelo que circula aún unos cinco metros por debajo de la parte baja del valle y llegó a una casetilla de madera que está situada en la terraza más baja y hace las veces de cobertizo para los agricultores. Allí me encuentro con el único cultivador de arroz que hay en la plantación en ese momento, está partiendo un coco con su machete. El hombre es bastante mayor y tiene la expresión velada por la edad y el duro trabajo que ha marcado su vida. No habla ni una palabra de inglés, pero se vale de gestos para pedirme una modesta donación. Se la doy con gusto, pues quién sabe si aquel lugar se mantendría en pie si aquel hombre no hubiera estado allí desde tan pronto por la mañana durante los últimos muchísimos años.

Agricultor de arroz

Allí donde el valle se vuelve demasiado escarpado y estrecho, la selva salvaje retoma el control y las terrazas desaparecen. Quiero seguir un poco más, dar la vuelta a un recodo del valle andando a lo largo del estrecho camino dejado junto a la zona inundada de la terraza inferior, pero un grito me alerta. Desde la lejanía del mirador, un impaciente Angelo me hace gestos apremiantes, hay que volver al coche y seguir el recorrido o no les dará tiempo a volver a Ubud por la tarde para ir a las tiendas y a las galerías de arte. Una pena, pero como yo le metí un poco de prisa a Angelo el primer día en nuestra visita al templo de Uluwatu, he de ser consecuente ahora y volver al coche.

En el camino de subida, sorteando las muchísimas telas de araña que crecen entre las aparentemente inocentes plantas de arroz, me prometo volver a aquel lugar de ensueño en mi siguiente visita a Bali y explorarlo en más profundidad, continuando valle abajo.
Seguimos atravesando esta isla paradisiaca durante dos o tres horas más, avistando por fin con claridad el cono perfecto que es el monte Agung en la lejanía. Hasta allí hemos de llegar para visitar el templo madre de Bali, Besakih, exponente arquitectónico de mayor tamaño del hinduismo balinés, construido simbólicamente en la ladera del volcán sagrado.

Las nubes, con esa mala idea que tienen, esperan a que aparquemos nuestro coche junto a la base del Agung para abalanzarse sobre él y cubrirle por completo. En la entrada, un grupo de balineses un poco mafiosos, todos con los ojos sospechosamente rojos, nos instan a pagar un guía para el templo. El guía no es obligatorio, peeeero, no se puede entrar al templo sin guía, así de confusa es la situación. Como sé que los guías que suelen asignar en estos sitios no son ni mucho mejor los mejores del mundo (de hecho, suelen saberse una historia corta sobre el sitio que cuentan de carrerilla con un inglés muy pobre mientras rezan para que al turista de turno no se le ocurra ninguna pregunta cuya respuesta tengan que inventarse de forma convincente), y siempre he sido de la opinión de que un viaje caro equivale a dos viajes baratos, o a un viaje barato mucho más largo (y este tipo de cosas, al fin y al cabo, son las que acaban suponiendo la diferencia entre un viaje caro y uno que no lo es), les digo que no queremos pagar por el guía. Ellos siguen insistiendo en que es obligatorio, y aunque estoy seguro de que si hubiéramos seguido andando hacía el templo sin hacerles caso no nos habrían detenido, Angelo decide que paguemos el precio abusivo del guía. Así hacemos y después alquilamos los saris, que también son obligatorios, y subimos por la cuesta hasta el templo con nuestro guía.

El templo madre es, de hecho, un complejo que comprende 22 pequeños sub-templos. Según nos cuenta el guía, la mayoría solo pueden ser utilizados por una determinada casta (en el hinduismo, como es ampliamente sabido, la sociedad está dividida en castas exclusivas y excluyentes). El templo es bonito por la composición caótica que determina su disposición sobre el terreno, denotando su construcción sucesiva en un largo periodo de tiempo, y también por la abundancia de las pagodas de 11 techumbres de paja ya vistas en Ulun Danu. Según subimos a lo largo de la ladera del monte Agung, los templos se vuelven más sagrados y más grandes.

Según nos cuenta el guía, Besakih ganó mucho prestigio como lugar sagrado entre la comunidad balinesa al salvarse de diferentes tragedias que amenazaron su integridad física. Hace un número indeterminado de años, un incendio provocado presumiblemente por el cigarrillo de un sacerdote (y motivo de que ahora se prohíba fumar en el templo) prendió fuego a varias de las pagodas, que debieron arder como cerillas debido a los tejados de paja. Por otro lado, en 1963, la erupción del monte Agung, que mató a aproximadamente 1.700 personas en las inmediaciones, ignoró mágicamente el templo madre, pasando el magma a pocos metros del recinto.

Templo madre de Besakih

Pagodas con techumbres de paja en Besakih

Cuando terminamos la vuelta alrededor del recinto que alberga el templo madre, volvemos al coche. Es momento de resolver cómo voy a llegar desde aquí hasta el otro lado del monte Agung, al pueblo llamado Tulamben.

El taxista dice que allí no hay posibilidad de coger un taxi, pues los turistas viajan a Besakih en viajes organizados de ida y vuelta, con lo que todos los coches del parking están esperando a que sus respectivos clientes vuelvan del templo. Tampoco hay autobuses cerca. Me propongo hacer autostop, cosa que no creo que sea extremadamente difícil teniendo en cuenta que la gente de Bali, hasta ahora, es la más amable y dispuesta a ayudar que he conocido en Asia. El taxista, en cambio, me ofrece otra idea, acercarme hasta la ciudad de Klungkung, cerca de Ubud, para coger un autobús local (muy barato) desde allí. Supone un poco de rodeo desde Besakih, pero también me da la oportunidad de ver toda una zona de la isla que no estaba en mis planes.

Una vez en Klungkung, me despido de J y Angelo, que vuelven en el taxi a Ubud. Acordamos encontrarnos la tarde siguiente en Amed, al este de la isla, si es que eso es posible, pues ninguno de nuestros móviles funciona en Bali. Mientras me alejo del vehículo, la escena de Braveheart en la que William Wallace grita la palabra “¡Libertad!” con todas sus fuerzas me viene a la cabeza.

Estoy tan animado que decido darme una vuelta por Klungkung antes de ir a la estación de autobuses. La ciudad es mucho más grande que Ubud y que todas las poblaciones que hemos visto hasta ahora en Bali, y en ella se diluye en cierto modo el encanto que se respira en el resto de la isla. Me encuentro casualmente con un monumento interesante a la independencia de Indonesia (proclamada en 1945 y reconocida por Holanda en 1949). Me hace mucha gracia que en los paneles que explican la guerra de independencia, en el interior del memorial, no se haga referencia a la lucha contra las fuerzas holandesas si no contra “la compañía”, refiriéndose, supongo, a la Compañía Holandesa de las Indias Orientales, como si está fuera un estado en sí misma.


Cartel de la exposición xd

A la salida del monumento, me encuentro con una procesión curiosa en la calle, con una gran carroza llevada a hombros por una turba de gente en la que va subido un señor joven que mueve un cetro de manera omnipotente. Detrás, otro nutrido grupo de balineses (todos hombres), lleva a otro hombre medio en volandas, agarrándole. Este segundo hombre también lleva un cetro, ropa ceremonial balinesa, y parece que esté a punto de desmayarse por algún tipo de trance. Un camión circula delante de toda la comitiva y rocía agua desde una manguera sobre los que sufren el peso de la gran carroza; el calor a estas horas es abrasador, aumentado por el asfalto y la ciudad. Toda la parafernalia da tres vueltas alrededor de la gran estatua que está en medio de la plaza central, junto al memorial a la independencia, para después continuar, seguidos por al menos cien personas. Me pregunto qué significa todo esto…

Procesión

Yo continúo caminando después de presenciar el curioso desfile, doy una última vuelta, miro un par de templos, y enfilo hacía la estación. Pese al calor, y al peso de mi mochila, me siento muy cómodo andando solo por Klungkung. La ciudad, aun siendo más populosa y asfaltada que los pueblos que tanto me han gustado en Bali, también goza de rincones apartados y curiosos. Me meto por algún patio interior, atravieso jardines y me cruzo con niños, adultos y ancianos que me sonríen y saludan por igual. Siento que podría dar la vuelta a Asia así, caminando, tan solo con mi mochila y mi ipod, si tuviera el tiempo y el dinero necesarios…

La estación de autobuses, como era de esperar, es un caos de furgonetas, gallinas, y conductores que me intentan llevar a sitios a los que no quiero ir. Se llama estación de autobuses, pero no hay autobuses ni recorridos al uso, tan solo furgonetas que van a sitios aleatorios y que están allí aparcadas esperando a llenarse para salir. Me siento un rato pensando el siguiente movimiento, pues me dicen que ninguna va a Tulamben desde allí. Me ofrecen llevarme a otra ciudad, Karangasen, a una hora de Tulamben, pero allí me encontraría en una situación parecida.

Después de descansar un rato y pensar mientras observo la vida de los hombres y mujeres que deambulan sin rumbo por la estación, la mayoría para cambiarse de banco cuando empieza a darles el sol de lleno y seguir durmiendo la siesta, decido tomar la iniciativa.

Me acerco a un conductor cualquiera y le digo que cuánto por ir directamente a Tulamben. Negocio. Lo de siempre: para él ir a Tulamben supone un esfuerzo terrible, y está cansado, y luego no puede traer a nadie de vuelta, etc. Quiere más dinero. Al final llegamos a un acuerdo, cinco dólares, él se monta contento en la furgoneta y me insta a sentarme a su lado en vez de hacerlo en la parte trasera. Yo también estoy satisfecho con el precio así que allí vamos.

El hombre es un señor mayor, de unos cincuenta y algo, sin dientes y con una coleta de pelo blanco bastante larga. Tiene la barba amarilla alrededor de la boca de fumar, y cuando me pasa uno de sus cigarrillos sin filtro entiendo por qué. Es algo así como fumar madera. Como la mayoría de balineses varones, se llama Made, y no habla mucho inglés. Aun así, conseguimos una comunicación decente, me pregunta qué hago por allí solo, de donde soy, lo típico. Al cabo de un rato, tras ofrecerme unos cacahuetes muy muy rancios que se está comiendo con avidez, dejando muchos pedazos en su barba, ya lo considero un amigo. Me hace gracia cómo se ríe con cada cosa que le cuento, aunque sospecho que no entiende ni la mitad.

El trayecto no podría ser más agradable. Aunque la furgoneta traquetea ensordecedoramente, no es capaz de pasar de 60 kilómetros por hora, y no tiene aire acondicionado, circulamos cruzando el sugerente paisaje balinés con la ventana abierta y el viento en la cara, comiendo cacahuetes revenidos. Impagable.

Paramos a recoger a algunas personas en varios puntos, y, tras más de cuatro horas, llegamos por fin a Tulamben después de haber cruzado la zona de terrazas de arrozales colindante al monte Agung, la más impresionante de la isla hasta el momento. Los valles sucesivos de belleza sin igual, y el cono perfecto del volcán dominando todo desde sus tres mil metros de altura: como dicen los británicos, breathtaking, quita el aliento.

Valles

Después de intentar racanearme unas rupias a última hora, mi amigo Made desaparece para no volver, dejándome con mi macuto en mitad de una carretera con un par de hotelillos y restaurantes.

Tulamben es poco más, pese a ser uno de los mejores puntos para realizar inmersiones marinas, así como snorkeling, de toda la isla, y por tanto, de todo el mundo, con un barco de la segunda mundial hundido a menos de 20 metros de la costa (¿Por qué creéis que he venido?). Es algo bueno de Bali el que las cosas se mantengan pequeñas, con hostales en cabañas y no en monstruosas torres blancas.

La primera habitación que veo cuesta 350 mil rupias indonesias, unos 35 dólares (el cambio lo calculo en dólares durante mi estancia en Bali por la sencilla razón de que un dólar equivale a unas 10.000 rupias), no es para mí. Me planteo dormir en la playa y la idea me tienta, pese a que en Bali me estoy encontrando con unos insectos que dejan en calzoncillos a los bichitos que tenemos en Europa. Decido mirar un poco más y la incertidumbre se resuelve enseguida cuando encuentro una cama en un dormitorio (vacío) por 50 mil rupias.

Me tomo un nasi goreng con gula; arroz frito (algo que siempre viene bien saber decir) se dice igual en Malasia y en Indonesia, como tantas otras cosas ya que el idioma indonesio es una derivación muy cercana del malayo, ¿o era al revés…? Después me dirijo a la playa sin más dilación, ando con ganas de remojarme un poco tras el caluroso trayecto en la furgoneta de Made. No obstante, en seguida descubro que la playa no es tal, las olas chocan contra unas escaleras de piedra y la arena es negra volcánica con granos del tamaño de pequeños cantos. Aun así me doy un baño agradable y floto un rato con la mirada clavada en el monte Agung, que se alza a una distancia no excesiva.

El baño me cura del cansancio y vuelvo al hostal renovado, tostándome bajo los últimos rayos de un sol que ya se empieza a ocultar tras las palmeras.

El hostal, llamado Diving Concepts, está gestionado por unos buceadores franceses de edad respetable con los que hablo un rato durante la cena. Les cuento que desde que mi tímpano explotó (literalmente) buceando en Alemania hace unos nueve años no he vuelto a sumergirme ni siquiera en piscinas debido a la sensación molesta que aún siento en el oído y al recuerdo del horrible dolor (diría que el peor que he experimentado en mi vida) de la rotura y posterior infección.

El viejo Cousteau jefe del hotel enfatiza durante largo rato en que no hay ningún problema gracias al sistema de descompresión que se usa al descender a las profundidades e ignora el hecho de que no tengo título o carnet de buceador ni nada que se le parezca. Me ofrece un buen precio por una primera inmersión guiada hasta el barco hundido y un escalofrío de excitación me sube hasta la cogotilla. Dividido interiormente, lo pienso un rato pero al final le digo que OK. Como dice el gran Alberto, que ya dejó la ONG y está viajando y pintando sus murales surrealistas por Nepal: “no risk, no fun”.

Después de tomar la decisión salgo a dar una vuelta. El hostal, así como el resto de Tulamben, está casi completamente desierto (bendita tranquilidad). Me subo con el ipod a la modesta azotea en obras del Diving Concepts y desde allí, sentado en un bidón vacío, contemplo la puesta de sol durante más de una hora. Relajado, dejo que mi mirada surque la sinuosa cima del volcán Agung mientras el suave contorno se difumina lentamente y las estrellas empiezan a brotar de la negrura espacial una a una como flores luminosas que se abrieran de repente.

El Monte Agung desde Tulamben

Cuando bajo la escalera, con la mente clara como el agua de las costas balinesas, el mosaico estelar sobre los montes, que ya son solo moles informes apenas visibles, es digno de estar entre los mejores que habré visto en mi vida. La Vía Láctea se adivina como una neblina que cubre la autopista principal de las estrellas.

Después, escribo un par de páginas (que ahora veis) en el bar del hostal en compañía de las aburridas camareras indonesias hasta que el sueño y los múltiples insectos nocturnos empiezan a hacer mella en mi inspiración literaria y arrastro los pies hasta la cama.


La paz nocturna y el cielo de Tulamben quedarán registrados en mi memoria junto con el resto de imágenes espléndidas que este día en Bali me ha regalado sin pedir nada a cambio.

jueves, 18 de julio de 2013

Del bosque encantado al templo sobre el lago, viajando al norte

Al día siguiente, jueves, es el cumpleaños de Angelo. Él quiere que todo sea perfecto en este día tan especial, así que está más gruñón y quejica que de costumbre. Hemos decidido pasar la mañana en Ubud para que pueda ver unas galerías de arte y tiendas que le interesan, pero él no está contento. Después de desayunar en un restaurante con vistas a unos arrozales que se pierden infinitos en la lejanía, decido que ha sido suficiente y que esa mañana la pasaré solo haciendo lo que me apetece. Cerca de allí hay un lugar con templos llamado el bosque de los monos que destruye a las galerías de arte en mi balanza de prioridades así que camino presto hacía este lugar.

Desayuno con vistas

La entrada a esta especie de parque encantado son tan solo 20.000 rupias indonesias, lo que vienen a ser dos dólares. Es un recinto bastante grande atestado de macacos que saltan entre estatuas fantásticas e intrincados templos balineses. La vegetación es la propia de una selva baja y húmeda, así que todas las estatuas están cubiertas por una leve pátina de musgo que las da un aire aún más salvaje, de civilización perdida.

Entrada al bosque de los monos

Los motivos de las estatuas ya son llamativos de por sí, con simios guardianes que portan grandes mazos y bolas de fuego, figuras humanas desproporcionadas de claros rasgos tribales y demonios antiguos que son representados atrapando a gente con sus grandes lenguas y dientes. Hay una imagen de un simio verdoso que podría ser perfectamente un antepasado de Yoda, y unas figuras en la parte baja del templo, cercana a un río escarpado, que me recuerdan a venus prehistóricas, con los atributos sexuales exagerados. También hay árboles enraizados de forma serpenteante, dragones de komodo tallados en la roca que sale de la montaña, y una zona que desciende por el río hasta las profundidades de la jungla tropical y desemboca en un estanque totalmente desierto y tranquilo. Como digo, un lugar mágico.

¿Los ancestros de Yoda?

Templo principal

El río


Junto al templo principal, los monos son tan amigables que por primera vez me siento cómodo extendiendo el brazo hacía uno de ellos y dejando que agarre mis dedos humanos con sus manos diminutas de primate para luego trepar hasta mi hombro. Una vez arriba, la criatura agarra mi mapa y lo observa de arriba abajo con curiosidad. Al no entender demasiado, acaba tratando de comérselo con avidez y yo debo luchar contra sus tirones para rescatar unos últimos girones que ya no valen de mucho.

Con energías y humor renovado, me reúno de nuevo con J y Angelo, que también parecen haber disfrutado de una mañana agradable. Juntos esperamos a nuestro amigo el taxista viejuno del día anterior. Esperamos que su mujer no le haya hecho dormir en el sofá por llegar a las tantas de la noche y esté descansado para el largo día de conducción que tenemos por delante.

Nuestra primera parada son las terrazas de arrozales de Jatiluwih. Para llegar hasta ellas, atravesamos el paisaje balinés durante unas tres horas, entre curvas y lomas verdes, bosques de palmeras, arrozales infinitos, lagos que reflejan los colores limpísimos del cielo, selvas tupidas, montes escarpados, templos, pueblos diminutos, más templos, mercados, y algún que otro templo más. Con un paisaje así, no me importa que el viaje dure tres horas a o diez.

Cuando llegamos a Jatiluwih, paramos en un mirador con un restaurante situado en una curva del camino; una tenue llovizna empieza a barrer la campiña. Las terrazas de arroz se extienden en la lejanía, batallando con la jungla salvaje por cada metro de colina,  alrededor de un pueblo de tejados rojos que también reclama su espacio en el paisaje. Desde el norte, la niebla desciende proveniente de las montañas como una avalancha de nieve a cámara súper lenta. Los grandes volcanes que se alzan allí quedan totalmente cubiertos por la esponjosa túnica blanca que los arropa, pero su presencia puede intuirse tras el leve movimiento deslizante de la niebla, y su contorno se adivina poderoso con respecto a las lomas colindantes. La visión se me antoja como una versión gigantesca de las Cameron Highlands de Malasia.

El poblado de Jatiluwih

Terrazas junto a Jatiluwih


Los precios del restaurante nos obligan a compartir un plato de fish and chips que ayuda a aliviar el hambre antes de seguir hacía nuestro siguiente destino, el templo de Ulun Danu, a una hora hacia el Norte.

Pura Ulun Danu Bratan, que es su nombre completo, consta de dos pequeñas pagodas que flotan en sendas plataformas sobre las aguas del enorme lago Bratan, rodeado de montañas.  Construido en 1.663, el templo está dedicado a Dewi Danu, diosa de los ríos y los lagos, y se levantó sobre el Bratan para asegurar que este no dejara de irrigar la región central de la isla, permitiendo los cultivos y la vida.

Pese a que la niebla estropea parte de las vistas, otorgando a su vez al lago un halo misterioso, Ulun Danu es un lugar bonito y fresco por el que resulta muy agradable dar un paseo. Me resulta curioso que la pagoda principal tenga 11 techumbres, cuando normalmente se suelen ver un máximo de siete, aunque esto es algo habitual en Bali.

Pagoda principal de Ulun Danu

La tarde se cierne sobre nosotros, descendiendo con velocidad sobre el valle de Bedugul. Mientras tanto, nuestro viaje continúa hacía el norte, curva tras curva, subiendo una gran ladera y surgiendo de entre los girones neblinosos para encontrarse con unas impresionantes vistas de la amplia cuenca. Al otro lado de la montaña nos paramos en las cascadas de Gitgit, un profundo cañón que desciende desde la cima que acabamos de cruzar (no ha sido fácil convencer a Angelo, al que se la suda la naturaleza, para venir hasta aquí, pero de nuevo, lo he conseguido J ). En el camino de descenso, muy empinado, me encuentro con unas arañas muy curiosas, las más grandes que he visto después de las de Taman Negara y Cameron Highlands. La cascada principal brota de la vegetación y cae en un chorro concentrado sobre una gran poza en la que darían ganas de bañarse si anduviéramos mejor de tiempo. Si se sigue la plataforma que bordea el río, se llega a otra cascada que proviene de la jungla alta y que cae en una cueva con un estruendo ensordecedor. El lugar está totalmente desierto y como voy muy adelantado con respecto a J y Angelo, disfruto de un momento a solas en aquella cueva imponente, sintiendo la fuerza del agua que cae y empapándome de la sensación de haber alcanzado otro de esos lugares a los que no mucha gente llega.

Cascadas de Git Git

La vuelta a Ubud dura unas tres horas. En el camino, paramos en un mercado y compramos unas mazorcas de maíz cocidas que nos sirven de tentempié. El conductor está menos hablador esta vez, probablemente algo molesto porque el recorrido ha vuelto a ser más largo de lo que en un principio se había planeado debido a nuestra calma en las paradas. Su conducción se ha vuelto marcadamente más suicida que durante el resto del día, y algunos adelantamientos  se acercan demasiado al siniestro total sin supervivientes. J se ríe y dice que le recuerda a como se conduce en casa, allá por las Filipinas, y que el conductor podría ir más rápido aún. Asiáticos…

Por la noche, decidimos cenar en un sitio caro para celebrar el cumpleaños de Angelo. Buscamos un sitio llamado Dirty Duck (ojo al nombre) que J ha consultado por internet. Ahora están en su terreno, así que yo me limito a seguirles. El sitio es muy lujoso, pero cenamos comida balinesa cojonuda sentados sobre unos cojines de terciopelo en mitad de unos jardines con estatuas y lagos con peces tan solo por ocho dólares. Empiezo a preguntarme de donde viene esa fama que tiene Bali de ser un lugar atestado de turistas y carísimo, hasta ahora no hemos visto ni lo uno ni lo otro (por mucho que estemos en temporada baja, Ubud parece un pueblo fantasma al caer la noche).

Tras la cena, muy satisfactoria, decidimos dar una vuelta y ver si podemos encontrar algún bar abierto para tomarnos un par de cervezas (en el caso de J, un par de cócteles con más de cuatro mezclas diferentes y frutas y demás mariconadas…). Encontramos un local con música en directo y nos sentamos alrededor de nuestra bebidas. Las cosas aún están un poco tensas entre Angelo y yo, y además me encuentro algo distante y extraño en esta noche concreta, así que nos limitamos a empinar el codo y mirar a la banda que toca versiones decentes de algunos clásicos resabidos esperando que ocurra algo que nos saque un poco del tedio.

Al final, el evento peculiar de la noche ocurre y el elemento clave aparece en forma de una especie de bárbaro ruso que se cruza con nosotros y, sin comerlo ni beberlo, acaba sentado en nuestra mesa. EL tipo viene con un alemán, pero este no tiene nada remarcable que pueda ser comentado aquí. Nuestro hombre, en cambio, es de Rostov, ciudad de la Rusia profunda, y podría haber salido perfectamente como extra en Conan el Bárbaro sin demasiada caracterización (haciendo de malo además). Con voz cavernaria y la misma expresividad que un cangrejo de río, lo divertido empieza cuando nuestro amigo Ivan el Terrible empieza a tratar de ligar con J. Si recordamos que J es una filipina de metro y medio de altura, sonriente, habladora y aniñada, no es necesario explicar lo divertido que resulta observar su interacción con este súper eslavo  que parece haber cobrado vida desde un cartel de propaganda soviética sobre el ideal comunista de fuerza y honor. El tío además parece ir bajo los efectos de alguna especie de seta recogida en el bosque de los monos y no para de decir cosas muy extrañas ante las que me cuesta horrores contener la risa.

Más tarde, ya volviendo a casa, nos cruzamos con otra gente y también acabamos hablando con ellos de forma muy random. Esta vez se trata de un piloto de avión de Dubai y su novia española, azafata, que en los últimos 2 días han pasado por Rusia, Gambia, Dubai e Indonesia.


Sin saber muy bien por qué, nos enseñan sus vídeos haciendo puenting en África, y nos cuentan que están esperando a un taxi que les lleve a la cima de un volcán cercano para ver el amanecer. Al parecer no han dormido en días. Sin ganas de seguirles el ritmo, nosotros arrastramos los pies hasta la cama doble de la habitación y nos acostamos allí los tres, sin que la incomodidad y la falta de espacio pueda interponerse entre nosotros y una larga noche de sueño profundo. 

martes, 16 de julio de 2013

Bali, el comienzo de un viaje al paraíso

El por qué todo funciona de forma tan diferente en una isla es algo que aún se me escapa, pese haber estado en muchas, quizá, por nunca haber vivido en una. El por qué la vida parece tener otro ritmo, otra cadencia más pausada, y al mismo tiempo, más festiva, es algo que ni los cubanos, ni los canarios, ni los balineses supieron explicarme. Para ellos, es algo tan cotidiano que no perderían un valioso minuto isleño en explicárselo a un foráneo, y de intentarlo, no sabrían por dónde empezar, como si a uno le piden que explique la esencia del respirar. Para nosotros, los de tierra firme, es demasiado difícil coger el ritmo, seguirles el compás; así que la mayoría preferimos mirarlo románticamente desde la barrera, o bien intentar meternos dando palmas y pretender por un momento que dejamos atrás a quienes realmente somos en nuestro cronometrado mundo rodeado de tierra, sin conseguirlo nunca del todo.

Sin conseguirlo nunca del todo, pero quedando siempre enamorados y dejando una pequeña parte de nosotros allí, en ese pedazo de tierra rodeado de océanos y mares.

Bali atesora una belleza inmensa, y esta se presenta en todos y cada uno de los aspectos y las formas en los que un lugar puede ser considerado bello: la gente, la naturaleza, la cultura, los colores, el cielo, la luz…

Pese a una llegada turbulenta, con un Angelo rabioso conmigo y con el mundo, dispuesto a discutir hasta por un vaso de agua en el avión, y un taxista de usura desmedida en el trayecto al modesto hostal, mi primer paseo por una playa balinesa resulta ser suficiente para apartar cualquier preocupación que estorbe a la mente.

La playa es la de Legian, en el Sur de Bali, y el cielo es estrellado porque hemos llegado con la noche ya entrada en escena. El agua está tranquila y la arena es fina y agradable al tacto. Me tumbo con música y olvido por completo que mi único compañero de viaje durante las dos primeras noches parece odiarme sin razón aparente. J llegará un día y medio tarde pues, también sin razón aparente, cogió un vuelo diferente al nuestro y acordó que nos encontraríamos una vez estuviera en la isla. Después de haber viajado cómodamente solo por Camboya, y únicamente cuando abandono las finas arenas de la playa de Legian, estos pormenores me incomodan en cierto modo. Después, al ir pasando los días y con el paraíso limando asperezas de nuestro carácter, descubriré que la compañía de amigos en un viaje también tiene ventajas considerables.

La mañana siguiente empieza con una nueva y amarga discusión con mi antiguo compañero de habitación Angelo, muy a mi pesar, estamos empezando a parecer una pareja en crisis vacacional. Un baño en las fogosas aguas de Legian ayuda a cortar la bullshit, y ambos decidimos dejar el asunto por el bien del resto del viaje; después de todo, no queremos jodernos las vacaciones el uno al otro.

Cuando salgo del agua, tras casi media hora dejándome flotar y ser mecido por el empaque de las olas, una frase que mi abuela siempre decía después de cada baño en las ahora lejanas playas de Asturias me viene a la cabeza: “vaya baño que pegué, Vitor”.

Para la tarde, decidimos hacernos con un taxi que nos lleve a algunos de los puntos de interés del sur de la isla. Queremos acabar el día en Ubud, una pequeña y popular ciudad en el centro de Bali, y esperar allí a que aparezca J. El recorrido es algo largo, así que nos cuesta un poco convencer a un taxista de que lo haga en una tarde y por un precio razonable, pero tras varios intentos, damos con uno al que parece entusiasmarle el asunto.

El primer sitio hasta el que nos conduce es el templo de Uluwatu. Está en la punta más meridional de la isla, en la esquina de una diminuta península que se prolonga tras un cuello de botella desde el sur de Kuta, la ciudad grande más turística de Bali. Todos los foros que he consultado en la preparación del viaje describen Kuta como un lugar atestado de gente, donde el único incentivo son las playas con surfistas y la alocada vida nocturna. No interesa demasiado, así que ni paramos.

Uluwatu, en cambio, está situado sobre unos espectaculares acantilados que caen a pico sobre el mar bravío. La roca blanquecina recuerda a los acantilados de Dover, aunque los acantilados de Dover no tienen pagodas hinduistas en sus salientes más vertiginosos ni vegetación exuberante que los revista como una gran cascada verde brillando al sol. Tampoco hay monos en el Sureste de Inglaterra, pero Uluwatu está lleno de macacos de los agresivos, de los que enseñan los dientes a los turistas que se acercan con demasiada alegría y desconocimiento.

El lugar es bastante grande, y brinda la posibilidad de andar una distancia considerable a lo largo de los acantilados, gozando de vistas imponentes y de la sensación de vacío en el estómago cada vez que se apoya el pie en la última roca antes de la vertical caída y se mira hacia abajo.

Acantilados de Uluwatu


El agua es tan clara y la arena tan fina allá abajo en la distancia que puedo ver las rocas y corales del fondo con claridad pese a la intensa actividad del oleaje.

Desde un punto preciso del camino que sigue los riscos obtengo una imagen que me evoca el viaje a Sichuan que hice en 2012, el mar de nubes es ahora un mar de agua y la pagoda budista es ahora hinduista, pero el risco, la escarpadura, la vegetación y la disposición del templo en la punta misma de la roca, evocando el fin del mundo… Las imágenes parecen un calco.

Mar de agua en Uluwatu, Bali

Mar de nubes en el Monte Emei, China


Tras disfrutar del recorrido entero, devolvemos el sarong (un colorista pañuelo que se ata a la cintura para cubrir las piernas desnudas) que nos han prestado en la entrada, sin el cual no está permitido el acceso a ningún templo balinés, y nos reunimos con el taxista que está esperando en el parking.

La siguiente parada del recorrido, el templo marino de Tanah Lot, parece cercana en los mapas de la isla que he consultado, y el taxista asegura que es factible llegar antes de la puesta de sol. Nuestras esperanzas empiezan a desvanecerse tras casi media hora atrapados en el gran atasco que rodea la ciudad de Kuta y la mayor parte de la zona Sur, sobre todo en el estrecho por el cual se accede a la pequeña península donde se encuentra Uluwatu.

El anochecer llega ligeramente más temprano en Bali que en Malasia, debido a su mayor cercanía con el Ecuador, de modo que a las cuatro y media el tinte anaranjado del crepúsculo ya empieza a deslizarse sobre el azul celeste, componiendo una acuarela en el firmamento.

Es entonces cuando se produce un momento tenso en el taxi. Es altamente probable que no lleguemos a Tanah Lot antes del anochecer, y el taxista, nervioso ante el atasco, asegura con un inglés confuso que no hay ningún tipo de iluminación que permita ver el templo por la noche. Él sugiere coger el siguiente desvío e ir directamente a Ubub, dejando Tanah Lot para mañana, con más tiempo. Esto a él le interesa, pues supone conducir la mitad y cobrar lo mismo (aún queda como una hora para Tanah Lot, que se ahorraría si acortamos el recorrido hacia Ubud, destino final). Yo había pensado dirigirnos hacía el Norte al día siguiente, hacía el templo de Ulun Danu y los arrozales al Noroeste de Ubud, así que sé que es difícil que volvamos a tener una oportunidad de ver Tanah Lot, un templo en el que estoy particularmente interesado. Por su lado, Angelo, sentado en el asiento de atrás, carga sobre mí toda la responsabilidad de la decisión, sin aportar nada, pero protestando contra las dos opciones de forma irritante.

El desvío está a la vuelta de la esquina, Tanah Lot a la izquierda y Ubud a la derecha. Los dos pesados, taxista y compañero, me hablan a la vez, creando una situación francamente molesta. Al final le digo al conductor que le pise al acelerador y tire a la izquierda, aún queda una hora de luz y si el atasco lo permite, podemos lograrlo.

En prácticamente todos los viajes que he hecho, con diferentes compañeros, se me ha cargado con este tipo de decisiones, sin haber nunca solicitado tal responsabilidad… A veces llega a resultar cansino, pese a cuánto disfruto organizando y planificando rutas.

Al final, el tiempo me da la razón: cuando llegamos a Tanah Lot, la luz aún es suficiente como para distinguir la gigantesca mole de roca en mitad de la playa dentro de la cual, acariciado con gentileza por las olas bajas del anochecer, se halla excavado el templo marino. La luz rojiza que se delinea en el horizonte no es suficiente para que mi cámara pueda retratar los detalles del templo, no obstante, la silueta en la playa y las suaves escaleras que se adentran en la roca, así como los sacerdotes que ofrecen la bendición del agua marina en la caverna sagrada que se haya debajo del templo, son suficientes para impresionar a cualquiera.

El hinduismo que se practica en Bali presenta una de las iconografías más curiosas con las que me he encontrado. No es necesario pasar más de un par de horas en la isla para darse cuenta de que, aparte de las bases mitológicas, no existen apenas elementos comunes con el hinduismo original de la India. Ni en los edificios, ni en las representaciones, ni en la vestimenta de los sacerdotes, ni siquiera en los rituales. El hinduismo observado en Malasia, país con una importante comunidad hindú, es básicamente un calco de la tradición tamil del sur de la India, con todos sus elementos presentes sin variación alguna. En Bali parecen haberse incorporado elementos de la iconografía indígena, como puede observarse claramente en estas figuras que fotografié en un templo hinduista de Ubud, de formas casi prehistóricas (recuerdan a una venus paleolítica).

Estatua femenina

Aparte de las peculiaridades formales del rito balinés, podría decirse que el mero hecho de la presencia mayoritaria de este culto hinduista precisamente aquí, en esta isla diminuta en medio de la inmensidad de Indonesia, país oficialmente musulmán, ya es algo remarcable. Teniendo en cuenta el hecho de que fueron los indios los que trajeron el islam al sureste asiático, arraigándose especialmente en Malasia y en Indonesia, no es raro pensar que en estas grandes partidas comerciales allá por el siglo XI también habría creyentes hinduistas cuyas predicaciones se superpondrían sobre las tradiciones espiritistas de los malayos e indonesios (serían seguramente los menos, pues según mi teoría, eran las familias indias enriquecidas las que practicaban el comercio y por tanto, eran estas las que habían tenido más contacto con el medio oriente, abrazando mayoritariamente el islam que de allí venía). No obstante, él porqué la religión hindú ha podido calar de una forma tan peculiar, tan mayoritariamente, y sobre todo, de forma tan concentrada en la isla de Bali (y no de manera más continuista y extensiva, como ocurre en Malasia), es algo que tendré que investigar más en profundidad, pues se me escapa.

La gente local dice que allí ya se rezaba a la trinidad hindú, formada por Vishnu, Shiva y Brahma, antes de la llegada de ningún comerciante indio ni de ningún otro extranjero, aunque eso me cuesta creerlo.

En cualquier caso, son muy particulares estos sacerdotes con turbantes y sarong blancos dando bendiciones y predicando la trinidad hindú en la inconmensurable cantidad de templos que hay en Bali. Se dice que hay más de un millón y que en esta isla se da la mayor concentración de templos de todo el planeta, pues cada familia (las que pueden permitírselo claro, pues después de todo, también hay pobreza en el paraíso balinés) construye uno para su culto personal, generalmente de pequeño tamaño en la parte trasera de las casas.

Después de recibir una bendición en la cueva inundada por las olas y el olor a salitre, en la cual los sacerdotes me mojan la frente con agua salada y me entregan flores, subimos al mirador para gozar de una vista con más perspectiva de Tanah Lot. Ya no se ve mucho, pues el resplandor rojo en la lejanía ha desaparecido casi por completo.

Nos damos una vuelta por allí, ya sin prisas, y nos encontramos una tienda de café muy especial. Sobre unas ramas, hay tres civetas, muy pacíficas y amigables, que son alimentadas a base de granos crudos de café. Según nos explican, estos animales digieren el café y lo defecan, después los granos excrementados se tuestan y con ellos se consigue un café de una extraordinaria calidad. Angelo se pide una taza del caro brebaje y me da a probar: gran sabor. Mientras Angelo apura hasta la última gota, juego con las civetas y me hago unas fotos con ellas. Son animales muy suaves y sus garras producen un cosquilleo agradable sobre mis hombros, me entran ganas de decirles que me dejen llevarme una, pese a que me han contado que domesticarlas es un proceso arduo y costoso, ya que en estado salvaje pueden llegar a ser muy agresivas.

Civetas!


Es momento de encaminarse a Ubud, ya con la noche dominando la escena. Tardamos por lo menos dos horas en llegar, durante las cuales la mujer del taxista llama repetidas veces preguntando dónde demonios está, que se va a perder la cena. No habíamos contado con que el recorrido se alargara tanto y nos disculpamos con él, pese a que es su responsabilidad y no la nuestra el conocer las distancias y posibilidades de atasco de su propia isla.

Ubud está muy tranquilo a nuestra llegada, la vida nocturna parece inexistente y eso es algo que casi agradezco, pues había escuchado que en algunos puntos de Bali podía llegar a ser ciertamente excesiva. El taxi nos deja en la Monkey Street, una calle llena de hostales, en la cual, tras preguntar por precios en varios que no nos convencen, encontramos uno con una habitación doble razonablemente barata. El hostal no es tal, realmente es una tienda de antigüedades que dispone de dos habitaciones en la parte de arriba para alquilar a viajeros, posiblemente de forma ilegal. Nos vale. Allí dejamos las cosas y marchamos a tomar una copa, ya con el ambiente menos crispado entre nosotros tras lo que ambos consideramos como un día completo y exitoso (la llegada in extremis a Tanah Lot nos ha levantado el ánimo de forma considerable).

Tras una cena agradable, de gran calidad y muy barata, subimos al único bar que parece abierto en toda la zona, por lo demás silenciosa y desierta. El local tiene techo de cabaña de kampung, música en directo y unas vistas agradables de Ubud, pues está en una azotea. Los templos y las casas bajas se extienden a nuestros alrededores y yo me pido una copa de arak, un licor indonesio de arroz, bastante fuerte.

Tratamos de llamar a J, pero su móvil está apagado. Ella dijo que intentaría llegar a Ubud desde el aeropuerto (en Kuta) aunque su avión aterrizara tarde, a eso de la una de la mañana. Yo estoy un poco preocupado, Angelo confía más en que sabrá moverse sola sin mayores problemas y acabará apareciendo.

Nos acostamos derrotados por el cansancio, aunque yo tenía intención de esperar despierto a la llegada de nuestra amiga filipina. Pero es tarde y no tenemos forma de contactar con ella, aparte de un mensaje enviado desde mi móvil que dudamos que haya recibido. Tengo que confiar en que sepa defenderse por sí sola, pero ya me imagino a un taxista sospechoso frotándose las manos al verla salir del aeropuerto con un macuto más grande que ella. El mundo puede ser un lugar peligroso para mujeres con cuerpo de niña que viajan solas.

El sueño acaba derrotando a la preocupación en esa eterna batalla de tantas almohadas, y el abrazo de Morfeo me arrulla hacía mundos oníricos…


Ha transcurrido un periodo de tiempo indefinido cuando algo me despierta. Veo a Angelo inquieto, levantándose a la vez que murmura “what the fuck!?” . En un primer momento, un miedo irracional se apodera de mí, pienso que ha pasado algo con J, así que me levanto muy rápido. En el apresurado camino a la puerta escucho una voz familiar, y al salir, allí está esa filipina menuda, sonriente con su ropa de viaje, plantada en la puerta de nuestro hostal sin necesidad de una llamada ni un aviso…