domingo, 24 de marzo de 2013

La vida en Segambut


Entre viaje y viaje, la vida en Segambut es una vida eminentemente tranquila. Las cosas siguen su ritmo pausado e inalterable, dejando las emociones fuertes pasar de largo.

El lunes es Pasar Malam (mercado nocturno), y el miércoles el profesor malayo de batería está en el centro de música. El rotti vale un ringgit en la cafetería Mamaks, que cierra solo de dos a dos y media de la tarde debido a los rezos; por lo demás abre 24 horas al día, al igual que el ciber-café donde diariamente se arremolina la juventud china del barrio hasta bien entrada la madrugada. El empleado servicial y entusiasta del Seven Eleven solo está por las tardes, la chica de la mañana es más tímida, aunque igual de amable. Los niños hacen kárate en el exterior del gimnasio de ocho a diez, y durante esas horas sus kiais (exclamaciones frecuentemente usadas en las artes marciales para imprimir énfasis a un golpe concreto) se escuchan desde las calles aledañas. El loro del restaurante chino de la esquina muerde con saña cuando alguien intenta tocarle y Steven sigue sirviendo cerveza en su bar hasta que acaba la partida de Mahjong,  aunque haya cerrado oficialmente horas antes. A partir de la una de la mañana, como un reloj, las manadas de entre siete y diez perros callejeros salen a la caza de ratas y husmean bajo los coches mientras avanzan sistemáticamente y a buen ritmo por las calles desiertas.

Los indios, más sonrientes, más habladores; los chinos, más serios, más cerrados y más avaros, pero al mismo tiempo más dispuestos a pagar rondas de cerveza si, y solo si, se les cae bien.

Así viene siendo desde mucho antes de que llegáramos, y así seguirá siendo cuando nos vayamos. Estando en un lugar ajeno al ruidoso tráfico y ajetreo de la capital, las torres Petronas y la KL Menara, encendidas como antorchas en la oscuridad de la noche, parecen pertenecer a un mundo diferente y lejano cuando se observan desde la azotea de nuestro edificio.

Esta vida calma resulta alterada solo en ocasiones de suficiente renombrada importancia, como el festival hindú Thaipusam, de tres días de duración, durante los cuales miles de personas atravesaron Kuala Lumpur caminando hasta las cuevas Batu (el lugar de fuera de la India con la celebración del Thaipusam más significativa y con más afluencia de gente) para dedicar la Kavadi al dios de la guerra hindú Murugan. Las Kavadis son interesantes de ver porque suelen implicar un cierto grado de autolesión y la posibilidad de entrada en un estado momentáneo de trance. Muchos de los fieles se atraviesan el cuerpo, la cara y la lengua con varas de diferente grosor (algunas muy anchas) y ejecutan danzas espasmódicas hasta desplomarse finalmente con los ojos en blanco, profiriendo gritos guturales y agitándose frenéticamente, cuando llega el trance. Para dar una idea de la aglomeración y el ambiente, baste decir que el último día del Thaipusam tardé 45 minutos en salir de la cueva principal de las Batu caves y bajar las escaleras, un recorrido que normalmente se hace en cinco minutos, tal era la afluencia de gente (se calcularon más de 20 mil), entre los cuales muchos se hallaban en mitad de la Kavadi.  

Kavadi

En cuanto al año nuevo chino, también fue una hito sonado capaz de trastocar la quietud de Segambut, barrio habitado por gentes taoístas y budistas en gran medida (esto queda suficientemente evidenciado por la cantidad de altarcillos con diminutas efigies y ofrendas que hay en la calle, en el parque, en los restaurantes y en las casa). Si nunca han visto un barrio entero estallar y convertirse en un colorido océano de fuegos artificiales de todos los tipos posibles, se lo recomiendo, es una experiencia estimulante. Inventores de la pirotecnia y grandes aficionados a ella, los chinos no dieron tregua alguna al silencio durante más de dos horas, cuando la noche cayó sobre Segambut. Desde la azotea del edificio, tuvimos la sensación de estar observando un gran campo de batalla de fuego multicolor desde un puesto de mando elevado, hasta el punto que en un momento tuvimos que agacharnos, pues los vecinos del callejón contiguo tiraron su traca y esta explotó a nuestra altura, refulgiendo y tronando a escasos metros de nosotros. Mientras los fuegos iluminaban la noche, docenas de linternas volantes se elevaban entre los edificios, portando los deseos del vecindario hasta el más allá. Así fue el cumpleaños del Emperador de Jade, último día del año nuevo chino, dos semanas después de nuestro viaje a Penang:

Aniversario del emperador de Jade

Después de cada uno de estos sonados eventos, todo volvió a ser como antes. Las ratas volvieron a rondar entre las mesas del Mamaks, mi capacidad pulmonar siguió aumentando cada vez que me veía obligado a entrar a los baños de alguno de los restaurantes del barrio (el riesgo de desmayo es alto si se llega a respirar una sola bocanada de aire de dentro). Los taxistas siguieron ignorando a los occidentales en la calle principal (taxistas, sin duda, lo peor de Malasia, gente ruin y racista, atajo de timadores y vagos, gente mala mala). Los niños de vuelta del colegio siguieron pidiendo permiso con una inclinación de cabeza antes de pasar por nuestro callejón de fumar, a 200 metros del edificio (normas de la casa, el chollo del cigarrete en la azotea se acabó). El empleado del ciber-café que parece un oso panda siguió siendo una persona encantadora solo después de recibir el dinero del cliente de turno y la china del centro de música siguió intentando timarme al devolverme el cambio tras cada una de las sesiones de batería.

La vida en el edificio también sigue su curso impasible, indiferente al flujo constante de voluntarios que van y vienen. Altas y bajas que se dan cada semana, gente que me cae bien se va (no sin antes una buena despedida bien servida de cervezas en Steven´s), y caras nuevas aparecen desorientadas en la oficina. A cargo del recibimiento y las orientaciones de los nuevos, suelo ser el primer contacto que tienen con la organización, pues debo enseñarles el edificio y el barrio. En el recorrido habitual que hago con ellos, siempre enseño la popular azotea inmediatamente después de los baños y las habitaciones, pues estos siempre acarrean caras de disgusto y expresiones con sonrisa forzada mientras el pensamiento “que hago aquí, me quiero volver a casa de mamá…” ronda la mente.

Los gritos de Shankar, un indio de cientoypico kilos que vive en la habitación de al lado siguen despertándonos muchos días, aunque eso no es nada comparado con verle bailar semi-desnudo al son de la música india frenética que su compañero de habitación, un personaje con pasado turbio en la mirada de nombre Nagen, pone a un volumen brutal con la puerta abierta.

Por otro lado, el saco de boxeo instalado en la sala común me ha permitido analizar las diferentes artes marciales y estilos de combate de la gente del piso, descubriendo que tenemos moay thai, wing chun, boxeo, kung fu, taek wondo y a un experto en Silat (Faisal, un tipo malayo amable y tranquilo que ha sido entrenado por un anciano fabricante de armas y maestro de Silat de su pueblo que le ha enseñado numerosas técnicas mortales. Estas solo se le está permitido usarlas en caso de guerra. El tipo está entrenado en el uso de machete, cuchillos y otras armas más pequeñas que se usan en este arte marcial milenario del sureste asiático, vamos, mejor no meterse mucho con él).

Las ratas siguen rondando el piso y cada cierto tiempo una se cuela en alguna habitación y pasa por encima de algún durmiente, dándonos tema de conversación para el desayuno (el día que una de las grandes pasó por encima de tres voluntarios del dormitorio principal, el asunto fue la comidilla en la oficina durante casi todo el día).

Cuando el comando exterminador, formado por estudiantes adolescentes armados con escobas, vino a limpiar la guarida que tenían en un trastero junto a las duchas, siete de ellas emprendieron una desesperada huida entre las flacas piernas de los chavales. El “comando de la muerte”, en una escena lamentable, solo consiguió detener y eliminar a uno de los pérfidos roedores. Otro de ellos apareció muerto junto a los váteres días después, presumiblemente fulminada por el veneno que nuestro sibilino amigo británico Ben (una especie de psychobilly con muy mala hostia encargado habitualmente de corregir textos de la web y hacer “planes estratégicos” para la ONG – incido mucho en las comillas) había colocado por todo el piso.

Algunas semanas después, otra más de las fugitivas apareció en la habitación que comparten Peter y Hafiz, dos buenos compañeros, así que esta se vacío de muebles a las tres de la mañana y la rata fue expulsada del edificio en el interior de un cubo de basura (Peter no fue capaz de matarla). Esto quiere decir que, según mis cálculos, aún hay cuatro ratas forajidas en el piso, escondidas en los rincones más oscuros, esperando su oportunidad para colarse en alguno de los cuartos y corretear sobre las espaldas de la gente (es lo que hacen, nunca han mordido a nadie, las pobres…).

Descanse en paz...

En cualquier caso, las ratas pasaron a ser un problema menor durante la semana en la que el agua potable estuvo cortada y había que ir a la tienda a diario a comprar botellas. Varias noches me encontré colándome en la oficina yendo de compartimento en compartimento rellenando una botella con los restos de botellas prácticamente vacías que la gente había dejado, muy post-apocalíptico, solo faltaba el contador Geiger.

Otro día no hubo comida, debido al ayuno que hacen los Bahai durante el año nuevo Bahai (¿no iban a ser menos ellos no? También tienen su año nuevo), pero esto acarreó protestas (las mías de las más furibundas, ojo, con la comida no se juega), así que tras aquello se aseguraron de que tuviéramos nuestro pollo con arroz servido durante el resto de las dos semanas de ayuno.

De vez en cuando los eventos celebrados en el edificio contiguo, el del colegio, aportan cierto colorido a este cuadro. Durante la celebración del 57 cumpleaños del Big Teacher tuvimos la ocasión de verle ejecutar danzas indias con los alumnos, lo cual fue una experiencia inolvidable, y con ocasión del fin del ayuno bahai asistimos a una gran celebración en la azotea que incluyó muchas actuaciones, las más destacables, un baile tradicional con espadas de los estudiantes de Myanmar (refugiados que huyen del régimen que allí gobierna, con las miradas más tristes que he visto hasta ahora en Malasia), y una competición de break dance en la que un Nagen frenético estuvo a punto de descuajeringarse en trozos o cuanto menos de dislocarse algo, poseído por un ritmo antinatural (completamente ajeno a la música) cuyo origen nadie comprendió. Entre la gorra y el baile desfasado, Nagen nos transportó durante un momento a lo más profundo de alguna rave mañanera con muchas pastillas de por medio.

Baile de los refugiados de Myanmar
Momento del baile épico de Nagen

Pese a que los taxistas y los horarios de los trenes traten de impedirlo a toda costa, de vez en cuando salimos de Segambut.

Los jueves solemos acercarnos hasta Chinatown para ir al Warehouse, un local mitad bar mitad galería de arte donde suelen juntarse los hipsters y demás tribus modernas de KL. Hay bastantes occidentales e indios, gente de pelas que más de una vez ha mostrado su estupidez despreciando Segambut y poniendo caras de asco cuando les decimos que vivimos y trabajamos allí (Desde entonces yo siempre digo “from Segambut and proud!” cuando alguien me pregunta donde vivo). Como el Warehouse es terriblemente caro, nosotros, zarrapastrosos trabajadores de una ONG, compramos botellas en la tienda india cercana y las bebemos sentados en el escalón de la entrada (no he pagado ni una sola copa dentro, y resalto lo de “pagado”, porque bebérmelas si me las he bebido). De hecho, el único motivo por el que sigo queriendo ir a este sitio es por las jam sessions que se montan, que me dan la oportunidad de tocar con músicos muy decentes a la vez que aprendo de ellos. El último jueves que estuve allí, toqué con una banda de desconocidos una especie de blues al que un gran flautista le dio un toque muy original, fue extremadamente divertido y sonó muy bien, se puede ver en este vídeo aunque el sonido es regulero: http://www.youtube.com/watch?v=kTn_RpB-knQ&feature=youtu.be 

Además, Chinatown es un barrio animado por la noche: hay mercados nocturnos, bares decentes, un restaurante donde pueden comerse serpientes y sapos enormes servidos vivos por unos pocos ringgits (los animales se revuelven expuestos en bulliciosas vitrinas en la calle), y templos cerrados y oscuros que observan la desgracia humana todas las noches, esperando a que sus puertas sean abiertas con la primera luz del sol para que los fieles rediman sus pecados nocturnos.

El Warehouse lo conocimos gracias a Ernst, el artista que pintó los murales callejeros de Georgetown. Como ya conté, gracias al interés que tenía en los trabajos de Alberto, el tío nos invitó a  una de sus exposiciones, donde tuvimos la oportunidad de codearnos con bastantes artistas populares de Kuala Lumpur. Angelo estaba encantado porque el sitio era muy pijo, la gente guapa y de nivel, y los cuadros muy buenos. Yo me lo pasé de lujo porque nos dieron vino y canapés gratis (Había incluso queso. Dos meses sin probar el queso es mucho tiempo, así casi me puse malo de comer). Una vez que me hube saciado, decidí hacerme pasar por un excéntrico artista y darme paseos actuando de manera errática, sosteniendo mi copa con dos dedos y mirando los cuadros con gestos de exquisita desaprobación. Fue difícil destacar en excentricidad dada la gente que había allí, de todas formas, pues hubo algunos que llevaron la extravagancia hasta otro nivel cuando se pusieron a bailar frenéticamente, agitando todo el cuerpo como si les estuviera dando un ataque epiléptico, sin embargo, fue divertido actuar de forma extraña a propósito durante un rato.

Enseguida me hice medio amigo de uno de los camareros del evento y conseguí que me diera más canapés y me llenara las copas hasta arriba, luego me presenté varias veces como el representante de Alberto y le ayudé a entablar conversación con la gente diversa que había en la galería. Fue una noche divertida y el tal Ernst era un tipo bastante majo, aunque no exento de cierta tara. Él nos habló del Warehouse, y desde entonces, motivados al principio por Angelo que estaba encantado por incluirse en estos círculos y luego por mí por el tema de la batería, hemos estado yendo semanalmente.

Con Ernst el lituano

También he empezado a ir a escalar con Alberto. Lo cual supone en ocasiones una odisea, pues los rockodromos no abundan precisamente en las cercanías de Segambut. Aun así, merece la pena, es un deporte doloroso y muy físico, pero al mismo tiempo muy gratificante.

En busca de lugares para escalar (esta vez yo iba más a mirar que a otra cosa), volvimos a las cuevas Batu, y exploramos la parte trasera del macizo que contiene los santuarios, donde Alberto pudo practicar un poco, aunque sin cuerda ni material apropiado. Por allí tuve el placer, o la desgracia, de re-encontrarme con el mono leporino, un viejo amigo de Nepal, esta vez más sosegado y amigable. Como les escribí a mis compañeros de aquel viaje, encontrarse a este desfigurado animal una vez puede ser casualidad, pero encontrárselo dos veces, y en lugares tan separados del globo, tiene que significar algo. Observen la deformidad de ambos ejemplares:

El mono leporino en Nepal
El mono leporino en Malasia

Hablando de monos, y de naturaleza, otra de las salidas destacadas de nuestro querido barrio fue a las cascadas de Kanching, en Selangor, a una hora de Segambut. Allí nos bañamos en tres de los siete saltos que el lugar ofrecía, y disfrutamos de la potencia del golpe de la última gran cascada, relajante y terapéutica (aunque costaba mantenerse de píe bajo el enorme chorro), mientras observábamos a familias de macacos saltando por todas partes. Los monos de Kanching resultaron ser de los más agresivos y canallas que haya visto, incluso distrajeron a Alberto en una maniobra envolvente para robarle la hamburguesa recién servida que llevaba en la mano, con las consiguientes risas de todos.

Cascadas de Kanching

Después de estas salidas, la vuelta al barrio siempre es la misma, en taxi o andando por la espantosa carretera desde la estación de tren, a través del asfixiante atasco y sorteando las piedras que se mueven sobre los desagües que circulan por debajo de la acera. Como siempre digo, en esa calle hay que elegir entre el riesgo de ser atropellado o el de que una de las piedras ceda y caer al desagüe, por donde circulan decenas de ratas y cosas peores. Una vez que llegamos a la calle 8/38, el restaurante chino, la tienda india, el Seven Eleven y el Mamaks, allí sigue todo tal cual lo dejamos.

Mucha gente me pregunta si Segambut es un barrio peligroso, que si no he tenido ningún problema. Yo siempre cuento la misma historia. En una ocasión que tuve que coger un taxi a casa desde el centro de KL a las 3 de la mañana, le dije al taxista que me llevara a la estación de tren en vez de al edificio, pues no me llegaba el dinero para más (de hecho me llevó un tramo gratis porque le di conversación, cosa que no debe ser muy común por estos lares asiáticos). Cuando estaba a punto de dejarme en la estación me dijo que era una locura andar solo a esas horas por Segambut, que era muy probable que me robaran o algo peor. Como no tenía otra opción, pagué todo el dinero que llevaba y me despedí del dicharachero taxista indio. Enfilé el puente que lleva a Taman Sri Sinar, manzana donde vivo, ciertamente envalentonado por las tres o cuatro cervezas que había tomado en Chonkat, la principal zona de salir de Kuala Lumpur (una calle con gran cantidad de garitos con terrazas que imitan las zonas de fiesta mainstream europeas, es decir, copas caras, música mala y gente pija, pero con ese tufillo hortera asiático que al menos consigue darle cierto encanto – No tiene precio ver a chinos e indios celebrando saint Patrick´s day y destrozando el espíritu irlandés a base de servir guinness en vasos pequeños, vestirse de leprechaun y caminar sobre zancos y otras blasfemias del estilo).

Cuando hube llegado a la zona más oscura y sucia del camino, que pasa junto a una zona de infraviviendas, 6 o 7 jóvenes en moto se acercaron y se pararon junto a mí. Eran de los que por aquí llaman los “gangsters”, básicamente porque van en moto y se ríen de los que van a pie, dando incluso alguna colleja al pasar de vez en cuando. Chavales desarrapados y melenudos, más pobres que las moscas. El caso es que ya me fui preparando para explicarles que no llevaba ni un cochino ringgit encima y que mi móvil era un Nokia de los años 90, como no me quisieran robar los vaqueros poco iban a sacar de mí. Fue entonces cuando uno de los chavales me pidió tabaco y papel, y lo hizo de forma educada, pidiendo por favor con un inglés pésimo y refiriéndose a mí como señor. Como eso sí que podía dárselo perfectamente, les sonreí y les di un buen puñado a varios de los que pusieron la mano por si caía algo. Tras esto, se despidieron de mí otra vez como señor y me desearon las buenas noches.

Seguí caminando muy sorprendido por lo que acaba de ocurrir. Sin poder evitar una sonrisa, me pregunté qué habría pasado si el mismo episodio se hubiera producido en un barrio de la periferia de Madrid, o de Sevilla, o de cualquier otra ciudad española, u occidental. Seguramente nada bueno y como mínimo me habría ido a casa con un par de palabras feas. Y es que la gente en Asia es, eminentemente, buena gente. Hay miles de excepciones por supuesto, pero no dejan de ser eso, excepciones. Son pequeñas cosas como esta las que al fin y al cabo, me hacen pensar en no volver a Europa, en quedarme en Asia muchos años más.

Puede que Segambut sea un barrio pobre (no en todas las zonas) sucio y oscuro, puede que la vida aquí sea aburrida y falte algo de acción, sobre todo para los hiperactivos como yo, sin embargo, es la bondad y la amabilidad de la gente, incluso de estos conocidos como “gangsters”, lo que hace que viviendo aquí, me sienta como en casa.

domingo, 17 de marzo de 2013

Heridos en el Norte de Penang


Para el Lunes, hemos planeado un día de playa, así que todos nos levantamos con más energía. Tras un desayuno rápido, nos vamos a coger el autobús 101, que lleva al Norte de la isla. Es pronto, así que el calor aún nos da cierto respiro y el viaje no se hace agobiante pese a que el sol de la mañana golpea el autobús con saña durante todo el viaje.

La playa principal del Norte se llama Batu Ferringhi, y según nos han dicho, es una de las mejores de Malasia. Desde luego, no es una mala playa,  la arena es perfecta, está rodeada de riscos y palmeras y no hay demasiada gente, así que se está muy a gusto pese a que el agua no sea tan cristalina como esperábamos (para encontrar esas aguas transparentes desde donde los peces pueden contemplarse mientras se está cómodamente sentado en la arena, a lo lejos, se debe ir al otro lado de Malasia a las islas de Berhentian, Tioman o Redang o al Sur de Tailandia, Camboya o Vietnam. Me imagino que esto es debido a la situación más protegida y cerrada del mar allí. Donde estamos, en el Oeste, el mar es más abierto y por tanto, más turbio. Esto es solo una teoría, puede deberse a otras muchas razones).


Batu Feringhi

Nada más llegar, decidimos ir a las rocas de uno de los extremos de la playa, donde Alberto quiere escalar, pues dice que tiene mono después de un tiempo sin ir a la montaña. Angelo se queda tomando el sol (es básicamente, lo que hará el resto del día). La cosa empieza bien, pues las rocas no son gran cosa, pero en un momento dado, al saltar de una a otra, el exceso de confianza me traiciona y me caigo de manera aparatosa al hueco que hay entra las dos piedras, a unos dos metros de profundidad. Caigo con el pecho, y el golpe me deja sin respiración unos segundos, pero lo peor es que en la parte de abajo hay conchas cortantes y cristales rotos de botellas, así que me hago cuatro o cinco cortes bastante profundos en el píe izquierdo (uno de mis dedos, muy hinchado, parece una salchicha cortada para meter al microondas, not cool…). Mie píe y mi brazo sangran profusamente, y pronto se forma un pequeño charco en el fondo del agujero, haciendo que la cosa parezca más grave de lo que realmente es, Alberto y Joan se quedan  pálidos. Me ayudan a salir y decidimos que la escalada ha terminado para mí, me ayudan a volver a la firme arena y a meterme en el agua para someterme a la dolorosa curación salina. Todos los bañistas cercanos me miran, pues también tengo sangre en el pecho, y unos indios se acercan a darme un pañuelo.

Después de eso, no hay mucho más que hacer en Batu Ferringhi para mí, pues apenas puedo andar sobre la arena y al mover los pies para nadar mis heridas de abren y cierran dolorosamente. Así que me quedo con Angelo tomando el sol hasta secarme como una pasa mientras Joan y Alberto se van a explorar el resto de la playa. Además, el trekking en el parque nacional de la esquina Noroeste de la isla que teníamos preparado para la tarde se plantea ahora complicado. Mientras descargo mi rabia dando puñetazos a la arena, veo pasar a los diversos bañistas durante horas. Me llaman especialmente la atención los indios, que van a la playa vestidos exactamente igual que para ir al resto de sitios, es decir con camisas horteras, pantalones largos y zapatos. Al menos ellos pueden andar.

Cuando J y Alberto vuelven, comemos en un chiringuito malayo con un camarero muy frenético y sudoroso, víctima de un stress contagioso. La comida no está mal, aunque yo me paso ando todo el rato con la cabeza en otra parte, pensando cómo demonios es posible afrontar una caminata en la jungla con el pie así. Mis compañeros intentan disuadirme, pero para mí era la parte más importante del viaje.

Cuando terminamos la comida, J trae al socorrista de la playa. Este está sin ganas de hacer demasiado, así que nos deja un botiquín antediluviano que podría perfectamente haber pertenecido a uno de los barcos de los primeros colonos que llegaron a Penang (las vendas están amarillentas y cortadas y tiene toda la pinta de que han sido usadas con anterioridad…), y yo me vendo las heridas tras echarme crema antiséptica.

Después, como ya puedo andar mejor, cogemos un autobús hasta Teluk Bahang, el pueblo desde donde se accede al pequeño parque nacional que ocupa la esquina Noroeste de la isla. Queremos llegar hasta una playa conocida como la playa del mono, que está en mitad del parque, totalmente rodeada por la jungla. Para ello, habíamos planeado atravesar la selva siguiendo la costa.

Al llegar a la entrada, un señor nos ofrece llevarnos en barco hasta la playa y recogernos luego, tres horas después. Como por desgracia no estoy para andar demasiado (los vendajes ya se han puesto rojos), decidimos coger el barco. J y Angelo están de acuerdo pues están bastante cansados y la caminata habría durado unas tres horas.

La lancha nos lleva hasta la playa del mono en menos de diez minutos, a una velocidad descomunal que nos hace saltar y golpear las olas con gran violencia. Durante el camino, navegamos junto a la jungla, que en muchos puntos llega a juntarse con el mar literalmente, con los árboles saliendo del agua.

La playa nos deja boquiabiertos nada más desembarcar, y rápidamente sustituye a la increíble playa solitaria de Pulau Besar en el puesto de mejor playa en la que he estado en mi vida.

Playa del mono
What a beach!


El lugar es francamente increíble incluso pese a haber más gente que en Pulau Besar (no demasiada, unas cincuenta personas. Casi todos son, o bien familias indias que pasan el día allí, o bien malayos hippiescos con pinta de colocarse hasta las cejas en la playa. Estos últimos están en tiendas de campaña, lo cual indica que pasan la noche allí). La selva solo deja una estrecha franja de arena fina y blanca para que las olas rompan suavemente cerca de las palmeras que brillan en la luz del atardecer. Más allá, la vegetación es tupida y tapiza por completo los dos riscos que cierran la remota cala. No hay monos, como nos habían dicho, pero la relajación de flotar en una agua clara y apacible mientras la mirada se pierde en la colina selvática no tiene parangón.

Como aún no puedo nadar bien, me dedico tan solo a flotar apaciblemente e intento alejarme de los demás hacía un extremo vacío del mar, junto a los árboles. Allí me siento en una roca, relajado como hacía tiempo que me encontraba, escuchando el romper suave de las olas, frente a mí, y la oculta orquesta de sonidos salvajes que se recrea entre los árboles centenarios, a mi espalda.

Alberto, que sí puede nadar, se aleja y llega incluso a superar el risco que cierra la playa, bordeándolo y prácticamente saliendo a mar abierto, aunque siempre pegado a los riscos de la costa.

Durante todo el rato que paso dentro del agua, cuando dejo quietas las piernas, noto como miles de diminutos pececillos me rozan con sus bocas, sin llegar a morder, alimentándose de cualquier cosa que se halle pegada a mi cuerpo. Esto crea un cosquilleo agradable, aunque en un punto tengo que sacar el pie con las heridas del agua, pues los peces se arremolinan en torno a ellas y esto puede hacer que se cree una infección (de hecho, cuando llego a Kuala Lumpur, al día siguiente, dos de mis dedos se encuentran hinchados, morados y pálidos debido a una fea infección, así que debo ir al médico y pedir a unas enfermeras indias, extremadamente rudas y poco cuidadosas, me limpien las heridas con un desinfectante dudoso, retorciéndome los dedos dolorosamente). Veo a decenas de los diminutos peces saltando a mi alrededor, y en un momento que apoyo el píe en la arena, noto el cuerpo resbaladizo de un pez enorme que  estaba enterrado y se revuelve bajo mi píe escabulléndose, por suerte, sin clavarme nada o morderme mis ya maltrechos dedos.

Decido que es momento de salir del agua, antes de que los pececillos empiecen a volverse agresivos y acaben dejando mis huesos limpios en plan pirañas. Me doy una vuelta como puedo, maravillado por la playa, cruzando algunas palabras con la comunidad de malayos que andan junto a las tiendas de campaña. Dan la impresión de llevar un tiempo viviendo allí, lo cual hace que la idea de volver a la playa y quizá quedarme un par de noches con ellos para experimentar la serenidad de aquel lugar tras el ocaso ronde tentadoramente mi cabeza.

Cuando Alberto vuelve de su paseo marino, la tranquilidad que gozamos se va al traste. Le ha picado una medusa de las chungas, que el mismo ha visto desde las rocas donde estaba, antes de tirarse sin otro remedio e intentar nadar hacía la costa. Tiene el brazo hinchado y muy rojo, y me dice que siente como si le estuvieran quemando la piel. Además, el veneno le ha paralizado medio cuerpo, y se queja de dolores en el pecho y la espalda. En un primer momento, me dice que le está dando un ataque al corazón y yo me lo tomo a broma, pero cuando veo la preocupación real en su cara, le ayudo a colocarse en la toalla, pues apenas puede moverse y está bastante nervioso. J y yo corremos a buscar ayuda por toda la playa, pero lo único que conseguimos es un tubo de pasta de dientes, que aparentemente es bueno contra esto (pura bullshit). Angelo no para de decir que la orina es lo único que funciona, pero a Alberto, al que el inglés ya no le viene a la cabeza y balbucea en una mezcla de idiomas, no le convence la idea de que orinemos sobre su brazo.

Al parecer, lo que llamamos medusas en Europa ni siquiera son medusas, son una subespecie más pequeña que no entraña peligro alguno. Las medusas del sureste asiático en cambio, pueden llegar a matarte si te dan bien, de ahí la preocupación.

Poco más podemos hacer, estando en una playa aislada y casi desierta. Una familia de indios se acerca, con más morbo y sorna que ganas de ayudar, mientras J pregunta aleatoriamente a la gente si tienen vinagre, que aparentemente también es bueno, obteniendo de todo menos ayuda.

Por fin llega la barca y nos apresuramos a recoger nuestros bártulos para volver a la civilización, ahora con dos heridos en el grupo. Junto antes de irnos, cuando el atardecer ya se desliza sobre las colinas selváticas y todos andamos preocupados por el brazo de Alberto, sin fijarnos mucho en nada, tres monos aparecen en un extremo de la playa, rapiñando los desperdicios que los indios han dejado por doquier. Antes de seguir a los demás me quedo observando a uno de ellos y él se para y me devuelve la mirada. Casi parece una burla de la naturaleza.

Vinimos aquí para bañarnos en un lugar paradisiaco, la playa del mono. Un lugar apartado y ajeno al mundo, donde la vida salvaje aún fluye con esplendor.  Es algo muy bonito de apreciar pero también, como el lugar nos ha enseñado a todos, peligroso. Alcanzar lugares así entraña riesgos que no deben olvidarse, pues entonces le estaríamos perdiendo el respeto a la misma naturaleza que nos abre sus puertas y admite nuestra, en muchas ocasiones insulsa, presencia en sus lugares más sagrados y valiosos. Como muchas otras cosas en la vida, la playa del mono representa un doble filo, que puede maravillar y golpear por igual, y esto es algo que se debe tener siempre presente al bañarnos en playas remotas, adentrarnos en la jungla o escalar montañas.

Podría decir que fue aquel mono el que me dijo todo esto, como si de la moraleja de aquel día caluroso se tratara, en código de fábula, pero lo único que hizo el mono fue correr a alimentarse de la basura que los humanos habían dejado en su playa, la playa del mono.

La playa

Tras esta breve reflexión, salimos de allí tan cruelmente rápido como hemos llegado. La vuelta a Georgetown se hace eterna en el atasco que supone el fin de muchas vacaciones. Es duro sobre todo para Alberto, cuyo aspecto y condición empeoran por momentos. Una vez en el hostal, el dolor no le deja dormir, así que yace revolviéndose en la cama mientras los demás caemos inevitablemente rendidos, desatendiéndole vilmente. Tras una noche que no olvidará, se va al hospital a las cinco de la mañana, pues el dolor se ha intensificado hasta niveles preocupantes. En el camino, está a punto de ser pasto de las gentes extrañas que campan por Georgetown tras una última noche de desenfreno, fin de las celebraciones principales por el año nuevo. Si bien, esa es una historia que él mismo debe contar.

Al día siguiente, pese a que no está mejor, tiene calmantes recetados en el hospital (donde también le han puesto una fuerte inyección y le han advertido sobre el inmenso peligro que ha corrido), así que podemos visitar un par de sitios.

Paseamos en un estado algo lamentable por la parte Norte de Chinatown (cansados, yo cojeando de mala manera, y Alberto agarrándose el brazo que aún le arde). Visitamos un hotel muy antiguo, perteneciente a una antigua familia de comerciantes chinos y decorado de forma tradicional, y luego entramos en la Khoo Kongsi, la casa-templo donde se reúne el afamado clan Khoo, uno de los más antiguos y empoderados del Sureste asiático.

Khoo Kongsi

El lugar es, sin lugar a dudas, el edificio de arquitectura y decoración china más espectacular en el que estado, por encima incluso de los enormes complejos de Chengdu. El templo principal es pequeño, así que todo es muy barroco, desde el tejado, con unos enormes tablados llenos de diminutos esculturas muy detalladas que nunca había visto antes, hasta la parte trasera, con unos paneles de roca muy recargados de figuras representando la vida del clan y unas tipografías fascinantes que me paso casi media hora fotografiando.

Tipografías en los paneles de Khoo Kongsi
Tipografías en Khoo Kongsi 2


Dentro del edificio, destacan dos grandes paneles con más de 30 figuras que representan a maestros del kung fu montando criaturas mitológicas como un león-caballo o una rata-topo y armados con muchas armas y objetos milenarios, increíble.

Maestros del Kung Fu

Después, y ya para cerrar el largo viaje, cogemos un autobús hasta el templo de la serpiente, un santuario taoísta por el que estos animales supuestamente campan a sus anchas. El sitio está hasta arriba de gente, es terriblemente feo, y las serpientes están visiblemente drogadas y atontadas por el incienso y los miles de chinos que las cogen, las hacen fotos y las dejan. Siento lástima por las criaturas y desprecio por toda la gente que hay allí, el lugar nos deja muy mal sabor de boca a todos.

Tras esto, largos viajes en autobús nos llevan a Kuala Lumpur, de vuelta a la tranquilidad indiferente de Segambut, donde los compañeros de la oficina nos esperan, inamovibles, en el Mamaks de la calle 8/38.

Allí termina nuestro largo fin de semana en la isla de Penang, intenso, doloroso, y placentero por igual.

miércoles, 13 de marzo de 2013

Kek Lok Si


El despertar después de la extraña noche en Georgetown resulta duro. Cuando la alarma suena inclemente a las diez y media de la mañana, lo primero que oigo son quejidos, cuerpos que se revuelven entre las sábanas, y súplicas que ruegan por media hora más de sueño. Decido darles un respiro y me voy a duchar, haciendo un gran esfuerzo para subir la escalera irracionalmente empinada del hostal. En la ducha, más despejado, pienso que si mis compañeros siguen en la cama cuando vuelva al cuarto, me iré a dar una vuelta y quedaré con ellos más tarde en algún sitio.

No obstante, me sorprendo al ver que todos ellos ya están levantados y preparándose para partir. El plan del día consiste en buscar un modo de llegar a Kek Lok Si, un gigantesco complejo de templos budistas, el más grande de Malasia, para después tratar de caminar desde allí a la colina de Penang, que se eleva sobre Georgetown, y bajar luego por los jardines botánicos de vuelta a la ciudad. Angelo describe mi plan como “excesivamente ambicioso”, y, dado el ritmo que llevamos en esa mañana resacosa, no puedo más que darle la razón. Pregunto a la escalofriante recepcionista y más o menos me hago una idea del autobús que hay que coger, aunque la “señora” (dudamos mucho de su género) no es un derroche de amabilidad ni de información útil.

En cualquier caso, para cuando terminamos de desayunar unos huevos revueltos y unas tostadas en un sitio bastante occidental y perdemos el autobús a Kek Lok Si de la una, la mañana ya ha dado paso a un abrasador calor de media tarde.

El siguiente autobús llega tras media hora de tediosa y tórrida espera. En cambio, el viaje, de una hora aproximadamente, resulta muy agradable. Atravesamos los suburbios de Georgetown hacía el Sur, pasando por un templo budista de estilo tailandés y comprobando que, en efecto, los festejos por el año nuevo parecen haber sido mucho más multitudinarios en las afueras.

Tras una curva, el templo de Kek Lok Si aparece de improviso, brillante entre la lejana jungla salpicada de bloques de viviendas suburbiales. No había investigado mucho sobre este templo antes de decidir venir (con saber que era el santuario budista más grande de Malasia me bastó). Es por eso que quedo boquiabierto ante la visión de la espectacular pagoda de unos 30 metros de altura, que surge de entre los tejados coloreados de otros templos que tapizan la totalidad de la ladera de una colina selvática y se eleva en compañía de una gigantesca estatua de una diosa taoísta, aún más grande, que se alza en lo alto del complejo.

La visión de este complejo sagrado desde el mundanal y pegajoso tráfico de la barriada de Air Itam, donde se detiene el autobús, resulta evocadora. Casi parece que estuviéramos peregrinando en dirección a las rojas escaleras que suben hacía Buda, que espera tranquilo en lo alto de la colina.

Kek Lok Si

Durante la subida, el devastador calor hace que Angelo saque un paraguas y lo empuña durante a lo largo de las escaleras mientras J anda junto a él, cogiéndole del brazo. La escena tiene un punto colonial (el blanco en tierras lejanas, del brazo de la concubina local) y esto a Angelo le encanta, pues el es único de nosotros que prefiere considerar el periodo colonialista desde su punto clásico y refinado.

Angelo y J

Antes de llegar a los templos, hemos de pasar aún por un gran mercado cubierto que ocupa todo el píe de la colina (allí, Angelo asesora estilísticamente a Alberto, que se prueba varias camisas de esas horribles que lucen los señores chinos que atienden las tiendas de todo a cien a lo largo y ancho del mundo) y por un bullicioso estanque de tortugas, en el que hay cientos de ejemplares de muchísimos tamaños diferentes. Me quedo allí un buen rato observando hipnotizado como estos animales de apariencia prehistórica trepan unos sobre otros para devorar sin decoro alguno las hojas de lechuga que los parroquianos del templo les arrojan en abundancia.
Tortugas hambrientas

Tras el estanque se accede al complejo, donde hay que pasar por 3 grandes templos hasta llegar a la pagoda principal. En estos recintos hay efigies de todas las reencarnaciones de Buda, así como de diversos dioses taoístas de diferente índole. Con motivo del año nuevo lunar, se han instalado dispensadores de piezas de “oro” que son proporcionadas junto con crípticas recomendaciones para el año que entra, así como árboles de los deseos, en cuyas ramas los fieles cuelgan papeles con peticiones.

Con todo lo que leí y aprendí sobre la religión budista antes, durante y después de mi viaje a Nepal y China, en el que visité decenas de templos, me siento un poco guía mientras paseo con mis compañeros por las diferentes estancias del complejo. Les explico lo que sé de los diferentes conceptos, las reencarnaciones, las cuatro grandes verdades budistas y la búsqueda de la paz y el conocimiento a través de la meditación y el contacto con la naturaleza.

En el templo no hay penas turistas occidentales, tan solo cientos de chinos realizando sus rituales y como de costumbre, haciendo un uso excesivo a sus cámaras fotográficas.

Tras atravesar una pequeña plantación de calabazas verdes alcanzamos la pagoda de siete techumbres que domina la parte baja del templo. Resulta a la par espectacular y curiosa de admirar, pues se dice que ostenta un diseño birmano en la parte superior, tailandés en el centro y chino en la planta baja. Desde arriba, las vistas del valle son magníficas: La selvática colina de Penang a un lado, ligeramente más alta, la gran estatua de 36,5 metros de altura de la diosa Kuan Yin a otro, alzándose y observándolo todo desde la parte más alta de la ladera que alberga el templo, y la urbe de Georgetown en la lejanía, con el mar refulgente y calmo tras ella.

Pagoda con mezcla de estilos en Kek Lok Si

Vistas desde lo alto de la pagoda
Tras descansar un rato en lo alto de la torre, donde el viento de las alturas consigue mitigar ligeramente el dominio despótico que el sol ejerce en este sábado, descendemos de nuevo y cogemos un funicular que sube unos cuantos cientos de metros hasta la estatua de Kuan Yin.

En mi opinión, estos funiculares, construidos para facilitar el camino hasta centros de peregrinación en lo alto de montañas o colinas (también vistos en China durante la subida al monte Emei, una de las cuatro montañas sagradas del budismo), estropean en cierto modo la experiencia espiritual o física que este ascenso debe significar. El significado de alcanzar estas cimas no debe residir únicamente en rezar en los templos más elevados, sino también en sufrir el esfuerzo del arduo camino hasta ellos como forma de preparación y sacrificio realizada en pos del fin que quiera que se persiga con la visita a la deidad. 

En cualquier caso, alcanzamos el recinto de la estatua en escasos 5 minutos y una vez allí, damos una vuelta por un parque que contiene estatuas de cada uno de los 12 animales zodiacales chinos, un lago con peces de colores, la propia estatua gigantesca, y unas más pequeñas que protegen a la deidad y que me recuerdan bastante a Dragon Ball, no sé por qué.

Protectores

Después descendemos de nuevo, volviendo a cruzar el templo y disfrutándolo una vez más. Una vez en el píe de la colina, comemos nasi goreng (arroz frito) y enfilamos la carretera por donde nos indican que se llega a la colina de Penang.

Nos queda como mucho una hora y media de luz, así que, con suerte, aún podremos ver el atardecer sobre Georgetown desde lo alto de la colina, olvidándonos de los jardines botánicos, a los que quizá volvamos otro día. Alberto y yo dejamos bastante atrás a Angelo y Joan, que están algo cansados por la paliza de escaleras que nos hemos pegado en Kek Lok Si.

Al llegar a la colina, nos encontramos de bruces con que subir en el transbordador cuesta 50 ringgitazos. Dado el escaso presupuesto con el que todos andamos, nos parece excesivo para una puesta de sol, sobre todo cuando preguntamos a unos americanos (muy rednecks, con acento paletazo), y estos nos dicen que arriba no hay prácticamente nada y que las vistas son parecidas a las que pueden verse desde Kek Lok Si.

Algo frustrados, volvemos por la misma carretera hasta Air Itam, y allí esperamos al autobús.

En efecto, mi plan ha resultado ser demasiado ambicioso, y Angelo no duda en recordármelo con sorna y mala baba. En ese momento, la noche, que llevaba un rato anunciándose y dejando caer lentamente su manto, toma definitivamente el control sobre los últimos resquicios de resistencia diurna y es entonces cuando toda la colina donde reposa Kek Lok Si se ilumina de forma colorida y estridente. La visión desde la parada de autobuses resulta espectacular y nos anima un poco a todos. Aquello parece una miniatura de Las Vegas, o cualquier otra ciudad paraíso del neón, en versión budista.

Kek Lok Si iluminado

Todos callamos, cansados, en el viaje de vuelta. Al llegar, nos metemos en un restaurante indio muy agradable en el que un ratoncillo sale regularmente de un agujero bajo nuestra mesa para olfatear y recoger arroz que le coloco junto a la guarida pese a las protestas y la indignación de los demás.

Después, algo repuestos por la suculenta ingesta de rotis y pollo tandoori, decidimos dar una vuelta por Little india, más sórdida y oscura que Chinatown durante la noche y llena de individuos que merodean al amparo de las sombras haciéndonos desviarnos un par de veces. La zona está muy muerta, pues es considerablemente tarde para un Domingo, pero cuando ya vamos de camino al hostal de la calle Chulia, nos cruzamos con un bar que proyecta una música bastante buena hacía la calle desde unos altavoces en la terraza. Convenzo a los demás para entrar al menos a echar un ojo.

La atmosfera en el interior es muy agradable y la música, como he dicho, ligera y de calidad, así que me apresuro a pedir una cerveza de importación, algo cara que solo ese ambiente se merece. El problema llega cuando uno de los integrantes del único grupo de gente que está en el bar en ese momento se dirige a mí. Es un tipo gordo, de unos treinta y muchos, borracho y mal encarado, occidental (aunque en un primer momento pienso que puede ser judío de Israel), que me dice que por qué soy tan chulo con mis pendientes, y por qué me miro al espejo, tal cual. Le digo que quién demonios es y él me dice que es el que está poniendo la música, luego relaja el gesto y se ríe. Cruzamos dos o tres frases más y los demás me instan a tomar la cerveza fuera, en la terraza.

No tengo ningún problema con el personaje, por eso les digo que prefiero estar dentro, pero Alberto se ha puesto tenso. El caso es que al rato de animada conversación fuera del bar, el molesto individuo sale en nuestra busca y dice que España es una mierda de país (en lo cual, en cierto modo, y con ciertos matices en los que no voy a entrar, lleva cierta razón. Pero como siempre pienso, no es lo mismo que lo diga yo a que lo diga un gordo desconocido en un bar que probablemente no ha estado ni en España). La cosa no acaba ahí, después mira  a J, dice que parece una niña, tras lo cual empieza a preguntarle si es virgen. Esto nos parece bastante más ofensivo, así que lo cortamos y le decimos amablemente que por favor nos deje en paz y vuelva a su música (que, y he de concederle eso, es bastante decente). El tío no parece querer buscar problemas del todo, simplemente es un gilipollas y no puede hacer nada por evitarlo. Antes de que se meta de nuevo en el bar le pregunto de donde es, solo por curiosidad, a lo que el tío responde con orgullo ¡Serbia! Gente tendente a crear problemas, los serbios, no es la primera vez que me encuentro con gente muy agresiva de este país.

Cuando las conversaciones empiezan a enmudecer debido al sueño, nos ponemos en movimiento. Pese a que yo tengo intención de quedarme un rato más en el bar, nada más volver a entrar el serbio, ya en un nivel vergonzoso de borrachera, me suelta una verborrea inmunda de improperios. Como sé que la cosa no puede acabar bien si me quedo, opto por seguir a mis compañeros y volver a la relativa comodidad del hostal de la calle Chulia. 

domingo, 3 de marzo de 2013

Georgetown, el legado del capitán Light


El Año Nuevo Chino, o Año Nuevo Lunar, es la celebración más importante del calendario chino, y es fervientemente festejada allí donde existen comunidades de etnia han, es decir, en todos y cada uno de los países del globo. Es, de hecho, el motivo de que cada año se produzca la migración humana temporal más grande del planeta, ya que todos los chinos que pueden permitírselo viajan a sus respectivos lugares de procedencia a celebrar este gran hito con sus familiares.

También es el motivo de que los días 11 y 12 sean fiesta nacional en Malasia (recordemos que un nada desdeñable tercio de la población malasia es de procedencia china) y de que conseguir un billete de autobús a la isla de Penang, al Norte del país (conocida por ser uno de los centros neurálgicos de esta comunidad y lugar de asentamiento de los clanes más importantes y numerosos), resulte una tarea titánica que nos llevó casi una semana de búsquedas infructuosas, paseos a las estaciones y manos a la cabeza ante precios desmedidos.

Lo más asequible que encontramos es un autobús local que sale de una estación secundaria (y desconocida hasta ahora) que nos lleva hasta Butterworth, ciudad de la Malasia peninsular que conecta con la isla de Penang a través de un ferry y un descomunal puente, el más grande del sureste asiático.

El pasaje sale a las cinco y media del Viernes, por lo que debemos hacer frente a otra lucha, ésta más diplomática, para conseguir que nos dejen salir una hora antes de la oficina.

Al final, algo quemadillos por las gestiones que el viaje ha costado, el Viernes a las siete (una hora y media tarde. Gracias desde aquí al autobusero por  la sensación de haber pedido un favor a nuestra jefa para nada), salimos hacía Butterworth.

Vamos cuatro esta vez: Alberto, un diseñador gráfico y grafitero español que ha llegado hace escasos días; un chico versátil que además escala, hace tatuajes y viaja por el mundo pese a tener un nivel más bien flojete de inglés (con cariño ;); Joan, más conocida como J, un chica filipina diminuta y muy divertida, eficiente compañera del departamento de comunicación y mano derecha de Danu (aunque odia que se lo digan…); Angelo, al que ya se conoce por aquí; y yo.
Mis compañeros de viaje en Penang
El viaje es tedioso e incómodo, de unas cinco horas, y cuando el conductor nos espeta que hemos llegado a Butterworth, nos bajamos para encontrarnos un erial industrial y desangelado a media noche, habitado únicamente por ratas y taxistas. Los segundos, que cada vez se me asemejan más a las primeras, nos comunican con grandes sonrisas que tanto el barco como el autobús a Penang terminaron su servicio hace rato y que ellos nos pueden llevar hasta el lejano hostal, por supuesto sin taxímetro y solo si pagamos 60 ringgit por adelantado. Casi puedo escuchar las monedas de oro tintineando en sus cabezas cuando los demás pasajeros de nuestro autobús, todos malasios, desaparecen en pos de sus respectivos destinos y nosotros nos quedamos solos en sus manos.

El más avispado de ellos nos habla en un tono más amable que los demás y nos explica que no les sale rentable poner el contador debido al peaje que hay que pagar para cruzar el gran puente. Tras barajar las diferentes opciones e incluso tratar de parar haciendo dedo  a varias furgonetas que pasan de largo a través de la oscuridad, optamos por este “buen hombre” y le damos lo que pide.

Cruzamos el puente y ante nosotros aparece la capital de la provincia isleña de Penang, Georgetown. Iluminada sobre la bahía, con sus grandes bloques de cemento recortados y reflejados en el agua, la ciudad se me antoja mucho más grande de lo que esperaba. La recorremos en el silencio del taxi, los demás dormidos, yo, como siempre, despierto, observando las calles estrechas y enladrilladas de una ciudad con palmeras y edificios británicos que está sorprendentemente vacía, si tenemos en cuenta que es viernes.

Una vez fuera del taxi, el encanto colonial de la ciudad viene a nuestro encuentro en forma de un rickshaw ocupado por dos occidentales que transcurre por el callejón escasamente iluminado donde se encuentra nuestro hostal. La sensación que transmite la urbe me recuerda a la percibida en Malaca. Especialmente durante la noche, se genera un halo misterioso que envuelve las calles de estas ciudades coloniales, probablemente proveniente del fuerte choque que provoca ver un gran número de elementos disonantes unidos durante tantos años que casi parecen llevarse bien. Neones de pubs de lujo y casas de siglos pasados en ruinas, amortajadas por la vegetación salvaje, salitre marino y prostitutas, personas blancas y rubias y clima tropical, calor abrasante, mugrientos mercados chinos y grandes mansiones; fortificaciones y cañones antiguos, pequeños y escasos, que podrían haber augurado un control débil y efímero, y que a la vez, con su mera presencia intacta, son el símbolo de un dominio centenario. 

El hostal es moderno, cómodo y estiloso. Por supuesto, ha sido elegido por J con ayuda de Angelo, que en cada viaje hace un gran esfuerzo para luchar contra mi pasión por los lugares guarros, la comida barata y dudosa, y la falta de descanso y cuidado personal.

Tras dejar los macutos y darnos una ducha decidimos salir y dar una vuelta, comer algo, y quizá tomar una cerveza. Ellos están cansados, así que nos sentamos en uno de los primeros sitios que vemos tras recorrer la calle del hostal, llena de prostitutas de género dudoso. En el camino nos cruzamos con una vieja china minúscula y muy decrépita que canta y baila alrededor de un perro igual o más viejo al que acaricia compulsivamente (sí, es una de las escenas más estrambóticas que he visto en mi vida).

La terraza del bar escogido está llena de blancos borrachos que gritan y se tambalean cuando van al baño, hay varios grupos de gente joven de aspecto británico (es decir, mal aspecto general). La camarera nos engaña haciéndonos creer que estamos en la hora feliz (era evidente que no, a la una de la mañana, pero vaya, estábamos cansados) y nos lía para que pidamos una torre de cerveza gigantesca que luego resultará carísima y nos hará ir condicionados (al menos a mí) el resto del viaje.

En el transcurso de la bebida y la comida (un arroz caro, malo y escaso) consigo tabaco y mechero de la mesa de unos clientes que se marchan etílicos dejando todo atrás, incluida la dignidad, e intento coger una torre de cerveza a medias de otra mesa vacía, siendo detenido patéticamente por los camareros pues pesa por lo menos 3 kilos y no es fácil de ocultar (el por qué trato de robar una torre de cerveza cuando ya tenemos una en la mesa que tenemos dificultades para terminar, porque son 5 litros y J apenas bebe, es algo que escapa a mi propio entendimiento. Esto por supuesto ocurre ahora, en retrospectiva, en el momento me pareció un movimiento de lo más razonable y apropiado).

Tras una larga y entretenida conversación durante la cual J no para de hacernos fotos, nos damos cuenta de que son las 4 de la mañana y volvemos con premura al hotel para dormir un poco pues mañana pensamos recorrer la ciudad desde temprano.

Las camas son cómodas y el descanso reparador, si eludimos el hecho de que debo levantarme a bajar el aire acondicionado, pues en mitad de la noche, Joan ha decidido que todos debemos morir congelados allí y ha andado tocando el mando.

Me levanto, me ducho, desayuno, y espero a que los demás lo hagan leyendo la guía y preparando una rutilla.

Cuando salimos, decidimos buscar primero un hostal por Chinatown ya que no quedan habitaciones libres para el resto del fin de semana en el que hemos dormido. Al cabo de un rato encontramos uno mucho peor, con una recepción y una recepcionista que provocan escalofríos (como a mí me gusta). Dejamos los macutos y empezamos siguiendo un recorrido de arte urbano en el que Alberto está interesado. La ruta pasa por los muros en los que un artista lituano ha plasmado sus diseños con el permiso y subvención del gobierno de Penang. La verdad es que algunos de sus trabajos son muy vistosos (una semana después, gracias a un email enviado por Alberto, acabaríamos conociendo a este artista en una exposición de sus obras – con vino y queso gratis – a la que él mismo nos invitó):

Uno de los murales, mezclando elementos reales y pintados

Mientras seguimos este recorrido pasamos por delante de dos mezquitas, la primera muy grande, de estilo mogol, y la segunda más pequeña pero muy curiosa, de estilo egipcio. Por supuesto, como siempre, sin ser musulmán no es posible visitar el interior. También nos cruzamos con mansiones británicas coloniales muy interesantes, que actualmente albergan museos, tiendas de lujo, o viviendas de millonarios chinos y con algún templo taoísta típico, colorista y lleno de ofrendas e incienso flotando en el ambiente (hay uno que me gusta especialmente por su originalidad, ya que ha sido construido en torno al nudoso y deforme tronco de un árbol).
Mezquita de estilo mogol
Museo Islámico de Penang, alojado en una mansión de la época colonial

El último de los murales de este tipo lituano, muy deteriorado por el viento y las inclemencias marinas, se encuentra en un kampung de casas bajas que se halla sobre tablones húmedos en terreno ganado al mar. Allí nos sentamos a observar la bahía industrial de Georgetown, monstruosa y al mismo tiempo atractiva en cierto modo, llena de barcos estrafalarios de mil tipos y colores. Después nos remojamos con una manguera de agua infecta, pues el calor del mediodía realmente nos obliga a ello.
Puerto de Penang

Kampung sobre las aguas

Tras volver a tierra firme, nos encaminamos hacía la otra orilla de la ciudad para pasear por el distrito colonial. Comemos buenos noodles con pollo en un restaurante chino con camareros indios (los chinos están de parranda, aunque aún no hemos visto ningún signo significativo de la celebración del año lunar) junto al discreto pero regio fuerte Cornwallis, situado en el lugar exacto donde los ingleses, únicos colonos efectivos de Penang, tocaron tierra en la isla por primera vez en 1786.
Fuerte Cornwallis 
Estos colonos llegaron liderados por el capitán Francis Light (con ese nombre tan guay cómo no vas a liderar colonos), y en los años sucesivos construyeron el ayuntamiento y la cancillería, edificios imponentes que cierran el distrito por el lado Norte, en frente del fuerte.

En mitad de la espaciosa plaza formada por estas construcciones hay un Padang: un campo de cricket que hacía las funciones también de espacio público en la época británica (igual que en la plaza Merdeka de Kuala Lumpur). Atravesándolo y yendo hacia el Oeste se llega a la iglesia de San Jorge, donde se alza un monumento que conmemora al bueno del capitán Light (pese a todo, murió tan solo 8 años después de colonizar Penang), y al museo nacional.

Monumento a Francis Light
Por un ringgit, entramos a este interesante museo, muy bien montado, donde aprendo un poco de las 15 diferentes culturas y etnias que transcurrieron y dejaron su impronta en Penang durante los años coloniales, que aparecen en fotos con sus trajes tradicionales: europeos, euroasiáticos, armenios y judíos, árabes, japoneses, cingaleses (provenientes de las isla de Ceilán, actual Sri Lanka), javaneses (de la isla de Java, Indonesia), birmanos, siameses, achinenses (de la región de Aceh, Sumatra, Indonesia), minangkabaus (del Oeste de Sumatra), bugis (de la isla de Célebes, Indonesia), indios, chinos (dentro de los cuales se engloban varias culturas, como la de los archiconocidos Baba-Nonya) y malayos.
Matrimonio Baba Nonya

En este distrito vivían y trabajaban la mayoría de los europeos y eurasiáticos de Georgetown, así que en el camino de vuelta hacía Chinatown pasamos por un convento y una catedral, bastante modestos.

Antes de encaminarnos de vuelta al hostal, aún nos da tiempo a pasar por la mansión Cheon Fatt Tze, una vivienda-museo Baba Nonya, y a disfrutar de la terraza del lujoso Eastern and Oriental Hotel, con unas palmeras muy lustrosas y vistas a una bonita puesta de sol sobre el mar. 

Ya en el camino de vuelta, buscando de tienda en tienda una crema de aloe vera para las quemaduras de sol de Alberto, nos desviamos por una callejuela y encontramos el templo taoísta de Hainan, muy impresionante. El lugar, como siempre pasa con estos templos del tao, me transmite una paz de valor incalculable, pese a que haya que esquivar a un señor chino gordo que yace dormido (o muerto) justo en medio de una de las entradas.
Una siesta en el templo de Hainan
Al llegar a la calle Chulia, donde se encuentra nuestro hostal, no me siento cansado, así que le propongo a J darnos un paseo por Little India, barrio al que hemos hecho poco caso en nuestra vuelta diurna.

Resulta un paseo muy agradable y me rio mucho con Joan. Es una chica a la que he llegado a apreciar sinceramente en muy poco tiempo, como a una hermana pequeña. Entramos al templo Kuan Yin Teng, que pese a ser bastante poco vistoso, alberga un bullicio descomunal propio de la víspera del año nuevo. Esquivando gente cargada de ofrendas por este pequeño templo-mercado, me pregunto por qué unos templos taoístas están tan vacíos y tranquilos como el recientemente visitado de Hainan, y otros acogen semejante actividad frenética, con incluso monjes budistas rezando por allí. Me imagino que Kuan Yin Teng estará dedicado a una deidad mayor, más apreciada por la gente, pero entonces ¿Por qué su decoración es tan pobre y sus efigies tan diminutas?
Compramos unos dulces en el templo y volvemos por Little India, caminando aturdidos por la estruendosa y animada música de las tiendas,  gestionadas por fieles hindús o musulmanes, y por tanto, abiertas durante la festividad china.

Una vez en la calle Chulia, tras una ducha rápida, salimos a cenar una hamburguesa infame, con el pan untado con un kilo de margarina muy dudosa, y a buscar un sitio mejor que el del día anterior para tomar algo.

De camino volvemos a desviarnos hacía el templo de Hainan, pues observamos bullicio desde lejos. Allí se está celebrando una danza de dragones chinos. Estos muñecos coloristas y provistos de largas barbas y cabelleras se agitan frenéticamente creando el efecto de que están vivos. En realidad, dos personas (pueden ser más, pues los hay mucho más largos) son las que agitan las marionetas y las hacen bailar frente a los altares. Una vez que el baile acaba, dos grandes tracas de petardos contundentes truenan nuestros oídos y anuncian la llegada del año 4711 según el calendario chino.

Una vez ocurrido esto, los parroquianos del templo no se ponen a beber inmediatamente como hacemos los occidentales, sino a rezar. Mientras tres monjes con la cabeza afeitada y vestidos de los colores naranjas taoístas recitan monótonos mantras el resto de los presentes quema incienso y reza sus plegarias. Yo también sostengo mis barritas entre las manos y me concentro en los mantras mientras el humo del incienso envuelve mi cara. Durante más de media hora, escucho los cánticos alternados con campanadas de oración. Aunque no los entienda, esto no supone ningún problema, pues el objetivo de la monotonía de los mantras es permitir la concentración y el vaciado de la mente a través del cual es posible alcanzar el estado propicio de meditación y calma, y para eso no hace falta entender nada.

Cuando por fin salgo, J se ha quedado casi dormida, así que la zarandeamos un poco para animarla a seguir hacía la zona de los bares. Por allí hay mucha gente y más danzas del dragón y petardos, pero curiosamente, se ven más occidentales e indios que chinos en los festejos. Empezamos a pensar que quizá estos se hayan marchado a sus respectivos barrios originarios de la periferia de la isla, abandonando el centro de la ciudad de Georgetown a los turistas que han sido atraídos hasta aquí por la promesa de la mejor celebración del año nuevo lunar de Malasia y a los indios que intentan sacar algún provecho de ellos vendiendo hamburguesas y perritos calientes. Después de todo, se trata de una celebración que se celebra en el lugar de origen, y dudo que muchos chinos hayan nacido en el centro del distrito colonial de Georgetown.

Después de sentarnos un rato a ver a los frenéticos dragones y beber algunas botellas pequeñas de licor que hemos comprado, nos ponemos en movimiento e intentamos colarnos en una discoteca con muy mala pinta. Alberto y yo pasamos sin problemas a los gorilas malayos, que no son ni por asomo tan meticulosos como los ex-miembros de comandos balcánicos que tenemos en España vigilando a los niños que entran en las discotecuchas. J y Angelo, en cambio, no lo consiguen, así que salimos casi con alivio, pues el lugar era inmundo.

Después entramos a una discoteca gay  por error, un lugar sórdido y oscuro, y es el propio Angelo el que propone que salgamos de ahí, pues varias manos le han tocado en la oscuridad.

Según vamos avanzando de calle en calle en busca de otro local en que entrar, el ambiente de la noche de Georgetown se vuelve decadente, lleno de turistas que solo buscan lo que buscan y de autóctonos que solo ofrecen lo que ofrecen. Al leer la palabra turista se suele pensar automáticamente en gente occidental, pero también hay muchos indios, japoneses, indonesios, y otros asiáticos dando rienda suelta a sus perversiones en Penang. También hemos venido cruzándonos a lo largo del día con muchos mochileros extremadamente tatuados o, como dice Alberto, viajeros hardcore. Llegamos a la conclusión, dada la cercanía y el hecho de que sea un fin de semana de fiesta, de que los viajeros que se estaban moviendo por Tailandia han bajado a pasar un par de días a Georgetown, creando un rollo parecido al que puede verse en el Sur del país vecino: básicamente, mochilero rollo “the beach” + turismo sexual degenerado.

Al final, optamos por un local con atmósfera de pub inglés en el que jugamos con un futbolín asiático, algo infame e indigno de ser descrito aquí. Hay muy pocas mujeres y muchos gays y ladyboys, y como somos de los pocos europeos que hay en el garito, enseguida nos echan el ojo y alguna que otra mano cuando pasamos. En el momento en el que me acerco a un grupo a pedir un cigarro, un señor malayo de unos cuarenta me agarra diciéndome que qué le doy a cambio. Me lo quito de encima de un empellón, por supuesto después de coger el cigarro, y me voy dando las gracias. El señor lo intenta más tarde con Angelo y con más chicos del local, con igual o peor éxito.

En aquel pub “inglés”, nos vemos envueltos en una danza surrealista, mezclados con los individuos locales más estrafalarios, y Angelo se arranca con sus mejores pasos generando algarabía entre los asiáticos. La situación es extraña, pero divertida de observar.

Hemos conseguido colar botellas pequeñas de licor en el local, y aunque los empleados de seguridad nos ven claramente beber de ellas varias veces, no nos dicen nada, poniendo de relieve el valor que tiene siempre un cliente occidental, aunque sea un pelao que no consume.

Cansado de hablar con tíos lascivos, en un punto me acerco a charlar con una atractiva chica indonesia que baila muy bien y que es prácticamente la única mujer del bar. Si bien, cuando se ríe, descubro que le faltan un número significativo de dientes delanteros, lo cual, no os mentiré, le resta cierto atractivo. Eso, unido a que no habla ni una palabra de inglés y que no para de bailar conmigo frenéticamente, me hace retirarme con educación.

En un momento dado, algo después, la noche pierde fuelle, así que salimos del bar y nos encaminamos al nuevo hostal. Se produce un momento divertido cuando en la puerta intentamos sin éxito que alguien nos haga una foto decente a los cuatro. Tratamos con varios grupos, borrachos tanto ellos como nosotros, y como resultado obtenemos un álbum de unas diez fotos borrosas, cortadas, hechas al revés o con el zoom al edificio de detrás, un despropósito.

Una vez de camino, yo me encuentro una caña de bambú y me abstraigo haciéndola girar en mi mano durante todo el trayecto. Ni siquiera me doy cuenta de que nos estamos perdiendo hasta que estamos totalmente perdidos. Damos vueltas por el centro, lleno de locales con luces llamativas y cortinillas discretas, y en una media hora conseguimos dar con el hostal, cayendo destruidos en las camas sin siquiera darnos las buenas noches.

Así, bruscamente, acaba nuestro extenuante primer día en Penang.

Para acompañar la entrada, un poco de música de inspiración chinescarrl: http://www.youtube.com/watch?v=xcladBjwGXc