Bangkok
es una gran urbe. Y como toda gran urbe tiene un elevado índice de caos. A esto
se le suman los elementos que ayudan a componer el particular caos urbano asiático
del que tanto se ha hablado en anteriores entradas: contaminación corrosiva, de
la que ennegrece las fachadas más blancas en menos de cinco años; ruido
compuesto de gritos, pitidos, generadores, ladridos, música, anuncios,
vendedores…; neón, iluminando la noche en sustitución del alumbrado público,
mucho más escaso; y también callejuelas, escaleras, pasadizos, sotanillos,
azoteas, contrachapado, puestos callejeros, edificios desiguales, carteles con
caracteres incomprensibles, pozos fecales y alcantarillado al aire libre,
perros, ratas, cucarachas, prostitutas, taxistas, camellos, artistas
callejeros, hippies, mendigos, riachuelos contaminados, inmensidad urbana. En
definitiva, todo un hito a la desnaturalización de la tierra, un monumento
supremo al asfalto y al cristal.
Cuando
el taxi me deja en Khao San, la calle
de los hostales baratos, de la fiesta, y de los mochileros, me siento un
viajero en un futuro en el que el mundo se ha echado a perder de una forma
bastante atractiva. Compuesta de edificios sucios forrados de carteles
publicitarios, tubos que escupen humores de aceite de baja calidad, y puestos
callejeros que reducen las calles a estrechas hileras de gente, Khao San
representa el Asia industrializada más salvaje.
Khao San |
Pasillo de la lavandería, Khao San |
Las
catorce horas en el autobús han resultado más livianas de lo esperado, pese a
los gritos insoportables del programa de humor tailandés que reverberaron a
volumen brutal en el gran pasillo lleno de pasajeros dormidos durante las
cuatro primeras horas. He leído, he escuchado mucha música, incluso he dormido.
También he fumado en dos paradas extrañas, realizadas en la extrañeza de la
noche, en pequeños tugurios de carretera rodeados de vegetación y muy oscuros.
El dinero no abunda a mi llegada a Bangkok, tengo lo
que me quedaba en efectivo más unos euros que muy a mi pesar tuve que pedir a
mis padres a través de American Express cuando me robaron la tarjeta de
crédito. Aun así, calculo poder vivir decentemente durante la semana de viaje
que me queda, gracias al extremadamente barato coste de la vida en Tailandia.
La segunda noche en Bangkok, no obstante, un desafortunado incidente cambia
radicalmente el estado de mi economía. Y es que durante mi búsqueda de
marihuana tailandesa de calidad, me encuentro de bruces con un policía
desalmado dispuesto a chuparme la sangre. El tipo aparece de la nada en su
moto, cinco minutos después de que se haya realizado la transacción en una
sucia callejuela de las afueras de Khao San, siendo el vendedor un sospechoso
conductor de tuk tuk que desaparece como una vaga neblina. Primer error: fiarse
de aquel conductor, segundo error: esconder la marihuana en el calcetín…El
madero descubre el pastel enseguida y me informa de mi situación con un pésimo
inglés y ayudándose de un papel en el que dibuja un monigote detrás de unos
barrotes: 3 días de calabozo garantizados hasta que se produzca una sentencia,
después, pago de una multa de entre 40.000 y 60.000 bahts (unos 1.200 euros que
evidentemente, no tengo) que, en el caso de no poder pagarse, se conmutaría con
una pena de entre seis meses y un año de cárcel. Evidentemente, mientras me
cuenta esto, yo estoy cagado como no lo he estado en ningún momento anterior de
mi vida.
Al final, me cuesta media hora larga convencer al
policía, que me ha esposado y me ha llevado en la moto a un callejón cercano a
la comisaria, de que si me mete en el calabozo sin dinero me está jodiendo la
vida. Habiéndole obligado a parar casi saltando de la moto antes de llegar a la
comisaria, a donde me llevaba a hablar
con su capitán, muy nervioso me lleva a un callejón lleno de ratas asegurándose
de que nadie nos vea. Allí le ruego prácticamente de rodillas que acepte mi
dinero a cambio de dejarme marchar. En un momento en que me acerco demasiado,
él me aprieta las esposas nervioso. Hace varias llamadas, pues está indeciso.
Yo le digo que soy buena persona y que soy un pobre voluntario de 18 años que
ha venido a su país a enseñar inglés, no cuela, o no me entiende, no estoy
seguro. Al final, acepta ver cuánto dinero tengo. Me deja llamar a Nasir, un
indio que se hospeda en la habitación contigua a la mía y con el que hice
buenas migas en mi primer día, con quien me encuentro en una calle cercana (esposado
y siempre escoltado por el policía) para darle mi llave y enviarle a mi
habitación del hostal a por mi dinero. Nasir tarda más de 20 minutos en volver.
El pensar que mi colega indio ha podido coger todo el dinero que tengo y
largarse dejándome con un pie en una cárcel tailandesa hace que estos minutos
sean posiblemente los más largos de mi vida (sí, más aún que el rato a solas en
el coche con el pervertido de Borneo). Al final Nasir el indio aparece para
salvar mi blanco culo (este gesto ayudará a enderezar en gran medida mi
concepto de los indios, algo torcido después de haber trabajado para ellos en
la ONG). La suma de dinero es mucho menor a la prometida en mis ruegos, pero,
como había previsto, una vez se encuentra en las manos del policía, la avaricia
juega su papel y el tío acepta y me quita las esposas. Antes, no obstante, me
registra de arriba abajo en busca de más billetes escondidos. Es curioso no ser
capaz de sentir otra cosa que no sea un abrumador alivio mientras un agente
corrupto tailandés te registra y te roba en un callejón inmundo ahogado en
ratas y oscuridad. Pero eso es lo que siento, y en cuento me suelta salgo de
allí y vuelvo a mi habitación con paso rápido y sin mirar atrás. Al pasar por la
recepción, el camarero del turno de noche me ve agobiado y me llama a parte
para preguntarme qué me pasa y ofrecerme un canuto, preguntándome que cómo se
me ocurre acudir a los tuk tuks… Si le hubiera preguntado a él en un principio,
aún tendría todo mi dinero. Esa noche me tiro de los pelos con dificultades
para conciliar el sueño después del trago pasado.
En susurros, cuando hablé con Nasir en el callejón
le dije que se guardara unos cuantos bahts antes de darme todo lo que iría a
parar a las manos del corrupto. Es lo que calculé que gastaría sumando mi
austera estancia en Bangkok más el tren de vuelta a Malasia, muy poco dinero.
El
estar sin blanca me retuvo en Bangkok. Nunca llegué a Chiang Mai, que era mi
opción más atractiva. Esta ciudad norteña es considerada por muchos un buen
lugar para lograr un mayor contacto con la población tailandesa. Supuestamente,
allí la gente es más receptiva y amable por estar más alejada de lo que muchos
consideran la corrupción y depravación del sur y sus turistas.
También
fue la falta de dinero lo que me privó, quizá para bien, de dudosas excursiones
a Ayuttaya o el templo de los tigres, entre otros lugares. Y digo dudosas
porque según el dicho entre los viajeros, Ayutayya, la antigua capital del
periodo de Angkor, está mucho peor conservada que su homólogo camboyano,
recientemente visitado. Al igual que alguien me explicó que los tigres del templo
de los tigres están tan sedados para evitar conductas peligrosas y
desgarramiento de turistas, que se siente más tristeza que admiración por
ellos. Esto da lugar a un total de siete días sin moverse de Bangkok. Además, el
desplazamiento por la capital tailandesa no es extremadamente barato, ya que
casi siempre hay que ir en tuk tuk, y es una ciudad cuyas principales lugares
emblemáticos se ven en dos días, que es el tiempo que la gran mayoría de
mochileros se quedan en la capital. Esto da lugar a un total de siete días sin (prácticamente)
moverse de Khao San.
Durante mi estancia en Bangkok pues, dejé de visitar cosas, dejé de
coger autobuses para ir a sitios lejanos, dejé de esperar colas y pagar
tickets. Me dediqué, en cambio, al noble y sencillo arte de vivir.
Por
norma general, me resulta molesto cuando la gente me dice cosas del tipo “haz
algo útil con tu vida” o “tienes que hacer esto o lo otro, es visita obligada”.
Habitualmente, yo respondo a estos lugares comunes con una pregunta: ¿Acaso no
es ya vivir algo suficientemente útil? Despegarse completamente de los planes y
las actividades no es algo fácil, es algo a lo que cuesta adaptarse, y que el
cuerpo solo admite durante breves espacios de tiempo, por eso de nuestro instinto
cazador. Esa sensación de que nos pudrimos cuando estamos parados es real, y
también es cierto que la inactividad es uno de los caminos más directos hacía
la locura, pues la mente desocupada tiende a caminos poco salubres. Si bien, de
vez en cuando, y en pequeñas dosis, no hacer absolutamente nada no está nada,
pero que nada mal.
Una semana es tiempo más que suficiente para adaptarse
a la sencilla vida de Khao San, en la que durante unos días encajé como un
guante en una mano. El olor a grasa y a pésimo carburante de motocicleta se
instaló en mis fosas nasales cómodamente, y dejé de destacar cual foráneo
extravagante para moverme cómodamente entre las bambalinas de los puestos
ambulantes.
Durante
la mayoría de las mañanas, dormía en la exigua habitación del hostal Dob. O
bien miraba al ventilador del techo mientras estiraba los brazos abarcando todo
el ancho de mi espacio vital y leía un capítulo de Los Juegos del Hambre. A las 12 salía a la zona común y comprobaba
si quedaba alguien de la noche anterior en las sillas de fumar, lo cual no era
extraño. Después echaba un ojo a la habitación de Nasir, mi vecino indio, y si
estaba le preguntaba cuál era su orden del día. Como solía ser el mismo que el
mío, escaso, Nasir y yo nos íbamos a dar una vuelta por el vecindario.
Corriendo entre sombra y sombra, comprábamos Pad Thai y rollitos grasientos en
los puestos de comida callejera. Él estaba atrapado en Bangkok esperando a su
novia, que retrasó su vuelo unos días antes de venir. Hablaba tanto de su
llegada que en alguna ocasión dudé de su existencia. En cualquier caso, Nasir
era un tío majo, aunque no un gran conversador. Nuestras caminatas sin rumbo,
que nunca llegaban mucho más allá de las calles adyacentes a Khao San, eran
silenciosas en su mayor parte. Un día descubrimos una zona tranquila. Un
reducto pacífico con árboles antiguos, un colegio y un templo. Había niños
jugando que nos saludaron, gente diferente a la calaña que rodeaba nuestro
hostalucho.
Estos
paseos con Nasir se alternaban con otros en solitario, caminatas psicodélicas
con un buen hilo musical. Por la noche, siguiendo las luces hasta las avenidas
principales de la ciudad y el barrio diplomático, cruzándome con los
monumentos, templos y palacios iluminados en rojizo y amarillo. O por el día,
llegando al río y al reducto sagrado conocido como monte dorado, que se alza sobre una loma con cierto aire a templo
tibetano. Fui perseguido por un perro por meterme en una zona de chabolas
alrededor de un edificio colonial, tuve suerte de que fuera un perro viejo y
cojo al que pude dar esquinazo fácilmente. También vi a un cuervo robarle
billetes del bolsillo a un cliente de un bar.
Siempre
es recomendable andar espabilado, pues abundan los charlatanes que empiezan sin
más a caminar junto a ti y te acompañan a cualquier lado al que vayas, para
pedirte luego una propina por haberte descubierto el lugar.
Pagoda del Palacio Real iluminada |
Las chabolas del río |
El Monte Dorado |
Bangkok desde el Monte Dorado |
Para
cuando volvía al hostal, fuera la hora que fuera, los dos australianos
cuarentones sin dientes, Mick y Sam, ya estaban por allí fumando hierba.
Estaban allí porque nuestro hostal era también una especie de centro social
para la calaña de Khao San, los habituales y los atrapados, no solo para los
mochileros que estaban de paso. Estaban los amigos del camarero: tailandeses
descamisados de pelos largos y muchos tatuajes de aspecto carcelario, silenciosos
como estatuas, que veían películas casi todo el día en el bar de abajo. Había
también un hippie australiano fotógrafo al que acababan de robar su cámara de
dos mil euros con todas las fotos que pensaba vender a su vuelta; también
estaba atrapado allí sin dinero y dejando deudas en restaurantes, en personas,
y en el propio hostal. También rondaba por ahí Ian, otro australiano taciturno
y alcohólico con el pelo muy largo y lacio, gorra de yonqui, y mucho aspecto de
haber llegado allí huyendo de algo o de alguien. Junto con Nasir, esa era la
gente con la que convivía a diario en el hostal Dob, de 5 euros la noche.
Posteriormente, la miseria en la que me encontré, a falta de pagar el tren de
vuelta a Malasia, me hizo cambiarme a otro infra-tugurio aún más infra, de un
euro y medio la noche, con un agujero inundado en el baño del que salían cucarachas
rojas y 11 camas en una habitación más pequeña que el salón de mi casa de
Madrid.
Toda
esta ralea de vividores, perdedores y exploradores que me fui encontrando,
tanto los habituales como los mochileros espontáneos, que aparecían un día y
desparecían al siguiente con rumbo a los templos y junglas del Norte o a las
islas del Sur, solían rondar cerca de sus camas durante el caluroso día. Sin
embargo, cuando el sol daba un respiro y el frescor y la oscuridad se posaban
lentamente sobre la ciudad, las cosas cambiaban, y pocos eran los que osaban
rechazar la llamada de las noches de Bangkok ni por una sola vez…
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