miércoles, 30 de enero de 2013

"Trust me, It´s paradise"


Aún son las 6 de la mañana cuando soy arrancado violentamente del sueño por la llamada al rezo expedida a un volumen brutal desde los altavoces de la mezquita de Kampung Keling. Después de todo, vivir en la calle de la armonía no es tan armonioso.

A juzgar por los quejidos soñolientos y las vueltas entre las sábanas de mis compañeros de dormitorio (hay al menos 9 camas ocupadas), podría decirse que no soy el único que se está preguntando por qué los islámicos rezan de forma tan tempranera y estrepitosa, y si lo harán tan largo todos los días, imposibilitando sistemáticamente el sueño del barrio entero.

Ya que va a ser difícil volverse a dormir si el imán de turno no decide bajar un poco el tono, y eso no parece que vaya a ocurrir pronto, ni siquiera lo intento. Me levanto, recojo mis cosas, y vuelvo al camino. Antes de salir me despido con un susurro de Rachel, la americana oriental, pero ella está dormida así que no insisto. Como siempre digo a la gente que conozco viajando: “nos veremos en otra vida”.

Antes de dirigirme hacía Pulau Besar he decidido hacer una pequeña marcha de unos cuatro kilómetros hacia el Sur de Malaca para visitar el fuerte de San Juan, un antiguo bastión portugués que se haya en lo alto de una pequeña colina, dominando la costa. Mi padre tiene interés en las ruinas portuguesas de los siglos XVI y XVII y me lo dijo antes de venir, así que decido intentar sacar buenas fotos del fuerte para variar.

La mañana es clara y fresca, una delicia para caminar, calculo que será así hasta en torno a las 10, cuando el calor volverá a gobernar con mano de hierro sobre toda la zona. Aprovecho para pasar de nuevo por las ruinas de A Famosa de camino al fuerte San Juan que ahora se yerguen libres de turistas e infinitamente más agradables que la tarde anterior. También aprovecho para dar un breve paseo de nuevo por los jardines del palacio del sultanato, donde los característicos ancianos chinos practicando Tai Chi transmiten tranquilidad (algunos están usando bastones y espadas de madera). 

Jardines del palacio del Sultanato

Al cruzar por última vez el río Melaka, veo un lagarto enorme nadando a una velocidad considerable con un estilizado contoneo de su cuerpo, lo tomo como un buen presagio para el día que comienza. Después abandono la ciudad y ando hacía el Sur por el estrecho arcén de la carretera principal, que transcurre paralela a la costa. Como voy a buen ritmo, en menos de cuarenta minutos me planto frente al camino que sube hasta la colina selvática donde reposan las ruinas del fuerte.

Pese a que el bastión es muy modesto y tan solo cuenta con 6 cañones (que apuntan tanto hacía el mar como hacía el interior, pues los ataques de las tribus indígenas, los piratas y las tropas de los sultanes del Sur de la península venían desde todos los frentes), el lugar es muy plácido y está vacío de turistas, pues se halla fuera de las rutas habituales. Me quedo un rato y observo a una familia de macacos que juegan muy activamente en los árboles de alrededor del fuerte. En ese momento recuerdo que llevo mis prismáticos, así que obtengo muy buenos primeros planos de los movimientos de los primates, que están muy activos a esa hora de la mañana y saltan de rama en rama haciendo que los árboles cobren vida. Es interesante ver como algunos se asustan ante mi presencia y mi observación, poniendo de manifiesto su falta de costumbre y descaro para con los humanos. Desde luego, está claro que poca gente les molesta allí arriba, en comparación con la marabunta diaria de otros emplazamientos de monos como las cuevas Batu.

Decido que es hora de volver cuando empieza a caer una ligera llovizna. En el recorrido de vuelta doy una patada a algo sin darme cuenta mientras camino y descubro que es una cabeza de mono arrancada, lo tomo como un mal presagio que anula al lagarto del río, estoy en tablas con los presagios (estas son las cosas que uno piensa cuando camina durante mucho tiempo solo).
Ir a la isla de Pulau Besar desde donde estoy no es fácil: hay que volver a Malaca caminando, coger un autobús a la estación de Melaka Sentral, buscar otro autobús a Umbai y desde allí andar hasta encontrar el embarcadero de Anjung Batu, desde donde un barco zarpa cada dos horas hacía Pulau Besar.

Una vez de vuelta en Malaca debo preguntar a un señor local para encontrar la parada del autobús a la estación central. Como tantas otras veces, el lugareño rebosa amabilidad pero me indica mal, así que al final debo apañármelas y correr cuando veo el autobús a lo lejos para seguirle hasta la parada. 40 minutos después vuelvo a estar sumergido en el caos de la horripilante estación de Melaka Sentral, donde esta vez al menos tengo suerte y encuentro rápido el autobús a Umbai.

Una vez dentro, tengo la sensación de que en vez de en un autobús corriente voy en una guagua, ya que el ambiente que se respira en el interior del vehículo me recuerda un poco al buen rollo y la pachorra caribeña que viví en Cuba (o en Canarias). Hay poca gente, todos locales, y todos van despatarrados en los asientos, hablando a gritos entre ellos y con el conductor. Este es un hombre calvo y gordo que no habla ni una palabra de inglés, sin embargo se trata de un tío muy popular y todo el mundo le saluda cuando pasa junto al autobús. Cuando por fin arranca, casi 20 minutos tarde, para el autobús cuatro veces antes de salir de la estación para que se suba gente que aun llega más tarde y para despedirse de gente que conoce y que le devuelve el gesto a gritos. Como no tengo ni idea de cómo es el sitio a donde voy y las paradas no están señalizadas de ninguna manera le pido al conductor, y también a los pasajeros que van sentados en torno a mí (ya que sospecho que el conductor popular no ha entendido una palabra pese a decir “yes yes”), que me avisen cuando lleguemos a Umbai. Uno de ellos me dice que él también va allí y que me avisará un poco antes de llegar.

Durante el camino, la popularidad del conductor aumenta, y saluda a gente incluso cuando va a toda velocidad por la autopista. Al cabo de un rato me quedo ligeramente traspuesto y cuando abro los ojos (debido a un frenazo) veo al hombre que iba a Umbai bajándose del autobús, sin haberme avisado ni lo más mínimo. Salto del asiento y salgo del vehículo dando traspiés, habiendo cogido mi mochila de milagro.

No sabía muy bien lo que era Umbai durante el trayecto, pero ahora que me encuentro en el arcén de una calzada que atraviesa un bosque tupido con tan solo dos tiendas diminutas y un palo y un banco que indican la parada del autobús, sé que no es un pueblo. Pregunto por Anjung Batu y la dependienta solitaria de una de las tiendas me manda por un camino a medio asfaltar que se adentra en el bosque, en dirección a la costa. Durante el camino, de unos veinte minutos, no me cruzo más que con dos coches y unas motos manejadas por los típicos niños southeasterns con melena y sin camiseta. Empiezo a pensar que el hecho de que el sitio tenga un acceso relativamente complejo puede llegar a mejorar su atractivo de forma significativa, al quitar de en medio a todos los viajeros comodones. 

Camino al embarcadero de Anjung Batu

Al llegar al embarcadero, muy rudimentario, la cosa mejora, pues no hay ni un solo blanco, solo grupos de indios y chinos con bártulos para pasar un domingo en familia. Compro el ticket y espero mientras me fumo un cigarro sentado junto al mar, mirando las islas diminutas que sobresalen como bosques de palmeras que han crecido espontáneamente en mitad de las olas. Tengo un hambre atroz, y sospecho que en la isla no va a haber ningún bar ni casa de comidas ni nada que se le parezca (en efecto, resulta que no lo hay), así que compro unas galletas arenosas en la diminuta tienda del embarcadero y con eso sobrevivo todo el día, terrible. 

Cuando por fin partimos hacía la isla, me siento en la parte de atrás del pequeño ferry y allí conozco a unos musulmanes jóvenes bastante simpáticos que me piden unas fotos con ellos, soy el único blanco a bordo. En 20 minutos llegamos a nuestro destino y desembarcamos junto a una playa fantástica que limita con la jungla que parece ocupar todo el pedazo de tierra que es Pulau Besar.

Juerga en alta mar

Es entonces, al enfilar el embarcadero, cuando alguien me saluda de improviso. Me veo frente a un hombre chino de unos 40 años que no conozco. Me cuenta que él también ha pasado la noche en el hostal Sama-sama y que nos saludamos ayer por la noche, cuando él me vio llegar. Se llama Chang (o eso me parece entender), y aunque no soy capaz de acordarme de él, le saludo con la misma amabilidad con la que él se me ha acercado. Va con un sur coreano de aspecto muy retraído (en ese momento pienso que son amigos, pero luego descubro que el coreano también ha conocido al señor Chang ese mismo día) y con un señor malayo de aspecto isleño (y algo Tamil también) que luce una impresionante barba blanca que le llega hasta la mitad del pecho.

Enseguida descubro que el señor Chang habla por los codos, se trata de uno de estos chinos más adultos que son todo lo contrario que sus homólogos jóvenes en su país de origen: dicharacheros, bromistas y seguros de sí mismos. De hecho, es tan locuaz que durante el trayecto en barco ha liado al malayo de las barbas para que le enseñe las mejores playas de la isla, ya que él viene a menudo (tiene una pinta de que viene a fumarse unos troncos que no puede con ella). Me invita insistentemente a ir con ellos, y como me parece una buena manera de quizá llegar a conocer los rincones ocultos de la isla, me uno al extraño grupo.

Los cuatro que nos hemos ido a juntar atravesamos una cala y una zona más junglesca, el ambiente es muy tropical, con muchos cocos en la arena, mucha vegetación, gallinas sueltas y poblados con casuchas y hamacas. No hay casi nadie, lo que parece ser el bar principal de la isla está cerrado y solo nos cruzamos con un pequeño grupo de pobladores locales que se traen una pachorra envidiable, aún más que la vista en Malaca.

La vida allí parece realmente ir a otro ritmo: pescadores y artesanos sentados en las escaleras de sus cabañas, fumando y saludando con una sonrisa al hombre blanco que visita su isla. Cabras sueltas, negocios cerrados por vacaciones permanentes, mucha jungla y tiendas de campaña rudimentarias de gente en retiro del mundo, en las pequeñas calas desiertas que atravesamos, surgiendo entre la maleza, a pocos metros del agua burbujeante. Vemos poca gente bañándose, como si ya hubieran disfrutado suficiente del agua y el paisaje. Unas chicas musulmanas se meten al agua con todo su atuendo, fieles a su hiyab o código de vestimenta, que estipula que la mayor parte del cuerpo, incluida la cabeza, debe estar siempre tapada en público, aunque se esté en una cala desierta de Pulau Besar.

En esta zona de la isla, la poblada, hay suciedad en la arena, el agua no es clara, y hay muy pocos metros de playa realmente buena, ya sea por la basura, las raíces que llegan hasta el mar o las maderas, cocos y gallinas que hay por todas partes. Seguimos avanzando y en un momento dado alguien llama a nuestro colega de barba y cabello abundante y lo invita a acercarse a una especie de bar primitivo que se encuentra junto al camino. Nuestro hombre se disculpa, pero la tentación de relajarse en aquel chiringuito es demasiado grande, así que nos indica el camino para que sigamos cruzando la isla y se separa de la comitiva.

Nosotros, a su vez, nos alejamos de la costa para atravesar el interior de la isla. Allí encontramos varios santuarios hindús muy rudimentarios y naturales, construidos sobre rocas y arena. Los santuarios siguen un recorrido que se adentra en la jungla más espesa del interior, esta es una zona sagrada y los zapatos han de dejarse fuera, aunque sea en terreno natural y al aire libre.

Selva sagrada

Respetuosos, subimos descalzos por una cuesta muy empinada donde aparecen más altares bajo abrigos de roca. Arriba del todo, mientras yo trepo a unas rocas creyéndome Indiana Jones, el señor Chang descubre algo que le fascina: una rama extremadamente intrincada, y flexible como una serpiente, que forma un columpio natural. El señor Chang, fuera de sí, se columpia durante un rato y ríe desproporcionadamente quebrando la tranquilidad del bosque sagrado. Nos pide que le hagamos fotos y disfruta mucho del artilugio, hasta el punto de que se levanta para irse varias veces y se vuelve a sentar incapaz de abandonar semejante objeto de diversión. En un momento dado, el coreano (que es algo obeso) pide columpiarse, ante lo cual el señor Chang dice “¡Tu no! ¡Yo sí puedo pero tú no! ¡Eles demasiado glande, se lompelá!”, tras lo cual suelta una carcajada y me mira buscando complicidad. Como en ese momento aún creo que son amigos que viajan juntos, no me parece tan extraño, pero en cambio, cuando más tarde descubro que se han conocido ese mismo día, el comentario socarrón me parece un tanto ofensivo para nuestro compañero coreano Jin-Young Kim. Estamos ante una muestra clara de lo que se ha llamado siempre “humor amarillo” o lo que es lo mismo, humor sencillo pero cabrón (en eso consistía básicamente el mítico programa).

Cuando míster Chang se cansa por fin del columpio, bajamos de nuevo por la pronunciada pendiente, con los pies maltrechos por las piedras picudas, la hojarasca reseca y las raíces. Seguimos avanzando hacia el otro lado de la isla atravesando una explanada de césped desierta delimitada por una selva muy elevada compuesta de cien tipos de árboles y arbustos entrelazados en una amalgama de tonalidades verdes y llena de aves que van y vienen pregonando su singularidad a través de extraños graznidos. El Doctor Hammond podría haber escogido la isla de Pulau Besar para resucitar a sus célebres dinosaurios e instalar su parque jurásico allí sin haberse arrepentido lo más mínimo.

El mundo perdido de Pulau Besar...
Bien merece dos fotos

Atravesamos un lago y una nueva arboleda muy crecida y al apartar los últimos helechos nos damos de bruces con el mar.

Avanzamos por la arena blanca como exploradores recién llegados a tierra ignota, y al mirar en derredor, me doy cuenta de que acabo de llegar a la mejor playa que he visto en mi vida. Se extiende por unos cien metros en la lejanía, acabando en unos riscos. La jungla se ha detenido en la arena como dando un frenazo, temerosa del agua marina, si bien algunas ramas parecen estar perdiendo el miedo y aventurándose por delante de sus más respetuosas compañeras para acariciar la superficie del agua con sus alargados dedos vegetales. Pero sin duda, lo mejor de todo es que está absolutamente desierta.

La playa

Es entonces cuando empiezo a pensar que quizá sea el momento de separarme un poco del señor Chang y del coreano silencioso y explorar aquel lugar extraordinario por mi cuenta. En cualquier caso, lo primero es lo primero, así que me quito la camiseta de un plumazo y me tiro al agua, que se haya a una temperatura magistral, ni fría ni caliente, como si hubiera sido cuidadosamente preparada para nuestra llegada. Después de bucear, nadar, impulsarme bajo el agua, coger puñados de arena, maravillarme observando la jungla y la playa y las rocas que la bordean durante un rato, y con el objetivo de aislarme y relajarme aún más en mente, comunico a mis compañeros que voy a nadar hasta la siguiente cala, que se atisba al otro lado de las rocas, aún más remota, sin acceso por tierra.

Nado hasta allí y me subo con dificultad a unas rocas de considerable tamaño, allí me siento y miro en derredor desde mi trono de señor de aquellas tierras. Enseguida me doy cuenta de que el señor Chang  no está contento si alguien no le hace caso y me ha seguido hasta allí. Se sube a las mismas rocas donde estoy sentado y me pregunta que en qué trabajo (me cuenta que es empleado de una agencia de viajes en Chengdu, China, y que habla tan bien en inglés porque ha vivido ocho años en Singapur). Como resulta evidente, no me apetece hablar de eso en aquel momento ni en aquel lugar así que le propongo saltar desde la roca, que pese a ser escalable por la parte trasera, tiene una caída de unos 5 metros por el otro lado. Él dice que no lo haga, que no sabemos si cubre y que quizá me raspe la espalda al caer. El coreano también se ha acercado, desperdiciando la otra cala, que le habíamos dejado sola para él, así que le pido que se pasee por la parte donde voy a caer y averigüe si es seguro. Una vez hecho esto salto y obtengo de esta forma mi pequeña dosis de adrenalina del día, pese a darme contra el fondo.

Más tarde, cuando intento hacer lo propio (escalar y saltar) desde otra roca, me resbalo y me doy con la rodilla contra una esquirla picuda, produciéndome un corte poco profundo pero vistoso y sangrón. Estoy algo lejos de la playa en ese momento así que me da por pensar a qué clase de criaturas puede atraer mi sangre. Nunca me he sentido del todo seguro en el agua cuando me alejo de la costa, pero en aquel momento lo que normalmente es una paranoia estúpida puede fácilmente resultar un peligro real (no hablo tanto de tiburones, que también –  alguno pequeño puede andar cerca de la costa –, sino más bien de parásitos, peces más pequeños o simbiontes no identificados a los que puede que atraiga la sangre). Nado pues de vuelta y descubro que míster Chang y el coreano obeso se están alejando bastante, caminando por la arena. Aprovecho la ocasión para escabullirme a la cala del al lado y de esta forma puedo disfrutar por fin de una playa paradisiaca entera para mí solo. Me tumbo durante un buen rato, escuchando como las aves tropicales, el viento en los árboles y las suaves olas forman una combinación sonora perfecta; sin nada más, sin risas de niños, sin salpicaduras de gente que entra corriendo en el agua, sin gente jugando al voleibol, sin castillos de arena, sin tíos marcando paquete ni tías en topless, sin familias con nevera portátil, sin sombreros de paja ni sombrillas ridículas, sin chiringuitos ni paellas. Solo yo y la playa, los cocos y los cangrejos ermitaños y los pequeños tritones que corren por la arena mientras me doy un paseo, las rocas vacías, las raíces que surgen de la arena, la selva, los pájaros azules. No es fácil describir aquel paseo perfecto. Ando mucho, me alejo durante más de media hora, sorteando murallas de roca y vegetación para descubrir nuevas calas a lo largo de la costa, la experiencia es sublime. http://youtu.be/gyDzHrLIApQ 

La cala secundaria
Cangrejo ermitaño

Cuando vuelvo, mi cuerpo se halla totalmente abrasado. Por supuesto, se me ha olvidado la crema solar, (ni que fuera alguien previsor!) y aunque está bastante nublado, no hay nube que pueda detener la inclemencia del sol tropical.

El señor Chang llega al cabo de un rato de su paseo, ha encontrado unos corales buceando y por supuesto, como buen chino destructor de mundos naturales, los ha arrancado inmediatamente y me los enseña orgulloso. Como su cámara está lejos y él mojado, me pide que le haga una foto y se la envíe luego, gracias a eso tengo testimonio gráfico de un personaje entrañable y odioso a partes iguales que conocí en una isla casi desierta:

¡El temible señor Chang!

Decide dejar los trozos de coral, pues aunque quiere llevárselos el muy bruto, pesan demasiado y no caben en la mochila. Allí quedan abandonados, víctimas de una barbarie innecesaria. Yo buceo un rato más en la zona donde el señor Chang me ha dicho que los ha encontrado pero el agua está turbia y distingo muy poco, aunque sé que el coral está ahí porque me raspo varias veces con sus irritantes extremidades.

Después, nos vamos, aunque yo me quedo unos minutos más despidiéndome del lugar antes de abandonarlo quizá para siempre y luego les alcanzo.

Solo en la playa

Podría haberme quedado algo más, pero el último barco zarpa de vuelta a la civilización a las 5:30, y es el momento de emprender el largo viaje a KL, dividido en 7 fases que incluyen caminatas, trayectos en barco, en autobús y en tren: playa-embarcadero-umbai-melaka sentral-estación BT Selamat- Segambut.

Antes de zarpar, nos despedimos de nuestro amigo el malayo barbudo, que sigue en el chiringuito. Un personaje curioso, que aunque parece hastiado al escuchar de nuevo la voz chillona del señor Chang, se hace muy amablemente una foto con nosotros y nos explica el significado de unas extrañas tumbas en forma de pináculos que hemos estado viendo en diferentes puntos de la isla: Al parecer algunos sultanes antiguos creyeron que había algo sagrado en Pulau Besar y por eso decidieron reposar eternamente allí. Después de haber visto las playas y las selvas de la isla, yo no les culpo en absoluto.

Una extraña compañía


El viaje de vuelta tiene poco que reseñar, en la estación de Malaca me despedí del Señor Chang y del coreano pues ellos tomaban otras rutas y me di un atracón épico en un antro indio cercano y barato. Tras esperar una hora digiriendo y pasar por el caos pertinente (los destinos no estaban anunciados en ninguna pantalla y todo el mundo indicaba muy mal; cuando llegaba un autobús, siempre tarde, un señor gritaba el destino y la gente se subía en tropel; ni siquiera me pidieron el billete), cogí el autobús a KL y después el tren a casa. Una vez allí caí rendido en la cama y así terminó mi viaje a la ciudad colonial de Malaca y al paraíso natural abandonado de Pulau Besar.

Para terminar, me gustaría añadir una canción para acompañar a este relato sobre un viaje a la playa: http://www.youtube.com/watch?v=XvmkMkQHAPU 


viernes, 25 de enero de 2013

Malaca, ciudad contraste


Es viernes por la noche y estoy casi solo en la oficina. Hace más de dos horas que he perdido toda esperanza de encontrar a alguien para hacer un plan decente, ir al centro y tomar unas cervezas. Así que empiezo a pensar que voy a tener todo un sábado y un domingo enteros y sin resacas para hacer un pequeño viaje. Miro el mapa en busca de destinos cercanos a Kuala Lumpur que sean de mi gusto y leo sobre Malaca, una pequeña ciudad a dos horas al Sur, antigua capital de Malasia, con una apabullante herencia colonial. En poco tiempo me preparo una ruta interesante y completa para dos días, meto cuatro cosas en mi mochila, pongo la alarma a las 6:30 de la mañana y me acuesto.
A la mañana siguiente tras una ducha rápida, salgo sin desayunar y a buen paso hacia la estación de autobuses de Puduraya, a dos paradas de tren y veinte minutos andando de Segambut. Una vez allí, me encuentro con el caos asiático característico de cualquier lugar concurrido: taxistas que, pese a ver que entras en la estación, te dicen que si quieres que te lleven al hotel, mendigos, backpackers, y muchas compañías de autobuses diferentes cuyos encargados salen del puesto, gritan para atraer a los clientes y se hacen agresivamente la competencia. Bien, porque a mí esto me encanta, si bien al entrar y preguntar por allí: FAIL! El autobús desde Kuala Lumpur a Malaca lo opera solo una compañía y resulta que es una de las que se han cambiado a la nueva y gigantesca estación de Bersepadu Selatan, considerablemente lejos de Puduraya.
Bueno, salgo de allí y empiezo a pensar cómo demonios voy a llegar a la otra estación sin que se me haga demasiado tarde y el viaje ya no merezca la pena (tengo pensado ver toda la ciudad de Melaca en el mismo día y el Domingo viajar más al Sur para coger un barco e ir a una isla que tiene muy buena pinta). Primero pienso en el taxi, pero los malditos bastardos taxistas que andan por allí se niegan a poner el contador, dicen que me llevan por 30 ringgit, 10 pavos, precio fijo (con contador serían menos de 10 ringgit, seguro). Como yo no pago abusos, les suelto un par de improperios furiosos y me voy de nuevo hacía la estación de tren mirando el mapa y calculando el tiempo, voy a tardar casi una hora en llegar a Bersepadu Selatan. Durante un momento pienso en desviarme e ir hacía el parque del lago de KL que aú no he visitado y está cerca, dejando Malaca para otro fin de semana… pero entonces pienso en las playas de ensueño que me esperan en Pulau Besar (la isla a la que quiero ir el Domingo) y aceleró el paso a la estación.
Una vez allí, todo es más ordenado y occidental. De hecho, el autobús en el que me subo (el primero que cojo en Malasia) es el más cómodo en el que he viajado nunca, nada que ver con las latas de conservas con ruedas nepalíes, en los que ponen más asientos de los que caben de forma que se acaba yendo horas con las piernas inmóviles, aplastadas y contorsionadas. Durante el agradable viaje procuro no dormirme para poder ver el paisaje del Sur de Selangor y de la región autónoma de Malaca, así como para leer un poco la guía, tomar notas y acabar de perfilar la ruta por la ciudad.  La modernidad y calidad del autobús y de las carreteras malasias me hace pensar en la riqueza del país, en como la situación privilegiada de sus puertos, justo en medio de las principales rutas comerciales entre India y China y protegidos del gran océano por la inmensa isla de Sumatra, lo ha hecho prosperar por encima de sus vecinos desde mucho antes de que las potencias coloniales pusieran sus ojos codiciosos en la estrecha península. Resulta interesante además, analizar la diferencia entre esta situación y la de Nepal, volviendo a las comparaciones odiosas entres los autobuses de un país y de otro. La fascinante tierra nepalí también se encuentra justo en el medio de las grandes potencias que condicionan y han condicionado siempre el desarrollo del continente asiático, India y China, si bien, y pese a que las rutas por tierra serían a priori las más lógicas y utilizadas, la barrera natural del Himalaya lo cambia todo, haciendo que sea mucho más fácil fletar barcos. Mientras pienso lo curioso (y lógico por otra parte) que es que una cordillera haya condicionado tanto, para bien y para mal, a todo un continente, sus rutas de comercio y la distribución de la riqueza y la miseria entre sus territorios, llego a la estación de Malaca Sentral, un lugar abyecto que ahuyenta todas mis divagaciones.
Allí el caos asiático se vuelve extremo y llega a molestarme. Voy muy tarde porque el autobús se ha retrasado, me quedan tan solo 5 horas de luz para ver una ciudad entera, pero aun así quiero comprar el billete de vuelta a KL por si acaso se agotan antes del domingo por la tarde. Vuelve a haber muchas compañías diferentes, los destinos no están claros y la gente habla peor inglés que en la capital. Me indican mal, me intentan vender billetes que no quiero, y cuando por fin encuentro lo que busco, me cobran más de lo que me costó el billete de ida. Salgo enfadado y para colmo no encuentro un taxista que quiera poner su maldito contador así que acabo pagando 20 ringgit por ir hasta la ciudad desde la odiosa estación, que además está en las afueras.
El taxista al menos es amable y me pregunta que hago viajando por allí así que hablamos un poco antes de que me deje en la plaza del ayuntamiento de Malaca.
La pequeña plaza ayuda a hacerse una idea de lo que es Malaca, una ciudad que ha pasado por manos de indios musulmanes, portugueses, holandeses, británicos y malasios (en ese orden y siempre con mucha influencia de los chinos, que no conquistaban pero siempre andaban por allí). El edifico del ayuntamiento es rojo, de la época holandesa, muy colonial. Por sí solo no goza de una gran espectacularidad, pero integrado en el conjunto formado junto con la iglesia de Cristo, también roja y construida en 1753 por los holandeses con ladrillos rosas traídos de Zelanda (Países Bajos), la fuente del periodo británico dedicada a la reina Victoria, los rickshaws (taxis-bicicleta que aparecen por doquier en cualquier parte de Asia)  multicolores y adornados con flores que hay por toda la plaza y los árboles tropicales, resulta una imagen muy pintoresca. 
Plaza del Ayuntamiento

A pocos metros se encuentra el río Melaca, cruzado por un puente que pasa junto al bastión holandés, un pequeño fortín de ladrillos anaranjados con cañones apuntando a la desembocadura del estrecho río, y en frente empieza Chinatown.
Chinatown
Una vez en el distrito chino, me desvió de la calle principal y paseo un rato por la parte sur del barrio. La arquitectura de los edificios bajos de esta zona es muy curiosa, pues los comerciantes baba (chinos nacidos en el estrecho de Malaca) construyeron aquí sus casas combinando la arquitectura china, holandesa y británica y dando lugar a un estilo que se conoce como paladino chino o barroco chino, muy interesante de analizar: 
Solo consigo entrar en una de las casas, un anticuario con decoraciones y muebles carísimos y de gran calidad pertenecientes a los baba, y la verdad es que el interior es aún más cautivador que el exterior. Los dueños charlan en torno a un té en un patio abierto donde se respira gran tranquilidad. Ni me miran al pasar, pues no hace falta provenir de una estirpe milenaria de comerciantes para deducir que no soy el perfil que va a comprar ninguno de los variados artilugios que venden. No obstante, me introduzco algo más en la tienda y llego a la parte trasera, que tiene una espectacular piel de tigre colgada en la pared, un pequeño estanque, y arriba, una sala abierta al exterior por el techo, y llena tan solo con una mecedora que mira a una gran pared blanca. Todo es muy zen en aquella tienda, así que me quedo un rato mirando cuadros, mapas antiguos, esculturas y maquetas de barcos, muy relajado.
Anticuario Baba

Cuando salgo de nuevo a la algarabía de Chinatown, sigo bajando por la calle de los baba y me encuentro con un palacio espectacular encajonado malamente entre dos casa más bajas (el sobrepoblamiento asiático, una constante), un hotel con unos azulejos con animales muy llamativos y un pequeño templo taoísta. Como curiosidad, para quien le interese, es interesante contar que en los diversos templos que vi en el barrio chino de Malaca (había bastantes, algunos muy pequeños, sucios y sin señalizar como si fueran tiendas, y algunos muy grandes, sobre todo dedicados a la diosa de la misericordia, Guanyin), descubrí unas estatuas horrorosas de barro representando una especie de perros o animales no identificados debajo de cada altar, a veces cubiertos por una sábana. Es posible que estos “perros” representen demonios que han sido derrotados por las deidades que se encuentran sobre ellos, en el altar, aunque algunos de ellos también tienen ofrendas dispuestas a su alrededor (no estoy seguro de esto, si alguien sabe que significa estaría bien saberlo, lo miraré por intelné de todas formas). 
Perro de aspecto siniestro

En el barrio chino, además de los muchos templos, hay tiendas de linternas chinas rojas y doradas y de ungüentos curativos o funerarios, lo cual aumenta considerablemente la diversidad de olores y colores y crea una atmósfera agradable y exótica. También hay muchos masajistas de píes: 
Masajista de píes

Son como las 3 de la tarde y solo he comido un bollo en la estación, así que el hambre aprieta ya demasiado como para andar buscando un sitio con buena pinta para comer y, como tantas otras veces, acabo metiéndome en el primero que veo. Allí, una chica muy tímida y sonriente me sirve lo único que tienen: unos noodles caseros estilo cantonés (son como dumplings vacíos, los dumplings son muy típicos en china, son parecidos a los ravioli pero hechos de pasta de arroz) y una sopa de bolas de pescado que parecen pelotas de ping pong y saben parecido. Me lo como todo ante la sonriente mirada de la abuela del local, que no me quita ojo y que al irme inclina silenciosamente la cabeza con mucha aprobación y contenta de que no haya dejado nada en el plato. Una de las cosas buenas (y al mismo tiempo malas) de viajar solo es que no se pierde ningún tiempo con la sobremesa en días en los que se quiere ver mucho y se dispone de pocas horas. Suprimo también la parada del cigarro pues por la tarde quiero andar hasta las afueras donde tengo entendido que hay un cementerio chino medio abandonado que pinta interesante.

Siguiendo por Chinatown llegó al poco rato a la increíble “calle de la armonía”, una vía estrecha y concurrida que en escasos cien metros ostenta una antigua mezquita (muy curiosa porque fue construida por hindúes, por lo que en su arquitectura se mezclan elementos árabes, indonesios – porque los musulmanes del Sur de Asia también se establecieron en Sumatra y Bali – e hindúes), un templo hinduista (bastante estándar y muy sucio, aunque tuve la posibilidad de asistir a los rezos) y uno taoísta (muy parecido a los ya descritos en esta y otras entradas).

Cuando acabo de caminar despacio por allí, fascinado por la calle de la armonía, y visitar los tres templos, vuelvo a cruzar el río para subir al monte de San Pablo, coronado por las ruinas de la iglesia portuguesa homónima. Las ruinas católicas me resultan misteriosas y atractivas, pues se hallan rodeadas de algunos árboles tropicales y contienen una entrada, cerrada por desgracia, a unas catacumbas (¿por qué demonios no dejarán entrar casi nunca a las catacumbas de las iglesias y sí a cualquier otro cementerio?). El sitio, combinado con la vegetación, un pequeño cementerio holandés que se encuentra en la ladera, y la gran puerta de Santiago más abajo (lo único que queda en píe de la fortaleza de A Famosa, levantada por los portugueses en el año 1512) es bastante espectacular, muy digno de aparecer en el próximo Uncharted. Por desgracia, lo sería aún mucho más sino fuera por los ruidosos turistas chinos que se arremolinan haciéndose fotos estúpidas en todas partes y las rickshaws, que ante la falta de clientes encienden los potentes bafles que han instalado en la parte trasera del asiento del pasajero y hacen sonar el Gangam Style a todo volumen (de verdad que le estoy cogiendo auténtico asco a esta canción, omnipresente aquí sin importar donde vayas).

Porta de Santiago y iglesia de San Pablo

Cuando acabo de pasear por el monte San Pablo, atravieso los jardines del palacio del Sultanato (un gran edificio típico malayo con doble tejado, construido supuestamente sin usar ni un solo clavo, solo encajando la madera) y empiezo la que será la caminata más larga del día, a lo largo del río hasta Villa Sentosa.

Villa Sentosa está en el barrio de Kampung Morten (nombre un tanto siniestro para un barrio tan agradable), un distrito de cabañas malayas situado a lo largo de un meandro del río Melaca. Allí, un miembro de la centenaria familia Sentosa, me enseña la casa con una amabilidad que enamora. La gran cabaña es a la vez su casa y el museo de su familia, y está decorada como si siguiera en la época colonial. Hay cerámicas Ming, muebles y decoraciones muy barrocas, un gong, un árbol familiar gigantesco, muchas fotos de los señores Sentosa y un gato con bastante mala leche. Antes de irme y dejarle un pequeño donativo al buen hombre, pongo mi nombre en el último libro de visitas de una extraordinaria columna de ellos que se halla junto a la entrada. Mientras lo hago, el señor Sentosa me habla de millones de visitantes (algunos famosos) que han dejado sus nombres allí desde hace más de 50 años.

Kampung Morten

Muy contento porque la visita a la villa Sentosa me ha gustado más de lo que esperaba, sigo hacía la iglesia de San Pedro, a las afueras. Es el templo católico más antiguo de Malasia, y tengo la suerte de presenciar una misa. Resulta muy curioso ver una iglesia cristiana llena de chinos y malayos rezando al unísono, después despliegan una gran pantalla y se proyecta un vídeo con letras de canciones que todos cantan (la letra básicamente repite una y otra vez “cristo nos ama y vela por nosotros”), es hora de seguir la marcha.

Consulto el mapa para encontrar el camino al cementerio chino, que como ya he dicho, se halla prácticamente fuera de la ciudad, en una colina (todos los cementerios chinos se sitúan en las laderas de lomas para optimizar el fengshui positivo). Nunca he estado en un cementerio chino así que tengo bastante curiosidad, además para llegar me adentro por un camino boscoso de chabolas muy atractivo y en el que se respira cierto aire remoto. Una vez en la colina funeraria, el abandono resulta evidente, si bien la vegetación aún permite caminar bastante cómodamente entre las tumbas. Estas son bastante extrañas y minimalistas, más parecidas a túmulos funerarios que ha lápidas al uso. Me recuerdan un poco a las casas de los hobbits del Señor de los Anillos, pero en miniatura.

Cementerio chino

Al descender la colina me pierdo un poco, así que pregunto a un señor mayor que hace ejercicio por allí. Es uno de esos ancianos chinos que parece estar en mucha mejor condición física que cualquier joven occidental, muy cordial, me indica el camino a la perfección, además me enseña un atajo que pasa por otro templo, este lleno de turistas chinos. Van en varios grupos con guías muy charlatanes y en un momento me incluyo en uno de ellos y asiento como si entendiera todo lo que el guía dice, confundiendo al personal.

Cuando salgo ya está oscureciendo, así que decido buscar un hostal donde pasar la noche. La guía habla de uno llamado Sama-Sama que es el más barato de la ciudad y está justo en medio de la calle de la armonía así que allí voy (puede que también un poco por el nombre). Cuando llego una Indonesia guapísima me lleva al dormitorio principal, con 18 camas y relativamente limpio y habitable. La ducha en cambio está llena de arañas pero es necesaria después de un día caminando bajo el calor endiablado de Malaca. En la habitación solo hay una chica, oriental, así que le pregunto qué se puede hacer por allí en una noche de Sábado. Me indica un par de sitios pero no se ofrece a acompañarme, de manera que después de descansar 15 minutos y esconder mis cosas bajo la cama me marcho a ver que se cuece.

Ceno rendang noodles con pollo, más clásicos que los de la comida, en un sitio muy tradicional en la calle más bulliciosa de Chinatown. El ambiente es muy bueno, hay muchísima gente y muy pocos occidentales; entonces aparece la chica del hotel y se sienta conmigo. Es americana de origen coreano, y me cuenta que lleva un año y medio viajando por el sureste asiático, cogiendo trabajos cortos aquí y allí. Nos vamos a tomar una jarra de cerveza no demasiado cara a un sitio cercano. La tía es rara de pelotas, tiene ticks, mucho pelo en las axilas y unas cicatrices de cortes ENORMES en ambos brazos. Pese a que me da cierto mal rollo, es bastante maja, y hablamos durante dos horas sobre nuestro pasado y nuestro futuro. Después me dice que hay un sitio guay en frente del hostal donde ambos dormimos así que nos acercamos.

El sitio de hecho es muy muy guay, las cervezas cuestan solo 6 ringgit y el dueño o camarero es un malayo rastafari que me da a elegir entre cerveza Tiger y una alemana. Cuando le digo que alemana por favor (estoy un pelín cansado de la Tigre ya) me dice “¿Qué te pasa? ¿eres alemán o qué?” ante lo que no puedo  más que reírme muchísimo. En el bar ponen muy buena música, sobre todo jazz, y enseguida nos integramos con el resto de gente que anda por allí. Son la mayoría extranjeros, muy backpackers, gente con mucha experiencia de viaje a sus espaldas y buenas historias que contar (como casi siempre, no hay españoles. Somos gente que viaja poco). 
Aprovecho la ocasión para promocionar un poco la ONG y consigo 3 direcciones de correo de posibles nuevas incorporaciones. Después hablo con un tipo que no quiere revelar su lugar de procedencia (pese a que su acento británico le delata), ya que lleva 18 meses en Malaca y es de allí, punto, no admite protesta alguna. También conozco a un iraní que me recuerda mucho a mi amigo Chaves, aunque él me saluda rápido y se sienta directamente a arrimar con mi compañera americana-coreana muy descaradamente. Mientras ellos hablan de documentales y de cine, yo me pongo a hablar de futbol con un inglés cojonudo que anda por allí. Al final una cerveza se convierte en tres y el inglés se empieza a poner rojo, me río mucho con él la verdad, es uno de estos personajes que no se me olvidará fácilmente. Cuando me dice que si me tomo la cuarta, que invita él, me resisto a caer en la espiral crápula ya  que la isla me espera a la mañana siguiente y mi alarma ya está puesta a las 6:30. Así que me despido educadamente de todos y me subo al dormitorio.

Es entonces cuando reparo en una escalera muy estrecha y empinada que no había visto antes y decido subir a ver que me encuentro. Aparezco en una azotea increíble, encajada en un mar de tejados variopintos, con la mezquita surgiendo entre ellos como un barco y las ruinas del monte San Pablo iluminadas sobre la ciudad. La tranquilidad es infinita, pese a que los ruidos de la animada noche del sábado llegan con la suave brisa. Me quito las zapatillas y me subo al tejado para quedarme allí de píe un rato bastante largo mientras surco los tejados con la mirada. Es un modo perfecto de acabar el día. 

martes, 22 de enero de 2013

Una rutina agradable



He estado un tiempo sin publicar de manera que las cosas que van pasando por aquí se acumulan en mi memoria y los recuerdos empiezan a entrelazarse y a difuminarse. Toca escribir.
Estás semanas he estado trabajando en la oficina todos los días de Lunes a Viernes de 9 am a 6 pm. Es un horario amplio pero relajado, pues se descansa bastante y hay un tiempo de una hora para comer que yo generalmente alargo a una hora y cuarto o una hora y media.

Mi trabajo ha resultado ser bastante inesperado, aunque me gusta: Estoy ejerciendo como una especie periodista interno de la ONG. Es decir, mi labor consiste en buscar y recopilar historias relacionadas con nuestro trabajo con los niños y escribir sobre ellas para luego publicar en internet, ya sea en forma de artículo para la web de la ONG, en forma de post de Facebook o bien de “tweet” de Twitter (tengo que gestionarambas cuentas en las redes sociales, soy un community manager de esos). Tiene que estar todo escrito en lenguaje y tono periodístico y buscan que las historias conmuevan a la gente que las lea, así que no es del todo fácil. De todas formas a mi jefa le han gustado bastante los artículos que he escrito hasta el momento y todos se han publicado en la web (siempre con algún retoque hecho por ella, que es muy suya). Para recopilar las historias tengo que moverme mucho, subo a menudo a la sección de informática, que organiza recogidas de materiales electrónicos usados para su reciclaje sobre las que yo tengo que escribir, y también voy al otro edificio (el de la escuela) a entrevistar y recopilar testimonios de estudiantes y profesores para adornar las historias y hacerlas más humanas y lacrimógenas (a mi jefa le encanta que haya lagrimillas de por medio).

En alguna ocasión, me han mandado asistir a determinados eventos para poder luego escribir sobre ellos con mayor exactitud, esto me permite salir de vez en cuando de la asfixiante oficina y le da al trabajo una variedad que resulta francamente agradable.

Uno de estos actos fue la celebración de un festival hindú en la azotea del colegio, durante la  cual los niños me pintaron el bindi en la frente, y pude asistir a la cocina ritual de un postre llamado Pongal (nombre también del festival) que consiste en arroz hervido en leche con mucho azúcar, así como a los rezos a diferentes deidades de Rick y los niños. El momento en que la leche hierve en la vasija donde se pone al fuego es el más álgido de la ceremonia, pues según reza la tradición, significa que los dioses aprueban la ofrenda que se les está haciendo (una parte de esta especie de arroz con leche se pone en el altar para que los dioses no pasen hambre), así que cuando esto ocurre todos los niños corren al altar y comienzan las plegarias. Los rezos hindúes resultan muy curiosos, pues se componen de retahílas incomprensibles de mantras en tamil dichos a una velocidad de vértigo y sin ningún tipo de separación entre las diferentes frases o palabras, son recitados primero por un conductor del rito y repetidos luego por el resto de presentes. En cada una de las situaciones en que he observado este rito he temido que la persona responsable de liderar las oraciones, en el caso del Pongal, un niño de unos 15 años, fuera a caer sobre el altar, asfixiado por su propia lengua…

Fue muy interesante ver el cariño que los niños de la escuela tienen por Rick, al que dieron de comer (con sus manos) del Pongal y besaron los pies, gestos de profundo respeto que solo se tienen hacía los padres en la cultura hindú y que hicieron llorar al profesor americano.

En otra ocasión, fui enviado a presenciar la fiesta de cumpleaños de una niña malaya que, por provenir de un trasfondo de pobreza y descuido, no había tenido nunca la posibilidad de celebrar su aniversario. La fiesta fue en Chow Kit, un barrio muy deprimido de la capital en el cual la mayoría de los niños son hijos de prostitutas o drogadictos y muchos son abandonados al nacer. En esta ocasión, además de llevar mi habitual cuaderno de notas para describir las escenas, fui encargado de realizar las fotos del evento, durante el transcurso del cual la niña en cuestión lloró de alegría (mi jefa contentísima) y dio de comer de la tarta a todos los presentes para expresar su gratitud, incluido a mí. Después los niños la dieron de comer a ella con las manos, costumbre por lo que se ve muy extendida también entre malasios, hasta que la niña casi se ahogó y tuvimos que detener las ofrendas. Ese día lo pase casi enteramente allí, jugando con los niños después de la fiesta y descubriendo, al intentar enseñarles algunas patadas de taekwondo, como la gente aquí lleva las artes marciales (sobre todo el muay thai y el silat) en la sangre desde bien pequeños. Eran niños muy hiperactivos, la mayoría de ellos con un gran déficit de cariño, así que fue muy fácil conectar con ellos y enseguida algunos empezaron a llamarme “abang”, hermano. Después de acabar la jornada, ellos mismos se ofrecieron voluntariamente a limpiar y recoger toda la sala, mostrando de nuevo una bondad entrañable.

A aquel cumpleaños fui con Aaron, un recién incorporado a la ONG que tiene 21 años y proviene de la isla de Borneo, concretamente de la espectacular región de Sabah. Desde que llegó este chaval he hecho bastantes buenas migas con él, ya que estuvo rápido en incorporarse a nuestro pequeño club de fumadores de azotea y trajo interesantes historias de su isla. Ha prometido enseñarme a hablar correctamente el idioma malayo y alguna de las 10 artes marciales que supuestamente domina.

Como realicé bien este trabajo periodístico durante la primera semana y como, según mi jefa, se me da bien “conectar con la gente” y me llevo bien con casi todo el mundo en la oficina, se me ha puesto en cargo de la conexión entre el departamento de comunicación (el mío) y los profesores. El fin de esta conexión es mejorar la pobre comunicación que existe entre ambas secciones y limar fricciones provenientes de la creencia que algunos profesores albergan acerca de la mayor importancia de su trabajo frente al nuestro. Mi principal cometido en este respecto es asistir a las reuniones de los profesores y representar allí a mi departamento. Aunque pueda sonar aburrido, enseguida descubrí que estas reuniones también tenían sus puntos divertidos, entre los cuales destaca el asistir a las pequeñas rencillas que tienen entre ellos acerca de sus cometidos y responsabilidades diarios.

Otra cosa que ha amenizado bastante estas primeras semanas es la diversidad de la vida en el barrio de Segambut, donde está el edificio donde trabajo y vivo. El mercado nocturno chino que todas los Lunes enciende las calles con luces, griterío y olores extravagantes (que van desde deliciosas frituras a frutas realmente apestosas – en serio, hay una especie de melón con pinchos que si lo hueles de cerca vomitas). Es una buena ocasión para darse un paseo, comer cosas peculiares, como piel de pollo frita o cortezas de pescado, ver a señores que sacan serpientes vivas de cestas, las anuncian a pleno pulmón y luego las venden, y comprar productos de alta tecnología china, como calcetines con los que “no se suda, siemple seco” (¡mentira!).

También seguimos yendo a los bares cercanos, y resulta cojonudo tener en una misma manzana una buenísima cafetería india (destacado el roti, una especie de pan hecho con huevo al que se le puede añadir desde queso hasta plátano y chocolate), un restaurante chino (que pese a estar infestado de ratas que se comen las ofrendas del altar budista  tiene noodles cantoneses muy grasientos y deliciosos) y uno malayo (con platos ultra picantes típicos de aquí y muy baratos). Después de haber llenado pertinentemente el buche, todo se ve con otros ojos con ayuda de unas cuantas carísimas cervezas Tiger (solo podemos beberlas en el restaurante chino, que es el único que está suficientemente cubierto de los paseos nocturnos de los estudiantes y del big teacher, que nos prohíbe cruelmente la cerveza y el tabaco).

A estas reuniones nocturnas acuden otros integrantes de la ONG, que cambian según la noche, haciendo de la variedad también una constante aquí. Así he descubierto como el sentarse en un bar a beber y poner desinhibidamente al jefe a caer de un burro no es una costumbre únicamente extendida en España. Existe una frivolidad divertida entre algunos de los integrantes de la ONG con respecto a los líos de la oficina, la falta de comunicación tanto vertical como horizontal y las sucias condiciones de vida (dejémoslo ahí).

Uno de los temas que se trata con asiduidad en estas charlas es el de la religión Bahai. Y es que toda aquella parafernalia y charla religiosa que me puso los pelos de punta durante mis primeros días aquí corresponden a esta religión, profesada por la mayoría de los integrantes de la organización. Se trata de una religión bastante moderna (fundada en el siglo XIX) que predica la unificación de todos los dioses y profetas en uno solo y que admite rezos a cualquiera de ellos dentro de su seno, siempre que en el largo plazo se orienten las oraciones hacía esta unión divina. 
Los rezos son diarios y afortunadamente, voluntarios. Se hacen durante la tarde y en ellos se reúnen tanto estudiantes como profesores en un círculo en el cual se rezan oraciones por orden al dios de preferencia de cada uno. He estado en varias de ellas por curiosidad y ha sido interesante escuchar peticiones a Alá seguidas de invocaciones al dios cristiano o a alguna deidad hinduista. No comentaré mucho más sobre este tema.

Con respecto al tema de la vida en el barrio, es necesario mencionar también al señor Jeep, un señor mayor indio que siempre está con su mujer en el restaurante chino y que cuando se toma tres o cuatro whiskies se acerca sistemáticamente a nuestra mesa a hablarnos de temas aleatorios y protagoniza momentos muy divertidos, como cuando me discutió mi nacionalidad, asegurando que yo era afgano sin dar lugar a réplica (todavía me lo dice cada vez que me ve).

En cuanto a las condiciones de salubridad y comodidad de la vida, he de decir que ya no me parecen tan duras como al principio. La comida ha mejorado significativamente en la última semana, como resultado de las múltiples quejas de la gente (sobre todo de los vegetarianos, que son un lobby poderoso aquí), que al parecer llevaban ya un tiempo extendiéndose como un fuego por la oficina; no se han vuelto a ver a las cabezas de pescado ni al pollo granítico, y el repollo picante y amarillo también se ha ido para, de momento, no volver.

El calor, en cambio, ha aumentado debido al fin definitivo de los monzones y a la completa desaparición de la frescura que traía la lluvia diaria. Esto ha vuelto más activos a los insectos: las hormigas campan ahora mismo a sus anchas por la mesa en la que me encuentro y trepan por ente las teclas de mi ordenador, y las picaduras extrañas y de múltiples formas y picores se han convertido en el pan mío de cada día. Lo peor en este asunto fue la mañana que me desperté con un sarpullido enorme cubriéndome todo el hombro izquierdo (el día anterior había acariciado a un perro en la calle, ¡error!). Todos me dijeron que tenía “bedbugs”, o minúsculos insectos que habían anidado en mis sábanas y me picarían sin piedad todas las noches, extendiéndose a toda mi ropa y provocándome sarpullidos por todo el cuerpo. Cuando pregunté por soluciones todas me parecieron extremas: “¡tira tus mantas!”, “¡lava tu ropa y tus sábanas en agua hirviendo!” “¡quema toda tu ropa!” “¡ojo! (mientras el preguntado se aparta temeroso del contagio)”. Como buen indolente que soy, hice nada y no se me ocurrió que más hacer, así que esa noche me la jugué y dormí en la misma cama y sábanas. Fue la mejor solución, pues sin quemar ni hervir nada, los famosos “bedbugs” desaparecieron a los pocos días sin dejar más rastros sobre mi cuerpo.

Por otro lado, las ratas de nuestro piso se han multiplicado y vuelto más atrevidas en sus salidas exploratorias del cuarto de los trastos, donde viven. De hecho, un compañero contaba el otro día con mucho gracejo como se había despertado con un picor de garras en la espalda y había espantado a una rata que según él, trataba de subir hasta su oído para susurrarle haciéndose pasar por su novia. Tuvo que abrir la puerta de su cuarto y esperar fuera hasta que el animal, de un tamaño considerable, salió por su propio píe.

No obstante, por mucha gracia con la que se trate el tema de las ratas, sé que hay gente que está realmente cagada de miedo cada vez que sale al baño. Yo personalmente me aseguro de que nuestra puerta esté abierta tan solo los segundos necesarios para entrar y salir por ella. No pienso dejar que ningún roedor anide en mis ropas pese a que no soy un gran enemigo de las ratas (las veo con mucho mejores ojos que a las cucarachas – que también hay, incluso dentro de la nevera – o las arañas – que aún no he visto –, y de hecho pienso que gozan de una mala prensa debido al mainstream media que, con escenas como la de las catacumbas de Indiana Jones y última cruzada, nos ha inducido a odiarlas. Después de todo, son mamíferos, tiene mucho más en común con nosotros que las despreciables cucarachas. Seguro que si fueran blancas y suaves en vez de marrones y rabilargas las tendríamos mucho más cariño y las chicas no gritarían tanto al verlas – cuando una se coló en la oficina hubo un auténtico coro de gritos femeninos desproporcionados –, pero después de todo, una ardilla rojiza y adorable podría transmitirte las mismas enfermedades si te muerde).

En otro orden de cosas, mi compañero de habitación está resultando impecable, pese a su manía de apagar el ventilador a las 6 de la mañana (se levanta puntual como un reloj para hacerlo y después se vuelve a acostar), la cual hace que muramos sistemáticamente de calor durante las dos últimas horas de sueño. Es limpio y ordenado, no ronca ni pone música nada más levantarse como hacen los de la habitación de al lado y además se ha mostrado bastante comprensible cuando me olvido la llave dentro, cosa que ha ocurrido varias veces, o cuando en una ocasión me puse por error una camisa suya que estaba en el armario donde me dejó poner dos de las mías para que no se arrugaran, y que era razonablemente similar a una de ellas. Las buenas formas que tuvo de decírmelo no me ahorraron la vergüenza, no obstante, ya que toda la oficina escuchó el “perdona…¿esa camisa es mía?”.

En cuanto a otras actividades lúdicas, pues resulta que hay un “campo” de futbol justo en frente de la oficina, donde estoy yendo a menudo a jugar con los jóvenes del barrio, que aunque no hablan nada de inglés me animan siempre a incluirme en los partidos y me pasan todo el rato el balón. Se juega descalzo y la verdad es que es bastante molesto porque el “campo” aparte de no tener portería alguna luce unas grietas ostentosas y está lleno de pequeñas piedras sueltas y gravilla, pero me estoy acostumbrando. También hay una escuela de kárate un poco más arriba, por si echo de menos el taekwondo y quiero meterme un poco con los karatekas y, por si fuera poco, una academia de música al otro lado de la manzana donde tienen una batería. Todavía no he conseguido que me dejen tocar, pues las dueñas son unas chinas muy rancias que se empeñan en que solo se puede pagar mensual y con profesor, pero es altamente probable que en febrero me anime empezar, pues el mono de tocar se prevé por entonces bastante considerable.

Como ya dije en la entrada anterior, me estoy acostumbrando muy bien a casi todo y disfrutando mucho de estar aquí. Esta agradable rutina se adereza además con la espectacularidad de los viajes durante el fin de semana, que relataré en la próxima entrada.