lunes, 27 de mayo de 2013

Los reinos perdidos de Angkor

Por recomendación de Guille y Breo, los españoles que conocí en Phnom Penh, opto por el Garden Village Hostel cuando llego a Siem Reap. Es verdad que tienen camas por un dólar, pero están todas llenas, así que cojo una por dos.

El hostal es, en efecto como su nombre indica,  tan grande como un pequeño pueblo. Consta de muchos edificios y según proclaman los empleados, puede alojar a más de cien personas al mismo tiempo, en diferentes tipos de acomodación. Tiene una pequeña pista de futbol, un restaurante-discoteca en el que hay un ambiente festivo permanente y muy animado, una azotea bastante decente para relajarse por la noche, un área común con ordenadores y una zona trasera con varias viviendas donde residen los empleados y dueños, que rotan constantemente y son muy numerosos. Un lujazo de sitio, vaya. Y ello a pesar de que algunos de los demás inquilinos, todos backpackers de diferentes procedencias, estilos y trasfondos, sean quizá demasiado jóvenes  (hablo fácilmente de 18 o 19 años) y con una actitud demasiado: “Ey chavales, que de puta madre, estoy en Camboya, ¡es mi primer viaje sin mis padres! ¡Me la suda Angkor Wat, yo solo quiero emborracharme y liarla parda, siiii!” Esto llega a resultar algo lamentable por momentos, aunque nada que el pensamiento de estar tan cerca de Angkor Wat y los rostros de piedra de Bayon no pueda aliviar inmediatamente. 

Tras instalarme en el masivo dormitorio, con más de 40 colchones metidos en sus plásticos distribuidos en el suelo a modo de camastros, me siento en la zona común, más fresca y aireada, y descanso un poco. Allí hay personajes curiosos, sobre todo dos que me llaman la atención: un irlandés de edad mediana y aspecto muy malhumorado con un acento salido directamente de lo más profundo de la taberna más ruda y maloliente de Dublín, y un viejo con boina y tatuajes carcelarios cubriendo todo su cuerpo, chupado hasta la extenuación por algún tipo de enfermedad o droga.  Ambos hablan entre ellos, y cuando les pido un cigarrillo, me invitan a sentarme y unirme a la conversación. Eso hago, y tras unas temblorosas presentaciones por parte del viejo y una mirada dura como el acero del irlandés, me acaban invitando a ir con ellos esa misma tarde a ver el atardecer y fumar marihuana en un templo cercano.

Aparezco en la recepción a la hora que me han dicho tras una ducha helada y me encuentro con el viejo y una chica francesa junto a un tuk tuk preparado para salir. El irlandés furibundo no hace acto de presencia.

El templo en cuestión es por lo visto 160 años más antiguo que los que hay en el recinto de Ankgor, y es muy poco conocido, incluso entre la comunidad local de Siem Reap (el conductor incluso se confunde de camino). Esto nos cuenta el viejo (holandés, por cierto) con voz cansada y temblorosa durante el traqueteante viaje en tuk tuk. El camino es realmente digno de admiración por si mismo, pues se zambulle de lleno en la Camboya rural tan solo unos minutos después de dejar atrás Siemp Reap. Vacas y gallinas que cruzan de forma inesperada, kampungs (pueblos tradicionales) destartalados y muy pobres, miradas sorprendidas de los campesinos locales. Según Arthur, el viejo, esto es la Camboya pura y dura, la que no se ve ni en Phnom Penh, ni en Siem Reap, ni en Angkor.

La llegada al templo, cuyo nombre no sabemos, me sorprende mucho, como puede apreciarse en el vídeo: http://www.youtube.com/watch?v=2_7pWT8zj-M&feature=youtu.be

En realidad, visto con la perspectiva del tiempo a mi favor, el edifico ruinoso no es para nada impresionante si se compara con lo que me espera mañana en Angkor Thom y Angkor Wat, pero sí que se agradecen una tranquilidad y una soledad que serán mucho más difíciles de encontrar en aquellos dos. Después de un par de vueltas en solitario, extasiado con las rocas centenarias, me siento y respiro la paz ascética del templo. Pienso en la antigüedad del lugar, y en el paso del tiempo sobre él.

Después me reúno con mis dos compañeros en esta breve excursión, y los tres fumamos. Arthur sigue intentando impresionar a la chica hablando en francés, así que yo tan solo miro como el sol desciende pausadamente sobre el kampung cercano al templo. Pienso que esta imagen, que no puedo retratar con mi cámara adecuadamente debido a la contraluz anaranjada, representa pura y fielmente lo que es Camboya: Una vaca escuálida pastando sobre los modestos arrozales, las palmeras, secas y exuberantes a un tiempo, un niño sin zapatos que me sonríe al pasar en bicicleta, y todo rodeando el esplendor durmiente que yace entre muros de piedras alineadas por la gloria pasada.

Camboya

El viejo no ha traído la marihuana. No sé si se le ha olvidado o solo se estaba tirando el rollo. En cualquier caso, estoy suficientemente a gusto sin ella. Cuando se acaba una cerveza que si se ha traído consigo, nos vamos a dar una vuelta por el kampung. Allí hay un colegio en el que tenemos el privilegio de asistir a una clase de música que se está llevando a cabo. Según nos cuenta Arthur, el profesor les está enseñando desde cero cómo era la música tradicional khmer, pues durante el régimen de Pol Pot, todos los músicos que no pudieron huir del país (la grandísima mayoría) fueron ejecutados y la tradición musical, como tantas otras cosas, se perdió casi por completo.

Los niños tocan muy bien, y nosotros les aplaudimos entusiasmados, aunque todas las caras (incluida la del profesor) me parecen revestidas con una pátina de tristeza.

Niño en el colegio

Esta visita al Kampung aumenta mis sentimientos de empatía hacía el pueblo camboyano, y la profunda tristeza que siento por ellos y lo que han pasado.

A la vuelta al Garden Village, Arthur me pide que le invite a una cerveza en el bar de arriba, cosa que hago encantado. Allí me encuentro con Guille y Breo. No es una gran sorpresa porque ya sabía que venían a este mismo hostal, que me recomendaron, pero me alegro de verlos. Durante un rato en la recepción antes de acostarnos, exhaustos por el viaje desde Phnom Penh, me presentan a Maikel, un risueño holandés que han conocido en el autobús, y los cuatro planeamos alquilar unas bicis al día siguiente para comenzar nuestra visita a Angkor. Les comento la ruta que tenía pensado hacer y les convence, así que me voy a la cama rápido, sonriente y animado ante la perspectiva del día siguiente.

Nos levantamos muy pronto, a las seis y media, y a las siete ya hemos escogido unas bicis cuyos frenos y ruedas estén en buen estado de entre la chatarra que alquila el Garden Village. Después pasamos a recoger a Maikel a su hostal, más caro, y nos dirigimos a las ruinas de Angkor.

El paseo me resulta muy ameno y gratificante, hacía demasiado tiempo que no cogía una bici. Una vez en la entrada del sitio arqueológico, a unos ocho kilómetro de Siem Reap, pagamos 40 dólares por tres días de acceso al recinto entero, que se pueden repartir a placer durante una semana. Después seguimos la carretera principal hasta encontrarnos con el gran lago cuadrado que rodea Angkor Wat, el primer templo y el más pintoresco y famoso de todos los que componen el recinto de Angkor.

Según avanzo bordeando el lago, el entusiasmo crece en mí. Estoy a punto de encontrarme cara a cara con una de las maravillas del mundo. Un lugar que siempre ha conseguido fascinarme cuando lo he visto en incontables fotos desde que era un niño, y que siempre he querido visitar. Un lugar clave.

Por fin, tras un largo paseo alrededor del lago de aguas densas y verdosas, los míticos pináculos de Angkor Wat aparecen en la lejanía, envueltos en la mañana resplandeciente y polvorienta.  Una pasarela flanqueada por dos gigantescas nagas (estás con más de 800 años de antigüedad, no tan coloridas ni con tantas cabezas como las de Phnom Penh) conduce a la entrada de esta espléndida construcción, muestra, una vez más, de la grandeza del ser humano en la antigüedad.

Angkor Wat

Angkor Wat significa templo capital o templo ciudad, y es el templo más grande de la antigua capital Khmer, Angkor.  Teniendo en cuenta que el imperio Khmer se extendía desde el Golfo de Bengala hasta el sur de China, abarcando la antigua Siam (hoy Tailandia), Camboya, Laos y parte de Vietnam, esto es decir mucho. El recinto es enorme, de unos 2 kilómetros cuadrados incluyendo el perímetro exterior, y también es la construcción mejor conservada de todo el parque arqueológico. La obra megalómana fue llevada a cabo por el emperador Suryavarman II durante el siglo XII, y es una de los edificios más “modernos” de los que aún se conservan en Angkor (la mayoría templos, ya que las casa y las construcciones menos importantes, al estar compuestas principalmente de madera, han desaparecido totalmente).

Habiendo nacido como santuario hinduista, los cinco gigantescos pináculos que lo coronan (uno en cada esquina del recinto cuadrado y otro en el centro; nunca se pueden ver los cinco al mismo tiempo debido a su gran tamaño) representan el monte Meru, el Olimpo de los dioses hinduistas. Más tarde, el templo fue convertido a la fe budista en consonancia con la conversión del resto del imperio.

A diferencia del resto de construcciones de la capital, que fueron abandonadas a la selva y parcialmente devoradas por ella, Ankgor Wat ha seguido activo en sus funciones como templo budista hasta nuestros  días, siendo mantenido y conservado por los monjes que allí han vivido a lo largo de los siglos.

Avanzar hacía los grandes pináculos atravesando campos de palmeras, pequeños lagos llenos de nenúfares y otros templos menores es una experiencia sublime, pese a la presencia masiva de otros turistas.

Una vez en el interior del templo, admiramos los intrincados grabados que cubren las paredes, de temática hinduista, así como las estatuas, que representan tanto a Buda como a Vishnu y otros dioses hindús. Destaca especialmente un grabado de Vishnu montando a su tortuga gigante Avatar Kurma y dando vida a los océanos.

Cruzamos el templo atravesando los tres recintos interiores y subiendo y bajando algunas escaleras extremadamente empinadas y medio destruidas con pies y manos (no se me ocurre como era posible que los antiguos angkorianos, supuestamente más pequeños que nosotros, eran capaces de escalar hasta las partes superiores de sus templos con aquellas escalones irregulares y descomunales, algunos de casi un metro de altos).

Las vistas de la jungla que lo rodea todo desde lo alto del templo, así como la vuelta alrededor de las bases de los cinco pináculos, no tienen parangón. Estando allí arriba y mirando en derredor, al verdor de las copas de los árboles, ahora pequeños, a los dominios de Angkor Thom, el gran distrito amurallado que suponía el centro de la ciudad, y a la gran planicie camboyana que se extiende hacía los cuatro puntos cardinales, pienso en el poder de los antiguos líderes angkorianos. Pienso en los emperadores y sumos sacerdotes que se plantaban allí hace más de 800 años, miraban hacia abajo, y decidían sobre lo que pasaba y dejaba de pasar en sus descomunales dominios que llegaban hasta el Océano Índico. Me pregunto hasta qué punto estarían corrompidos por ese poder, hasta qué punto eran justos con su pueblo, y hasta qué punto se adoraban a sí mismos dentro de aquellas construcciones megalómanas. Los camboyanos dicen que ni un solo ladrillo de Angkor fue puesto por las manos de un esclavo, que el pueblo colaboró en su construcción por amor a sus dioses y a sus emperadores. Cuesta creerlo.

Vistas desde lo alto de Angkor Wat

Pinacle

Desde el otro lado, obtenemos una inmejorable vista de la fachada trasera del edificio principal, un auténtico placer visual y una foto soberbia para el recuerdo.

Angkor Wat

Por allí descansamos un rato, sentados cerca de unos macacos que juegan y corretean amablemente entre algunos turistas, interactuando con ellos de manera pacífica y sin sacar los dientes a la mínima como hacen la mayoría de estos primates en Malasia (uno de los guías del parque les ofrece botellas de plástico con agua para que podamos ver la facilidad pasmosa con la que desenroscan el tapón y se beben el líquido de una manera muy humana, como auténticos gentleman, sin derramar ni una gota). Esta parte posterior del templo y el bosque que lo rodea están más tranquilos, pues una parte significativa de los turistas ni siquiera llega a atravesar el templo, tan solo dan la vuelta guiada por los grabados del interior y se marchan sin ver los tres pináculos desde atrás, bañados directamente por el sol inexorable, que ya se va acercando a su punto álgido.

Con pesar, tras la gran vuelta al recinto, nos marchamos, no sin antes una última mirada a esos pináculos espinados que más parecen traídos de otro planeta y pertenecientes a otra raza de criaturas ajenas a la tierra y a los hombres.

Continuamos la carretera en nuestras bicis después de reponernos con algo de arroz frito en uno de los restaurantes que hay a la salida de Angkor Wat (carísimo). Esta nos lleva hasta las puertas de Angkor Thom, el gigantesco centro amurallado de Angkor, y verdadero corazón de la capital. La monumental puerta, con cuatro grandes caras talladas sobre el arco de entrada mirando hacía los cuatro puntos cardinales, aparece mágicamente entre las copas de los árboles tras un puente protegido por nagas y estatuas de soldados. Justo antes de atravesar el umbral, nos cruzamos con cuatro elefantes ensillados con terciopelo rojo que marchan lentamente por el arcén de la calzada. Increíble: http://www.youtube.com/watch?v=gBO9_0fdsP4

La selva ha tomado parte de  la aún espléndida Angkor Thom. Las tareas de mantenimiento realizadas por los monjes entre los siglos XV, cuando se produjo la misteriosa caída del imperio Khmer y la ciudad fue abandonada (los historiadores apuntan a un colapso del sistema de irrigación de los arrozales que daban de comer al imperio debido a una larga sequía), y el XIX, cuando el explorador francés Henry Mouhot “repopularizó” las ruinas de Angkor (que no redescubrió, pues la localización nunca se perdió, y hay registros de viajeros europeos en la zona desde el siglo XVI) solo afectaron al templo de Angkor Wat.

No obstante, el sensacional templo Bayon, también conocido como “templo-montaña”, se alza prácticamente intacto en el centro de la ciudad. Es un edificio compacto y elevado, que se caracteriza por las múltiples columnas talladas con enormes caras que lo salpican. Hay más de 200 caras en Bayon, representando todas ellas los mismos ojos serenos y la misma sonrisa visionaria del bodhisattva Avalokitesvara. Las caras observan al visitante desde todos los puntos y ángulos posibles, transmitiéndole la tranquilidad de la iluminación y permitiéndole con benevolencia pasear entre los pasillos de rocas ennegrecidas de su centenaria morada.

Solo estropeado por los turistas chinos que intentan hacerse una foto en perspectiva besando las caras de las columnas exteriores, el paseo por Bayon resulta muy relajante, tanto como impactante resulta la perfección en el trazo de las facciones de Avaloikitesvara, iguales y simétricamente proporcionadas en todos y cada uno de los gigantescos rostros.
 
Rostros de Bayon
Bayon con perspectiva 

Tras atravesar el templo seguimos hacía arriba por la calzada que divide Angkor Thom en dos mitades iguales. Pronto nos encontramos con un gran espacio abierto que funcionaba como plaza central y lugar de encuentro en los tiempos florecientes de los antiguos khmer, hace más de 800 años. Allí está la terraza de los elefantes, con unas escaleras sostenidas por columnas que representan trompas (el detalle llega al punto de haber raspado la piedra para hacerla rugosa, logradamente similar a la piel de un elefante al tacto). Desde allí, los sucesivos reyes angkorianos observaron juegos y deportes que giraban en torno o incluían la participación de estos animales.

Terraza de los elefantes

Más allá está la terraza del rey leproso, con una estatua pequeña pero muy conseguida (y vestida con una túnica de monje real, de tela, como es muy común en los templos camboyanos) del dios hindú de la muerte, Yama. Por debajo de la terraza del rey leproso, llamada así por el moho y la suciedad acumulada por la estatua, que la hacían parecer enferma de lepra, hay una galería muy interesante de estatuas talladas en la roca en la que Breo hace unas fotos cojonudas con su cámara cara que él mismo reconoce que tardará en enviarme, si es que las envía alguna vez.

Grabados bajo la terraza del rey leproso

El calor está imponiendo su justicia implacable en las ruinas de Angkor, y Guille necesita un descanso pues lleva encontrándose mal desde por la mañana. Breo se queda con ella a la sombra de unos árboles mientras Maikel y yo nos acercamos al templo Baphoun, una intrincada pirámide de tres alturas que se encuentra entre unos jardines con antiguas piscinas de agua verde oscura. Es un templo sencillo, y pese a eso me impresiona bastante. Si se consigue trepar por sus empinadas escaleras (que al bajar atizan con fuerza al sentido del vértigo que uno pueda tener), desde arriba se disfrutan unas vistas sobrecogedoras de una gran parte de las selváticas ruinas de Angkor Thom. Como añadido, en la parte de atrás de Baphoun se aprecia sutilmente, si alguno de los guías cercanos tiene la amabilidad de indicártelo, un gigantesco buda reclinado representado ocupando toda la fachada de la pirámide (aquí se evidencia la confusa mezcla entre budismo e hinduismo que se da en Angkor, pues el templo Baphoun está dedicado al dios hindú Shiva).

Dominios desde Baphoun

Maikel resulta ser un tipo cojonudo, un viajero nato que lleva dos años recorriendo el mundo. Me cuenta que trabajó como criminalista forense y que eso le dio bastante dinero, pero que cuando le ofrecieron un ascenso y un puesto fijo, decidió que aún no era el momento de asentarse y quedarse en Holanda. Desde entonces ha hecho cosas tan cojonudas como bucear con tiburones blancos en Sudáfrica y tan insensatas como nadar con cocodrilos en Australia (en los tiburones se va con jaula, lógicamente, lo de los cocodrilos, sin protección, es una auténtica locura), así como recorrer gran parte del sureste asiático. Al igual que Breo y Guille, que están dando la vuelta al mundo y han cruzado nada menos que el Outback australiano, uno de los lugares más salvajes que existen, tiene historias cojonudas que contar y una conversación amena e interesante. Además, Breo trabajó como tester de juegos para Rockstar en UK, y jugó antes que nadie a versiones inéditas de juegos como el mítico GTA Vice City. Mola hablar con un tío cuyo nombre sale en los créditos de algunos de los videojuegos que marcaron mi adolescencia. No me puedo quejar de compañeros de viaje esta vez.

Cuando volvemos de Baphoun, Guille se encuentra mejor y podemos continuar. Pasamos por dos templos más pequeños y tranquilos, de trazado estándar, sin florituras, pero muy bien conservados y cautivadores en su sencillez. Cerca, paramos a comprar agua por enésima vez, deshidratados y abrasados como estamos en uno de los días en los que más habré sudado en toda mi vida.  Una familia muy entrañable nos vende las botellas.

Las ruinas de Angkor están absolutamente llenas de familias y sobre todo de niños y niñas que venden cosas variadas, desde collarcitos hasta guías Lonely Planet fotocopiadas más falsas que Judas Macabeo. Todo tiene precios inflados, pero es harto difícil resistirse al encanto de estos niños, que en cuando le oyen a uno hablar en español se lanzan rápidamente a decir que tienen “una”, “dos”, “tres” y así hasta “diez” postales, contando en un perfecto castellano. Luego te dicen “mi nombre es Isabel, ¿cuál es tu nombre señor?” y entonces es difícil no sentir ganas de darles todo el dinero que uno lleva encima. ¿Cómo es posible que hablen tan bien? No tienen ningún acento. Nunca había visto nada ni siquiera remotamente parecido en Asia, y no encuentro explicación para ello, pues el lenguaje khmer suena extraterrestre para mí, sin que pueda identificar siquiera un sonido apenas similar al castellano.

Pese a todo, Breo me cuenta que alguien que conoció en algún punto de su viaje por Camboya le dijo que todo el dinero que ganan estos niños con las postales y demás va a las mafias locales, y que los niños y sus familias se quedan muy poco para ellos, si es que se quedan algo. Por tanto, intentamos evitar que nos líen y nos vendan cualquier cosa, pese a que se nos echan encima en la entrada de cada templo.

Atravesamos de nuevo las murallas de Angkor Thom, hacía el Este, cruzando un nuevo río cubierto de nenúfares y otras plantas acuáticas. A lo lejos, unos niños juegan en el agua. En un momento decidimos tomar un desvío y adentrarnos en la jungla por un camino lateral, a ver a dónde lleva.

Una de las cosas buenas que tiene Ankgor es su gran tamaño. Este permite que, pese a la molesta masificación turística de sus ruinas principales, aún sea posible encontrar caminos ocultos, edificios menos conservados y de más difícil acceso, fagocitados por la jungla verde, lugares de paz. A eso aspiramos al adentrarnos por este camino, a recuperar el espíritu aventurero que ha estado ausente durante el resto del día. En un momento dado, las bicis no pueden continuar debido a la tierra del camino, así que seguimos andando. Pero esta vez no hay suerte, no hallamos nada más que una bifurcación que vuelve hacía el río y las murallas de Angkor Thom y una cantidad alarmante de arañas sobre y delante de nosotros que me trago yo por ir en cabeza. Nos volvemos agradeciendo el breve paseo por la jungla de todas formas.

Después pasamos por un templo llamado Ta Keo, en forma de pirámide y muy parecido a Baphoun, con unos escalones que vuelven a poner a prueba nuestra agilidad y unas vistas muy merecedoras de tal esfuerzo.

Vistas Ta Keo

 Y finalmente llegamos a Ta Phrom, uno de los templos más conocidos y más fascinantes de los que hay en Angkor, construido por Jayavarman VII para honrar a su madre, y última parada de nuestra ruta. Ta Phrom es conocido como “el templo de la jungla” por aquellos que no se esfuerzan en recordar su verdadero nombre, y esto se debe a que ha sido, literalmente, devorado por las raíces de árboles centenarios que han crecido sobre sus muros y a través de ellos. Algunas de las escenas de la primera película de Tomb Raider fueron rodadas aquí, aprovechando su magia natural.

El templo es enorme y muy laberíntico, de una sola planta, y está semi-derruido. Los conservadores del parque arqueológico decidieron dejarlo prácticamente tal cual fue encontrado con la intención de preservar la sensación de estar descubriendo una civilización antigua en mitad de la jungla profunda y salvaje. Lo consiguieron. Las raíces desparramándose por el exterior y el interior de los muros centenarios, los sonidos de la jungla, las galerías derrumbadas, los recovecos con tallas de dioses budistas arropadas por las raíces gruesas como descomunales anacondas, los árboles gigantes creciendo libres entre los pináculos que representan el Monte Meru, y la tranquilidad y el aislamiento que permite su gran tamaño, hacen de Ta Phrom una experiencia en sí misma, una veta brillante dentro de la joya que ya es Angkor.

Para explorar este lugar, me separo del grupo, y tengo la inmensa suerte de poder andar casi 20 minutos por una zona menos accesible del laberinto sin cruzarme con nadie, traspasando galerías derrumbadas, metiéndome por recovecos diminutos, trepando por macizos bloques caídos de los pináculos, descubriendo estatuas que parecen a punto de cobrar vida para defender el lugar de descanso de los ancestros khmer. Por momentos, casi me parece que las grandes raíces amarillentas de los espectaculares árboles Banyan también se mueven muy lentamente, tragándose poco a poco Ta Phrom como si de los tentáculos de un colosal Kraken surgido del mismo centro de la tierra se trataran.

Es difícil describir la sensación de andar por este lugar único, así que os dejo un vídeo para que, quien quiera, se intente hacer una idea más cercana.
Raíces en Ta Phrom
Atardecer en las ruinas
Árbol Banyan comiéndose una sección del templo

Me entretengo mucho, y cuando salgo de Ta Phrom mis compañeros llevan 20 minutos esperándome. El sol cae veloz hacía el horizonte, estamos absolutamente vacíos de energías, y aún nos queda un largo paseo hasta Siem Reap. Es momento de abandonar Ankgor.

La vuelta se hace muy dolorosa. En un momento dado (aún hay controversias acerca de en cuál exactamente), tomamos una desviación equivocada. Tras más de media hora, nos encontramos en una carretera interminable llena de tráfico caótico y veloz, y sumergidos en una noche oscura y calurosa. Tardamos como una hora en llegar a la ciudad, preguntando a aquellos pocos transeúntes que vemos a píe y descubriendo que hemos dado una vuelta tremenda en el peor momento, de noche, sin luces en las bicis, ni agua, ni nada para comer. Cuando llegamos a la ciudad buscamos un restaurante barato (cerdo con arroz un dólar y medio) y comemos como si no hubiera mañana (no habíamos probado bocado desde el desayuno-comida en Angkor Wat). Me resulta difícil recordar un momento de mi vida en el que haya estado más cansado, sediento y hambriento que tras aquella veloz carrera de una hora que ha rematado un día absolutamente extenuante. Hemos montado en bici recorriendo la abrasadora ciudad de Angkor durante 13 horas.


Esta vez no hay cerveza, ni charla de buenas noches, desfilo como un zombie hacía el dormitorio y me deslizo dentro de la mosquitera, sobre mi ruidoso colchón plastificado, donde desfallezco. No sin antes poner la alarma a las cuatro y media, hora a la que hemos decidido levantarnos para ir a los templos a ver la salida del sol.

lunes, 20 de mayo de 2013

Sobre la belleza y la barbarie


Una molestia me despierta por la mañana, muy temprano. Según mi cuerpo recupera sus capacidades sensoriales, la tímida molestia se transforma lentamente en un dolor agudo imposible de pasar por alto para seguir durmiendo. La irritación, o lo que sea que tengo en los costados, ha aumentado considerablemente, tengo la piel seca y cuarteada y empiezo a estar seriamente preocupado de haber pillado algo chungo.

Para compensarlo, decido darme un lujo y me pido el desayuno inglés del hostal que incluye huevos fritos y salchichas (esas salchichas asiáticas deshechas y vacías por dentro).

Después voy a una agencia de viajes junto al río y compro mis billetes a Siem Reap, segunda ciudad más grande de Camboya, al Norte, y antesala de Angkor Wat, para el día siguiente. Según el tipo que me vende los billetes, es imposible ir en barco remontando el Tonle Sap, como había pensado, pues al encontrarnos en la estación seca el caudal del río es demasiado escaso.

Después de pagar los billetes, como era de esperar, la gente de la agencia empieza a acosarme para que contrate más actividades con ellos. Es entonces cuando uno de los momentos más surrealistas del viaje ocurre. Uno de los dicharacheros empleados me ofrece llevarme a los campos de exterminio de los Jémeres Rojos, a una hora de Phnom Penh, en su tuk tuk. Le digo que quizá me interese, e indago por el precio. Es entonces cuando el hombre me ofrece llevarme después a un campo de tiro que hay en el camino de vuelta. Me ofrece disparar Kalashnikovs, ametralladoras M60 e incluso un bazooka. Los precios son algo desorbitados (por el bazooka 200 dólares), y, si se paga aún más, se ofrece la opción de disparar contra animales vivos, pudiendo elegir entre pollos, cerdos, o incluso una vaca. Lo más chocante, en cualquier caso, es que al personaje no se la caiga la cara de vergüenza al ofrecer un tour que incluye una parada en unos campos de exterminio y después en un campo de tiro…


Sorprendido por el desapego mostrado por este joven camboyano hacía su reciente historia pasada, salgo de la agencia y me encaminó al sur, hacia el palacio real.

Por el camino, atravieso una calle solitaria y me cruzo con un motorista que circula tranquilamente, le saludo con la mirada e inclinando la cabeza como hago con casi toda la gente que me cruzo y entonces él ve su oportunidad. Se para y me acorrala, tratando de llevarme a los campos de exterminio a toda costa. Le regateo el precio de 15 dólares a 10, solo por probar. No pensaba ir, pues creía que ya había tenido suficiente sobre las Jémeres Rojos después de Tuol Sleng, pero el tío insiste y 10 dólares no está tan mal. Ya me han vuelto a liar…

Introducirse en lo más profundo del tráfico camboyano agarrado malamente en la parte trasera de una moto vieja y diminuta es una de las experiencias más sucias que he tenido en mi vida. Se hace difícil no inhalar de lleno alguna de las cientos de bocanadas de humo negro que los tubos de escape te exhalan en la cara por doquier. Al no estar muchas de las calles y carreteras asfaltadas, el polvo también es una molestia a considerar. Entiendo ahora por qué tantos de los conductores de estas motillos se cubren con mascarillas de diversos colores.

Aun así, el paseo resulta agradable. Antes de salir de la ciudad, pasamos frente al monumento a la Liberación, con esas figuras de cara cuadrada tan características de inspiración estalinista. Fue erigido tras la entrada de los vietnamitas en Phnom Penh que acabó con el control de los Jeméres Rojos sobre Camboya en 1979 (acabó con el control, ojo, que no con el partido, que siguió luchando en las selvas del norte del país como una organización revolucionaria hasta la muerte de Pol Pot - de viejo - en 1997).

Monumento a la Liberación

Después salimos al campo, a la masiva Camboya rural que abarca absolutamente todo el país a excepción de las dos o tres ciudades grandes. Es un paisaje muy plano y muy vasto, puede verse a kilómetros de distancia porque el día es muy claro, y el impacto que causa al aparecer por primera vez tras los últimos edificios de Phnom Penh es cautivador.

El motorista, cuyo nombre por desgracia no recuerdo (los nombres camboyanos son asonantes y muy difíciles de guardar en la memoria), intenta hablarme bastantes veces durante el camino, si bien tiene un nivel de inglés que no supera las barreras sónicas de su casco y de los coches de alrededor.

Aparecemos en los campos de exterminio de Choeung Ek tras poco menos de una hora. Me han dicho que la audio-guía proporcionada con el precio de la entrada (5 dólares) es de muy buena calidad e incluye una gran cantidad de información, así que me propongo intentar formarme una opinión más documentada sobre los terribles sucesos del periodo 74-79 y llegar quizá a dilucidar la respuesta a una sencilla y al mismo tiempo muy compleja pregunta que me ronda la mente: ¿Por qué?

No quiero hablar mucho más sobre los Jémeres Rojos, pues ya me extendí demasiado con el tema en mi anterior entrada. Baste decir que Choeung Ek es un lugar muy triste, donde lo que más me impresionó, a parte evidentemente de las fosas comunes excavadas por todas partes (en las que aún pueden verse huesos humanos sobresaliendo de la tierra), fue las armas usadas para las ejecuciones. Azadas, hachas, cuchillos sin filo, guadañas y otras herramientas propias de la agricultura se transformaron allí en portadores de muerte. La deficiencia de estas armas provocaba que muchas de las víctimas que caían a las fosas estuvieran aún vivas después de los golpes o cortes. Esto se solucionaba rociando los cuerpos con productos químicos corrosivos que además acaban con el olor a podredumbre.

El llamado árbol del exterminio también se apoderará, por desgracia, de un hueco en mi memoria: un lugar consagrado a la infamia humana donde los hijos bebés de los ejecutados eran cogidos por los pies y golpeados hasta la muerte contra la rígida corteza del árbol. Recordemos que una de las máximas de la política de exterminio de Pol Pot indicaba específicamente la necesidad de eliminar a los niños para que estos no pudieran vengarse cuando fueran mayores.

El santuario central, con más de 5.000 calaveras humanas dispuestas en varios niveles de una stupa, tampoco se queda atrás a la hora de encoger el estómago del visitante.

En efecto, la audio-guía es de una calidad remarcable, incluyendo testimonios tanto de víctimas como de verdugos, pistas de audio con sonidos de la época (una concreta bastante impactante con las canciones revolucionarias que los verdugos ponían a todo volumen durante la noche, mientras las ejecuciones eran llevadas a cabo, para cubrir los horribles gritos de los asesinados) e historias individuales muy bien narradas en una multitud de idiomas, incluido el español.

La tranquilidad y el silencio que se respiran hoy contrastan con la historia de barbarie que el lugar acarrea irremediablemente a sus espaldas. Esta trata de escapar de su olvido adoptando la forma de girones de ropa y huesos humanos que surgen horriblemente de la tierra y las raíces a cada paso, produciendo gran desasosiego en el caminante tranquilo.

 En Choeung Ek llegaron a ejecutarse a trescientas personas diarias. Hasta el momento, 8.895 cuerpos han sido descubiertos y recuperados de las garras de la tierra sin nombre de las fosas comunes, pero, como se ve a primera vista, muchos más yacen aún, deshaciéndose olvidados en este lugar, que fue el mismísimo infierno en la tierra.

http://www.youtube.com/watch?v=lrSHZNuBWW4&feature=youtu.be
Para ver fotos de los campos de exterminio, remito al lector de nuevo a mi álbum sobre el genocidio, donde puede verse retratado el horror: https://www.facebook.com/media/set/?set=a.455858281157029.1073741828.100001985835728&type=3

El por qué Pol Pot pensó que debía matar a un 25% de sus compatriotas para mantenerse en el poder (las masacres se produjeron una vez que ya estaba en el gobierno, así que no fueron un medio para llegar a él) es algo que quizá algún psicólogo que estudie su mente enferma pueda decirnos. Pero él es solo una persona, un caso aislado y anómalo, un error estadístico, sin embargo, ¿Cómo es posible que los camboyanos, los ejecutores, las cientos de personas que ayudaron a asesinar a miles de compatriotas, hicieran todo aquello? Esta gente amable, bondadosa, hace 40 años mató a sus propios compatriotas, a vecinos y a amigos, y a los hijos de sus compatriotas, vecinos y amigos.

Es una cuestión muy difícil de abordar, y por supuesto, no me atrevo a sonsacar directamente sobre el tema a ningún camboyano. Lo hago si acaso de forma tímida, y obteniendo muy poca respuesta, pues ellos también evitan hablar sobre esto. La única explicación posible, como siempre ocurre, es un compendio de explicaciones. Una serie de razones y factores entre los que probablemente destaca la extrema pobreza de la población, la desesperación (tras los bombardeos americanos de la guerra de Vietnam, Camboya era un país deshecho), la incultura de la gente, su desconocimiento, su escasa consciencia, y por supuesto un líder carismático. Porque suponemos que el demonio Saloth Sar, Pol Pot, en algún momento de su vida tuvo un gran carisma (es curioso encontrarse siempre con que estos monstruos de la historia en su día fueron capaces de inspirar, emocionar y levantar a una gran cantidad de gente a su favor). Un líder carismático que es capaz de aprovecharse de todas las miserias de esta gente (no tiene por qué ser siempre la pobreza y la incultura el factor principal, véase como Hitler uso la humillación nacional y el miedo al comunismo para propósitos similares), que es capaz de ver en los jirones que quedan de su país la oportunidad de ser alguien poderoso, y por supuesto, que es capaz de crear un enemigo.  Mediante discurso puro y duro, mediante retórica, crear un enemigo; puede ser una clase social, una etnia, una religión (en el caso de Camboya era la clase media, los habitantes de las ciudades, los ricos e intelectuales). Se trata de darle forma, de aislarlo en el discurso, de darle peso, y después, de juntar ambos elementos: ligar este enemigo ficticio con todas las miserias que padece el pueblo, culparle de todas las penurias, y por supuesto, dejar bien clara una cosa: su exterminación es la única forma de poder acabar con todo lo que os aflige, eliminarlo es la única manera que tienes de salvar a tu familia, de dar de comer a tus hijos, por no mencionar que si te niegas a eliminarle, tú pasarás a ser parte del enemigo (el miedo es evidentemente, un factor a tener muy en cuenta también). Así tuvo que ser como ocurrió, así fue como Pol Pot convenció a cientos de campesinos que jamás habían salido de sus pueblos para que entraran en las ciudades, pusieran sacos en las cabezas de familias enteras y los metieran en camiones con destino a las fosas comunes, así es como consiguió que los verdugos de Choeung Ek asesinaran fríamente a una persona tras otra, día tras día.

En cuanto a la crueldad de las muertes, al porqué del uso de hachas azadas y cuchillos en vez de armas de fuego, es una mera eventualidad que se debe a una razón sencilla: El régimen de los Jémeres Rojos también era miserable, al igual que su pueblo, eran más pobres que las ratas, de manera que en este caso, efectivamente, una bala era demasiado cara para desperdiciarla con los ejecutados. En la pobreza el hombre mata con lo que tiene a mano, y no es más cruel que por hacerlo con una pistola o un fúsil, pese a que pueda impresionar más ¿o es que no había genocidios antes de que se inventaran las armas de fuego?

El pobre motorista que me ha traído a Choeung Ek ha tenido que esperarme durante casi dos horas, pues me he tomado mi tiempo escuchando todo el material incluido en la guía auditiva mientras me paseaba sin rumbo entre las fosas, y reflexionaba sobre todo esto. Por supuesto, aunque no puede disimular su impaciencia por volver a la ciudad, no se queja ni lo más mínimo y me sonríe todo el rato.

Me lleva de vuelta a gran velocidad serpenteando entre el humeante tráfico y me deja en la entrada del palacio real. Tras una amable despedida, desaparece con su ruidosa moto y yo me giro hacía los muros amarillos del palacio. Es hora de dejar atrás el lado más oscuro de la historia camboyana para deleitarse con las joyas que, la que también fue una nación próspera y esplendorosa durante siglos, tiene para ofrecer.

El palacio real es un gran recinto ajardinado con multitud de edificios espectaculares en él. La arquitectura khmer contemporánea florece en su máximo esplendor, dando forma a varias de esas inmensas pagodas con tejados acabados en múltiples filos que me recuerdan tanto a las construcciones de los eldars oscuros de Warhammer 40.000. Es especialmente destacable la pagoda de la Plata, dentro de la cual todo lo que hay está moldeado a partir de metales preciosos (está totalmente rodeada de guardias muy mal encarados y no se puede hacer fotos), los diferentes museos con información interesante sobre el antiguo imperio khmer, la sala del trono donde aún se sienta el rey de Camboya durante las recepciones oficiales, y un estanque con una reproducción a escala de Angkor Wat y lleno de descomunales peces gato, algunos de más de un metro de largos (quizá no sean peces gato, no estoy seguro de qué son esos monstruos, pero por si acaso no meto la mano en el agua).

También hay un pabellón colonial francés llamado Napoleon con una arquitectura interesante que destaca entre los edificios khmer (las farolas y las altas verjas que hay por todo el recinto también lucen la impronta del barroco francés en sus vistosos diseños), y algunas estatuas de Buda muy integradas entre la naturaleza exuberante y exótica de los jardines.

Durante mi estancia en el palacio, pido a varios turistas que andan por allí que me tiren unas fotos con los edificios, pero todos sacan fotos lamentables, borrosas o descentradas, y cortando los tejados amarillos de las pagodas, que es precisamente lo bonito. Me pregunto si soy la única persona en el mundo que se esfuerza por sacar una buena foto cuando algún turista random le pide que se la haga.

El Palacio Real

Buda entre naturaleza extraña

Palacete

La pagoda de la plata

El Palacio Real, más cerca

Cuando salgo, me acerco a la gran extensión de agua que se forma en el cruce del Mekong y el Tonle Sap y me relajo un rato observando el pasar tranquilo de los barcos cochambrosos. Me imagino que son barcos piratas modernos, sin bandera ni nada que los identifique como tales, tan solo con contrabandistas asiáticos tatuados fumando opio en la cubierta. Es muy posible que algunos lo sean.

Después sigo hacía el Sur de la ciudad. Planeo dar una vuelta y llegar al mercado central, donde quiero comer insectos, pues unos camboyanos me han dicho que allí venden los mejores y más variados de la ciudad.

Mi soltura entre el tráfico de Phnom Penh va aumentando por momentos. El contorsionismo urbano necesario para cruzar cada una de las polvorientas calles puede resultar algo incómodo, aunque yo me lo tomo como algo divertido y natural. Después de todo, siempre me ha gustado cruzar a la madrileña, es decir, cuándo y por dónde me da la gana.

En el camino atravieso un parque muy agradable y me cruzo con una pareja que descansa con su hijo en un banco. No recuerdo si lo he mencionado ya pero los camboyanos, tanto ellas como ellos, gozan de una belleza increíble, superior a cualquiera que haya visto en ningún otro país, ni siquiera en Nepal. Son tan guapos, que en este caso, siento la necesidad de pararme y retratarles con mi cámara; por supuesto, con su permiso previo, que me dan con una gran sonrisa pese a que debo enseñarles la cámara para que entiendan lo que les digo.

Familia Camboyana

Nunca llego a tomar las guarrerías con las que pensaba regalarme en el mercado central (he escuchado que también venden tripas de cerdo en forma de snack), pues cuando llego después de una larguísima caminata el gran edificio de cúpula colonial art decó está totalmente cerrado, pese a que tan solo son las cinco y media.

Acabo yendo al mercado cercano al hostel King, y tras comprar unos dukus (fruta típica del sureste asiático parecida a una mandarina pero más pequeña y con gajos blanquecinos y muy ácidos) y una barra de pan me subo a la azotea a darme el festín. El pan en Camboya es sorprendentemente bueno y parecido al que se hornea en el mundo occidental. Fue introducido por los franceses, sibaritas del pan, y es algo que se aprecia al venir de Malasia, un país donde es imposible encontrarlo.

Observo la luna roja sobre el río Mekong y pienso que este sería uno de esos momentos perfectos del viaje si no fuera por la abrasión que aún siento en los laterales de mi cuerpo. Maldigo al hostal King y me bajo a dar una vuelta.

Esta noche me sorprende la llamada de Breo, el chico español que conocí en mi primer día en Phnom Penh. Me llama desde el Skype que ha pedido que le dejen usar en un restaurante en el que están cenando, pues Breo y Guille viajan sin móvil. Me dice que me acerque y eso hago. Me tomo unas pintas a 75 céntimos de dólar con ellos para acompañar una conversación muy agradable.

A la vuelta al hostal, me encuentro exhausto y sediento. La recepción está cerrada, pero yo sé que hay una nevera con botellas frescas de preciada agua que veo como la única opción de aliviar mi sed y pegar ojo esta noche. Procurando que no me vea el vigilante de la entrada, que dormita en su tuk tuk, me deslizo silenciosamente en la oscura habitación. Dentro, el dueño y dos amigos están sentados y presumiblemente dormidos frente a un televisor encendido que parpadea mostrando la infame programación camboyana (compuesta básicamente de culebrones khmer con personajes de gesto forzado y voces muy agudas). Avanzo muy despacio hacía la nevera, tratando de nos despertarles. La escena me recuerda a cualquier secuencia de infiltración en un campamento del Vietcong durante la guerra de Vietnam vistas en tantas películas y videojuegos. Me imagino que en vez del mando de la tele, lo que el dueño del hotel tiene en la mano es un Kalashnikov cargado. Todo va bien, el agua se haya en mis manos. Pero algo falla. Al cerrarse, la puerta de la nevera hace un ruido, muy suave, pero suficiente para que el dueño y sus amigos se vuelvan alarmados hacía mí con un movimiento rápido. Intento explicarles como puedo que pensaba pagar el agua mañana, que no sabía que no se podía entrar en la recepción por la noche, etc, pero están muy cabreados y me echan de malas formas, por suerte, sin usar ningún tipo de arma.

Y así termina mi periplo en Phnom Penh, con otra noche infame en mi habitación del hostal King´s. A la mañana siguiente me levanto muy pronto para viajar al norte, a Siem Reap y los reinos olvidados de Angkor.

El viaje lo realizo en una furgonetilla, sentado entre el conductor y un chino viejo que huele a cigarro puro. Resulta incómodo y muy largo, de unas siete horas. En el asiento de atrás hay un camboyano cuya verborrea incomprensible no cesa durante gran parte del viaje. Ese idioma khmer, agudísimo, que hace sonar a los hombres como mujeres y a las mujeres como niñas. No sé qué historia interminable estará contando, pero no admite réplica y parece estar hablando solo. El chino que se sienta junto a mí también parece molesto por momentos.

Pese a que voy cabeceando todo el viaje (el dolor de cuello me durará un día entero), trato de observar el paisaje en la medida de lo posible. Definitivamente, Camboya es uno de los países más planos, si no el que más, en el que he estado: no veo ni una sola colina grande o montaña en todo el trayecto. Quizá influya el hecho de que se trate del país más bombardeado de la historia, con más de dos millones y medio de toneladas de bombas americanas caídas en su territorio entre 1965 y 1973, muchas de las cuales no explotaron entonces y aún siguen mutilando a los campesinos que excavan la tierra para cultivar sus arrozales.

Fotón hecho desde el coche

Niña en la provincia de Kompong Thom


Nos cruzamos con muchos camiones con colores y motivos pintados muy llamativos, todo un clásico de las carreteras de Asia, uno de ellos ha volcado en mitad de la carretera con toda su carga y hay que esquivarlo.

A las cinco de la tarde, después de haber parado en el pueblo paupérrimo de Kompong Thom, llegamos a Siemp Reap y por fin puedo desentumecer mi cuerpo. Debo buscar un hostal para tratar de descansar lo que queda del día.

La emoción me embarga mientras busco un tuk tuk, estoy a unos pocos kilómetros de uno de los lugares más espectaculares de la tierra, una de las mayores maravillas construidas por el hombre: la grandiosa capital del imperio Khmer, Angkor.

miércoles, 15 de mayo de 2013

Phnom Penh y las dos caras de la moneda camboyana


A la mañana siguiente me levanto casi derretido en aquel hostal infernal. No hay ventanas, y uno de los ventiladores ha muerto durante la noche. Es imposible dormir con esas sábanas amarillentas pegadas al cuerpo, y la madera del somier ha sido partida por algún inquilino anterior demasiado fogoso. Además, me he despertado con un quemazón muy intenso en la piel de ambos costados, tengo la piel roja y me duele de forma intensa. Si excluimos los terribles traumas y la locura del personaje, la situación me recuerda vagamente a la secuencia inicial de Apocalypse Now en la que el capitán Willard se pudre atrapado en una habitación similar.

Phnom Penh no tiene muchos sitios que ver. Es una ciudad muy devastada en la que la suciedad, el descuido y la gente sin rumbo campan por doquier. Puro caos. Me encanta.

Caminar por sus calles produce un efecto extraño, pues se atraviesan y recorren numerosos y amplios bulevares, construidos por los franceses durante los años en los que Camboya pertenecía a la Indochina francesa (junto con Laos y parte de Vietnam). Son avenidas grandes y suntuosas, circundadas por edificios de  gran porte, bajos y señoriales, mansiones y dependencias administrativas en su mayoría. Por momentos aún pueden verse, como una sombra vaga que pasa por el rabillo del ojo, algunos de los motivos por los que la capital de Camboya era conocida como la perla de Asia, o como la París de Asia.

Al mismo tiempo, como le pasa a muchas otras ciudades con importante impronta colonial en su trazado y su arquitectura, abandonadas a su suerte después de ser utilizadas como centro de expolio de una nación y como vivienda de expoliadores, Phnom Penh ha tenido problemas infinitamente más serios que el deterioro de su legado colonial. Las mansiones y los imponentes edificios institucionales han sido progresivamente abandonados, nadie ha financiado su restauración, y los que pueden considerarse afortunados, cuentan aún con un tejado que se sostiene sobre cuatro pilares y un guardia que se desentiende a la mínima en su puerta principal. Las calles están sucias, el césped y los árboles de los bulevares crece sin control, las raíces levantan la acera y generan agujeros y promontorios que los indigentes usan como viviendas. La sensación que esto crea es la de caminar por un paseo de Serrano o de la Castellana, por poner ejemplos conocidos por todos, en un tiempo futuro y distópico. Un pequeño palacete con jardines y fuentes secas (este aún habitado), con un hombre en calzoncillos y un perro sucio y abandonado durmiendo en el suelo junto a su entrada principal, aparece para corroborar mis reflexiones sobre el descuido necesario que padecen muchos legados coloniales de gran valor estético y turístico mientras camino hacia el norte de la ciudad, en dirección al templo de Wat Phnom.

El calor es inhumano pues, debido a los excesos nocturnos, he perdido las horas frías (templadas) de la mañana. Buscando sombra y algo de agua, me introduzco en una especie de patio cubierto en el que hay un grupo grande de gente envuelto en alguna clase de actividad.
Están viendo un espectáculo bastante típico en el sureste asiático, muy común en Malasia también. El vóley futbol (no sé su nombre real, me lo invento). Se trata de un deporte muy entretenido realizado por chavales jóvenes que se pasan la pelota por encima de una red de vóley ball usando solo las partes del cuerpo permitidas en el futbol, cabeza, pecho y piernas. La verdad es que resulta realmente espectacular el control que tienen sobre el balón. Me quedo mirando un rato largo y observo algunas jugadas que cuesta creer, teniendo en cuenta que estos países no destacan por su buen fútbol (real) a nivel internacional ni por asomo, pese a tener a estos chavales tan cracks en muchas de sus calles. Me imagino que hace demasiado calor para jugar un partido con porterías y correr la banda, además, el fumar como carreteros tabaco de malísima calidad es una actividad extendida entre los jóvenes asiáticos.

Después del refresco, llego al templo, situado en lo alto de una colina con un parque animado y muy verde. En Khmer, idioma hablado en camboya desde la época de Angkor, Wat Phnom significa templo ciudad, muy gráfico el nombre. Las escaleras de acceso me resultan muy llamativas porque me encuentro por primera vez con las nagas, que veré en todos y cada uno de los templos que visite durante mi estancia en Camboya (Y de verdad, son muchos, muchos. Pero tranquilidad, no los pienso contar todos). Las nagas son unas serpientes de siete cabezas provenientes de la mitología hindú que, según cuenta la leyenda, dieron origen al pueblo Khmer. Sus estatuas se colocan sobre cualquier superficie alargada que aparezca en un templo o palacio construido durante, o inspirado en el antiguo imperio Khmer (del cual hablaré más adelante, cuando lleguemos a Angkor Wat).

Nagas


El interior del templo es bonito. Es budista, como todos los templos camboyanos posteriores al año mil, fecha aproximada en la que el imperio Khmer comenzó a abandonar paulatinamente el hinduismo. El techo y las paredes están completamente pintados con imágenes de la vida del Buda. Salvando las inmensas diferencias, me recuerda a la Capilla Sixtina de Roma.

Interior de Wat Phnom

Cuando acabo de pasearme por debajo de los paneles pintados y por las zonas verdes del parque, vuelvo al asfalto ardiente de Phnom Penh. Esta vez me dirijo hacía el sur, a lo largo del gran paseo del Tonle Sap. Mi destino es el museo nacional, pero el precio de cinco dólares me echa para atrás en la entrada. Allí hay una persona afectada por la explosión de una mina antipersonal, sin una pierna, pidiendo dinero, esto es muy común en Camboya. En lugar de entrar como las personas normales, me desvío y rodeo el imponente edificio de estilo Khmer, similar a las pagodas descritas anteriormente. Por la parte de atrás, es posible encaramarse en los alfeizares de las ventanas abiertas y ver muchas de las salas del museo de forma ilícita. Así, observo muchas estatuas y piezas traídas de Angkor, la antigua capital del imperio Khmer (o Angkoriano). Como voy a ir allí en un par de días, no me preocupa haber dejado pasar este museo.

Museo Nacional de arquitectura Khmer

La siguiente parada es el palacio real, pero está cerrado y rodeado de guardias, al parecer el rey está asistiendo a una recepción de alguien importante. Es entonces, en ese momento de debilidad en el que tus planes se ven ligeramente trastocados, cuando te encuentras mirando el mapa algo desorientado en busca de un próximo destino para seguir visitando la ciudad, es entonces cuando el tuk tuk ataca. Se abalanza sobre su presa con saña, pero también con ingenio, sin parecer desesperado, y ofreciendo un recorrido por 10 dólares que, a todas luces, es una auténtica ganga además de único y original, no ofrecido por ningún otro tuk tuk de la ciudad. El hombre me cae bien, así que le digo que si hace una parada extra en un templo que está de camino al museo del genocidio camboyano (situado algo lejos, en la antigua prisión de Toul Sleng) y en el monumento nacional, le doy cinco dólares. Era un camino perfectamente factible a pie, ya me ha liado, pienso mientras me subo en el remolque del tuk tuk. Te ofrecen un precio desorbitado primero para que luego, cuando les regateas hasta un precio normal y ellos aceptan, te quedes contento pensando que es una ganga. Que listos son…

El templo no vale gran cosa, salvo por una terraza elevada sobre el río, en la que hay una silla solitaria para sentarse a contemplar. El monumento nacional por la independencia de Camboya (lograda de los franceses en el año 53) es una reproducción de una torre o pináculo angkoriano con multitud de nagas que rematan cada una de sus esquinas, tiene poco más que una foto.

Monumento nacional a la Independencia

La antigua prisión de Tuol Sleng, ahora transformada en el museo del genocidio camboyano, es otra cosa bien distinta. Aquí hay mucho más que lo que se puede retratar con simples fotos.

El edificio, anteriormente una escuela primaria, ha conseguido desprenderse en cierta medida de su aura siniestra gracias al jolgorio de los jóvenes camboyanos, que parlotean en la puerta tratando de vender agua y fruta o conseguir tuk tuks a los turistas que entran y salen del museo.

La entrada son dos dólares, está vez habría estado dispuesto a pagar algo más.

Tuol Sleng


El genocidio camboyano es uno de esos episodios terribles de la historia conocidos como `genocidios olvidados´. Es sorprendente la cantidad de gente, no solo en Europa sino también aquí en Asia, que jamás ha oído hablar de lo que pasó en Camboya entre el año 1975 y el 1979.

No quiero extenderme mucho con el tema, pues este no es un blog de historia, pero creo que explicar unas breves nociones sobre el régimen asesino de los Jémeres Rojos es necesario para entender mis impresiones sobre la visita a la prisión.

Saloth Sar, más conocido como Pol Pot, el nombre falso que adoptó al tomar el poder, (Una treta muy usada también por sus lugartenientes para evitar que sus auténticas identidades salieran a la luz. Como consecuencia, nadie sabía quiénes eran realmente los que estaban masacrando al país), oyó hablar por primera vez del comunismo cuando estudiaba en Francia. Enseguida adoptó las doctrinas y cuando la coyuntura se lo permitió (en parte gracias al caos y la destrucción creados en Camboya tras los MASIVOS bombardeos por parte de los B52 americanos durante la guerra de Vietnam, que tenían como objetivo destruir las rutas de abastecimiento de Vietnam del Norte) ascendió al poder y declaró el año Cero camboyano, año en que empezaba la restructuración comunista extrema del país a cargo del régimen de los Jémeres Rojos. Esta “restructuración” incluía medidas como el completo vaciado de las ciudades, enviándose a sus habitantes al campo a cultivar arroz (la mayoría no sabían cómo hacerlo, además se le explotaba e infra-alimentaba como a esclavos hasta la muerte), la expropiación de absolutamente todos los bienes de todos los camboyanos o el sistemático arresto, tortura y ejecución de familias enteras de `traidores a la patria´. Algunas de las razones de arresto eran: hablar inglés, haber viajado fuera de Camboya, tener una carrera universitaria o usar gafas. Pol Pot quería acabar con la clase media burguesa y los intelectuales, y convertir a la población camboyana en una fuerza de campesinos esclavos comprometidos con la causa comunista. Esto era del todo insostenible, pues un enorme porcentaje de la producción de arroz se vendía a China a cambio de armas para sostener las continuas acciones hostiles contra Vietnam (país que acabó entrando en Camboya en el año 1979 y derrocando al gobierno dictatorial), muriendo como consecuencia miles de camboyanos de hambre.

El régimen de los Jémeres Rojos acabó con un 25% de la población camboyana.

La prisión de Tuol Sleng fue el principal centro de detención y tortura de Phnom Penh. Más de 20.000 camboyanos pasaron por allí, fueron torturados, y posteriormente enviados a los campos de exterminio, donde todos y cada uno fueron ejecutados. Solo 8 personas sobrevivieron a su paso por Tuol Sleng y los campos.

En las celdas (antiguamente aulas) de los pisos superiores del primer bloque, aún pueden verse manchas de sangre vieja y reseca en el suelo, algunas con la forma de pies descalzos.

Pies descalzos

Más adelante, en el siguiente bloque, las fotos de las víctimas ocupan una gran parte del museo. Hay más de mil caras allí, de niños, de mujeres, de hombres, con diferentes expresiones reflejadas en sus rostros: Veo miedo y valentía por igual, veo enfado y veo incomprensión. “¿Por qué nos hacen esto?” es la pregunta que hay en muchos de los ojos que miran al asesino que les fotografía. Aún hoy, con toda la atrocidad al descubierto y los asesinos (aun) siendo juzgados, es una pregunta difícil de responder. En esta parte del museo, unos carteles instan a no reírse ni sonreír en presencia de los rostros de los que fueron asesinados por un sinsentido.

Las caras de los asesinos han sido tachadas con rabia en uno de los últimos paneles del museo.

La visita impresiona notablemente. Es realmente difícil transmitir aquí con palabras lo que se siente al pasear entre las celdas, las fotos de los niños asesinados, de los cadáveres y las calaveras con agujeros de balas y golpes de hachas y azadas que hay a la salida del museo. Por eso recomiendo a los lectores una ojeada al álbum fotográfico sobre mi visita a este museo, para que se vean las cosas tal y como yo las vi, se reflexione, y quizá se aprenda algo leyendo sobre lo que ocurrió en Camboya entre el año 1975 y el 1979. https://www.facebook.com/media/set/?set=a.455858281157029.1073741828.100001985835728&type=3

A la salida del museo, me encuentro en el que es sin duda el peor momento del viaje a Camboya: Se me ha acabado el dinero que traía de Malasia, lo cual no es problema a priori porqué pensaba sacar en Phnom Penh en cualquier caso, pero en los cuatro cajeros que encuentro andando por la calle que vuelve del museo del genocidio hasta el centro no me aceptan la tarjeta de crédito. No me da ni para pagar un tuk tuk hasta el hostal, y si no consigo sacar dinero, voy a quedarme tirado sin un duro.

Por si fuera poco, tras la noche en ese hostal de mala muerte, el dolor en la zona de la piel de ambos costados que tengo roja y rugosa ha aumentado y literalmente, es como si me estuvieran quemando. No sé si son chinches camboyanos, hongos, o algo peor…

Estoy jodido, pero esto no me impide seguir. El museo del genocidio está muy lejos de mi hostal. Camino largo rato por una calle ajetreada, donde el caos camboyano se encuentra en apogeo máximo. Mi despliegue de gestos negativos hacía todo lo que se me ofrece se pone al mismo nivel, los tengo de todos tipos, incluso juntando las manos, casi rogando no subirme a ese tuk tuk que se detiene delante de mí, casi atropellándome. Sigo preguntando por cajeros automáticos en busca de uno que acepte mi tarjeta, a la vez que empiezo a pensar en mi vida como mendigo en Phnom Penh, atrapado allí sin nada ni nadie.

Por fin, la búsqueda da sus frutos y encuentro un cajero en el interior de un supermercado en el que me deja sacar algo de dinero. La comisión deja cicatriz, pero al menos lleno mi bolsillo con dólares frescos que me dan para comprar una botella de agua y un chocolate. Son las 5 y no he comido nada desde el desayuno, así que podría decirse que ese azúcar y esa agua me salvan un poco la vida. Gracias a ellos, sigo caminando hasta el estadio nacional, que está lleno de camboyanos muy festivos, algunos haciendo deporte y otros bailando desatadamente en las gradas al ritmo del khmer pop (música tradicional camboyana adereza con infamia de ritmos electrónicos muy machacones).

Es momento de parar, mi cuerpo ya se haya en la reserva: el calor y la caña que me estoy metiendo este día amenazan con fulminarme allí mismo. Pasando por un barrio muy concurrido y popular, bastante lejos aún de mi hostal y por tanto de la zona frecuentada por occidentales, paso por un área verdaderamente atestada, con un mercado y un bar en la calle, en el que están sirviendo una jarra de cerveza bien fría a los dos únicos clientes, dos camboyanos viejos que fuman tranquilamente. En un principio paso de largo, pero luego pienso en lo ridículamente barata que puede llegar a ser esa jarra de un litro y reculo hasta la camarera para preguntar: 1 dólar y medio.

Un minuto después me encuentro cómodamente sentado a la mesa de plástico, frente a la brillante jarra de cerveza marca Angkor. Sentados en frente, están los dos camboyanos de edad avanzada, bebiendo y fumando despacio, en completo silencio. Hay poca gente mayor en Phnom Penh, y los que hay, suelen tener un cierto velo de tristeza en la mirada, un reflejo de algo perdido.

http://www.youtube.com/watch?v=YU2Df7pZp6U&feature=youtu.be (El momento de la parada a repostar quedó registrado en vídeo, podéis ver más o menos, como es la vida en un barrio popular de Phnom Penh)

Disfruto mucho de aquella cerveza, mirando el flujo constante de gente que pasa. Al cabo de un rato, un camboyano de edad mediana se me sienta al lado espontáneamente y me ofrece comida. Me da pollo frito, aunque tiene tan poca carne que comerlo se reduce prácticamente a chupar huesos (de hecho, quién sabe si en realidad es pollo). También me ofrece unas verduras duras y agrias que saca de una bolsa. Yo le doy un vaso de cerveza a cambio, brindamos, y muy animado enseguida le pide otra jarra a la camarera.

El hombre no habla ni una palabra de inglés, ni hola, ni gracias, solo sabe decir “cambodia good” a la vez que ofrece la copa para brindar. Yo no conozco ni una palabra en idioma khmer, así que la comunicación se reduce a un intercambio de sonrisas y gestos amables mientras me sigue ofreciendo comida y seguimos brindando a cada trago. Las jarras se acaban y después pedimos cerveza negra, como él sugiere con gestos. Mientras tanto, más gente se une a la mesa, un joven, y finalmente, los dos señores mayores de la mesa de al lado, que me preguntan con un inglés muy muy precario sobre fútbol. En un momento, me ofrecen unos cigarros muy gruesos sin filtro que el primer camboyano que se ha sentado conmigo saca de una pitillera. El tabaco es de los que queman gargantas, y me marea un poco por la fuerza que tiene, así que le devuelvo el cigarrillo tosiendo, pues él los fuma como si fueran suaves mentolados. Todos se ríen y empiezan a hablarme en khmer, dios sabe que me estarán diciendo. Yo les contesto en inglés, pero el resultado es el mismo que si estuviera usando un dialecto nómada perdido de la región más remota de la Mongolia suroriental.

La situación es muy divertida, y siento que estoy alcanzando un contacto con la gente de Camboya que pocos viajeros consiguen.

Cuando estoy empezando a ver doble a mis interlocutores, decido que es momento de la despedida. Me levanto con dificultad y pago todas las cervezas de la mesa, lo cual les sorprende y alegra mucho. Estrecho la mano a cada uno de ellos y les deseo suerte en la vida.

Después continúo caminando, ahora con los velos del alcohol en la mirada, e intento encontrar el hostal. Tras un par de vueltas, identifico el bulevar que he recorrido por la mañana y lo sigo hasta la puerta del King´s Guesthouse (el nombre no deja de parecerme ciertamente sarcástico).

En la recepción, los integrantes del staff del hotel (solo los hombres, claro) están cenando y bebiendo y comiendo con una inquilina francesa. Al pasar me invitan a sentarme, me ofrecen comida y ¡Quieren invitarme a más cerveza! Empiezo a sentirme abrumado por la hospitalidad camboyana, lo cual no me impide coger un par de trozos de pollo del plato. Paso un rato con ellos, escuchando sus conversaciones con la francesa, que es una de esas personas extrañas extrañas que se encuentran en estos viajes.

Tras un rato sentado, uno de los trabajadores de la recepción, que ha tomado demasiados tragos, se pone idiota conmigo. Empieza a echarme en cara que les regateara el precio de la habitación cuando llegué. Me dice que si soy europeo y tengo dinero por qué tengo que regatearle, que debo pagarle lo que él me diga. Esto me molesta bastante, y no es la primera vez que me pasa en un país así. Considero esta actitud la otra cara de la moneda, opuesta a la extrema amabilidad que el 90% de los camboyanos muestran con gran sinceridad y sin reservas. Se trata tan solo del 10% de gente desagradable que se encuentra en todas partes y nunca debe cometerse el error de caer en generalizaciones tras toparse con alguno de ellos.

Suele tratarse de gente que piensa que simplemente por el hecho de ser blanco uno está absolutamente podrido de dinero y tiene que dárselo a ellos a cambio de una habitación de mierda porque sí, porque ellos, que son pobres, lo están pidiendo. Intento explicarle que las cosas no funcionan así, que cómo sabe cuánto dinero tengo o dejo de tener yo, y que si estoy en su mierda de hotel es precisamente porque mi presupuesto para el viaje no es precisamente holgado. A parte, ellos no son pobres ni mucho menos, de hecho, los dueños de hostales pueden considerarse unos absolutos privilegiados en Phnom Penh, una ciudad que vive del turista (Y es precisamente esto lo que les hace ser así. Es el tener lo que les hace querer más y más. Nunca he visto esta actitud en ninguno de los pobres de verdad, y esto me ha demostrado inequívocamente lo que por otro lado ya sabía, que el dinero corrompe). Si diera mi dinero indiscriminadamente a alguien, sería a alguna de las personas que viven en la calle, a tan solo unos pocos metros del hostal. 

El tío no entra en razón, pese a que incluso los demás integrantes de la mesa le hacen gestos para que relaje el tono. Yo pago mi cerveza y lo que les debo por lo que comido y me siento en otra mesa bastante cabreado.

Una pregunta ronda mi cabeza a raíz de la situación: ¿Es el derroche de amabilidad aparentemente innata y natural que muestran los camboyanos tan solo una estratagema desarrollada ante la perspectiva de echar mano a los dólares del turista? ¿Cambian la sonrisa por el carácter agriado del que ha sufrido demasiado una vez han obtenido el beneficio? Lo medito intensamente y pongo sobre la mesa los diferentes casos experimentados hasta el momento. Entonces me doy cuenta de que pensar así sería caer precisamente en las generalizaciones tan facilonas que se deben evitar en estos casos. Durante mi busqueda del cajero automático y también durante los ratos en los que me perdí el día anterior, muchos camboyanos me han ayudado de forma totalmente desinteresada. Además, de tener estas preguntas que me hago una respuesta positiva, ¿cuál sería entonces el motivo por el que tanta gente queda enamorada de la gente en estos países, y cuál sería el beneficio de viajar hasta ellos?

En el transcurso de las últimas 2 horas, he experimentado las dos caras de la moneda camboyana. 

Con estos pensamientos rondando mi mente, me quedo abstraído en los sillones del hostal, descansando las piernas. Durante ese rato conozco a Jimmy, un americano de Indiana bastante cojonudo que trabaja como profesor en Tailandia y está en Camboya renovándose la visa. Resulta que al tío también le gusta escribir y conoce un par de páginas web donde se pueden publicar artículos de forma gratuita. Como congeniamos bastante bien, le invito a una cerveza en el Sharky Bar y seguimos conversando de todo un poco hasta las 2 de la madrugada. Hora a la que volvemos arrastrando los pies a nuestras habitaciones del King´s Guesthouse qué, como buenos backpacker roñosos, hemos regateado hasta la muerte.