Casi todo el mundo que conozca Tailandia estará de
acuerdo en que una gran parte de la isla Phuket pertenece a ese lado oscuro del
país. Ese lado cuya existencia todo el mundo conoce y tiene muy presente, pero
del que es raro oír hablar abiertamente a los mochileros más remilgados. La
prostitución en Tailandia es algo muy real y palpable, pese a no tratarse de un
“país-burdel”, ni mucho menos ser todas las tailandesas putas, barbaridades
que, creáis o no, se leen y escuchan por ahí. La apertura de mente y de leyes
de los tailandeses con respecto a este tema (pese a ser aún una sociedad
cerrada en muchos otros aspectos), la pobreza que no da opción a muchas
jóvenes, y el indudable atractivo de las mismas (que no obstante, no puede rivalizar con el que uno encuentra en la vecina Camboya), son un caldo de cultivo
perfecto para que Tailandia se haya convertido en una especie de meca mundial
del turismo sexual. Este tiene dos focos principales, la región de Pattaya,
próxima a Bangkok, y Pattong Beach, ciudad costera en el Oeste de Phuket.
Según tengo entendido, Pattong Beach es precisamente
la única zona animada de Phuket, por lo demás una isla demasiado grande y
poblada y con demasiado tráfico como para poder competir en atractivo con las
diminutas y paradisiacas islas Phi Phi. Planeo estar poco tiempo, una noche y
un día, y coger después un autobús con destino a Bangkok, parada final del
largo viaje.
Dado que el barco me deja no demasiado lejos de
Pattong, decido que pasaré la noche allí y me daré una vuelta para intentar
observar de cerca, y en la medida de lo posible evaluar, ese vicio sórdido que
posee a oriundos y turistas durante la noche y del que tanta gente me ha
hablado con repugnancia o con placer.
Cuando llego ya está oscureciendo, y en Pattong, la
noche golpea con saña. Es fácil perderse entre las propuestas poco
recomendables y el neón. Toneladas de neón. Solo los interiores de los clubs
quedan, muy a propósito, fuera del alcance de la luz intermitente y multicolor.
Paseo sin rumbo por este lugar feo donde la gente
lleva un ritmo frenético. Todo parece acelerado o amplificado, quizá sea la
luz. Las masajistas invaden las calles desde sus locales parpadeantes, haciendo
gestos obscenos. Muchas parecen mayores de cuarenta años, sus hijos rondan por la tienda
desocupados.
A estas alturas del viaje, empiezo a ver como mi
dinero en efectivo ha disminuido peligrosamente, y mi tarjeta de crédito
desapareció junto con mi cartera en el pozo negro de la Full Moon Party. Los
hoteles en Phuket son mucho más caros que en las islas, así que no estoy ni
para una copa.
Pronto descubro que entre las luces de Pattong
Beach, sin dinero no eres nadie: me echan de varios locales por no consumir,
pero esto me sirve para ir de sitio en sitio viendo los diferentes ambientes.
Al cabo de dos o tres expulsiones, sé que tengo aproximadamente entre 10
segundos y 3 minutos desde que entro en un bar hasta que el camarero me
pregunta qué bebo o el gorila de turno me ve la camisa raída y se da cuenta de
que no voy a gastarme 7 pavos en un cóctel. En ese lapso, aprovecho y miro, sin
tocar. No es de rigor relatar aquí lo que veo por el respeto a los familiares
cercanos que me leen, pero ya pueden imaginarse que de todo, y nada bueno.
El único sitio del que salgo por mi propio pie, y
además corriendo, es del emporio de las ladyboys (que es una calle entera), en
el que me meto por una mezcla de equivocación y curiosidad. Allí no les importa
que no tengas dinero pues no es un lugar frecuentado precisamente por gente
joven y normal, así que me veo en una situación realmente comprometido para
quitarme varias manos nudosas del brazo y la cintura.
En cuanto a la prostitución infantil, tema tan
cacareado en relación a Tailandia, lo cierto es que si la hay, está bien
oculta, pues pese al aspecto aniñado natural de las tailandesas, no veo a
ninguna prostituta que pueda identificarse claramente como menor de edad. Solo
en uno de las calles con las clubes más sórdidos, unas escaleras mugrientas con
una señal que dice “lolitas downstairs”
(lolitas en la parte de abajo) parecen esconder algo. Evidentemente, ni me
acerco.
Mi deambular se vuelve errático. A la tercera vuelta
a la gran manzana del vicio y la corrupción decido que aquel no es mí sitio. Me
he cansado de cruzarme con vejestorios gordos que van de la mano de chicas que
podrían ser sus nietas y con prostitutas cuyas adicciones y desesperación
afloran tanto que inspiran más lástima que deseo sexual.
Como excepción, y porque quizá mi cuerpo me lo pide
en voz baja tras las pocilgas donde me he hospedado en Koh Phi Phi, reservo en
un hotel algo más decente. Con ducha caliente y cama para mí solo, uno se
siente como de vuelta en casa. Solo hay un problema: no encuentro el condenado
hotel.
Dos horas o más me paso vagando por la sordidez de
Pattong Beach, lejos de las cegadores luces de la calle principal; donde lo
peor de Tailandia se agazapa en cada esquina y en cada portal, acompañado a
veces en sus lechos de harapos y desvergüenza por lo peor de otras muchas
partes del mundo. También hay gente buena, y varias personas que tratan de
echar un cable, aunque tras más de tres indicaciones que se contradicen entre
sí, acaban logrando que me pierda aún más. También hay dos ladyboys que
intentan tirar de mí hacía los callejones adyacentes, que flotan en un mar de
oscuridad y olores abyectos que no quiero visitar.
Qué tranquilidad da el no llevar nada valioso en los
bolsillos salvo una llave de una habitación que no encuentro. Si me la robaran, no me quedaría más remedio que decir “si sabes ir, te sigo”. La ciudad
es laberíntica e insidiosa hasta decir basta, con tramos sin luz, pasajes
hediondos llenos de drogadictos, zonas de descampados encharcados y carreteras
polvorientas. Una chica que me ve lejos de donde suelen estar los blancos se
ofrece a llevarme en moto, pero como todos, quiere un dinero que no tengo. Al
final, a lo lejos, veo el cartel de un hostal indio en el que he estado
preguntando precios hace unas horas. Me detengo aliviado y me seco el sudor
copioso: al final resulta que podré dormir en mi habitación con ducha caliente.
El siguiente día en Phuket es uno de esos días
largos y cansinos que se dan en estos viajes, sin tiempo ni para una parada a
echar el clásico cigarrillo con vistas. Como primer paso, me aseguro una plaza
en el autobús que sale desde Phuket Town, al otro lado de la isla, hacía Bangkok,
a 14 horas al Norte. Esta distancia no parecía tan grande en el mapa, creo que
nunca he hecho un recorrido tan largo en autobús. Una vez cerrado este trámite,
temprano por la mañana, quiero dar una vuelta por la isla, intentar llegar a
tres o cuatro sitios que he apuntado en mi libreta tras pasar por un cibercafé
y hacer un poco de investigación en TripAdvisor y otras webs.
El tráfico y las carreteras de Phuket no me inspiran
nada de confianza a la hora de decidirme a alquilar una moto, y la reciente experiencia
vivida en Koh Tao acaba por echarme para atrás. La panda de motoristas que
acampan bajo una sombra de contrachapado junto a la estación de autobús se
agita con mofas y actitudes ofendidas cuando les propongo un precio irrisorio
por un recorrido. Al final, tras el regateo de siempre, uno de ellos acepta
pero de muy mala gana. El tío es uno de esos tailandeses con muy mala leche, y
va con tal cara de perros que por un momento pienso que, o me va a dejar tirado
en cualquier lado, o directamente me va a empujar de la moto a medio camino. Como
es lógico, el odio al occidental y al turista en general es mayor en aquellas
zonas oscuras de Tailandia de las que he hablado. Después de todo, es imposible
determinar si alguna de las hermanas, o incluso hijas, de este motorista no se
ve obligada a vender su cuerpo cada noche al mejor postor. Y eso no hace
amigos con los clientes, dentro del saco de los cuales probablemente me mete
por desconocimiento y prejuicios.
Paramos en Wat Chalong, un templo bastante interesante
con cuatro o cinco pagodas tan coloridas y sobrecargadas de brillos, adornos y
estatuas pintadas que aquello parece Disneylandia.
En el último piso de una de las pagodas hay una
reliquia real de Buda en una urna de cristal, un trozo de hueso que trajeron de
Sri Lanka. Esto mola bastante. Paseando por el recinto se hace evidente que
estamos en un día especial de rezo, no sé en cual, pues hay cientos. Están
tirando muchísimos petardos en el interior de una estupa que arroja profusamente
humo y estallidos ensordecedores, también veo a muchos fieles rezando a las
estatuas de monjes recubiertos con pedazos de pan de oro. Resulta curioso presenciar esta religiosidad sincera y suntuosa en los habitantes diurnos de Phuket, después de haber vivido la oscuridad y depravación que la noche parece despertar en cada esquina. Todo el mundo tiene dos caras.
Reliquia del mismísmo Buda |
Wat Chalong desde una de las pagodas |
Pagoda principal de Wat Chalong |
Monjes dorados |
Por suerte, como he sido lo suficientemente listo
como para no soltarle un duro por anticipado al motorista prejuicioso, le
encuentro esperando en el lugar en que acordamos y no me quedo tirado. Me lleva
en silencio hasta el Buda gigantesco que hay en la cima más alta de la isla. No son gran cosa, ni las vistas, ni la estatua, que es moderna y de hecho, está aún
sin terminar del todo. Están poniendo una oración en cada una de las baldosas
que conforman la superficie del gran Buda, de unos 50 metros de altitud, y se
puede escribir la que uno elija y depositarlas allí. Eso hago, aunque no se me
ocurre qué pedir y al final acabo poniendo una chorrada… Con la cantidad de
cosas que deseamos a lo largo de un día, y cuando alguien nos pide que de
verdad pidamos por algo, muchos nos quedamos en blanco.
El Gran Buda, bastante feo él |
Le pido al motorista que me lleve a una bahía pintoresca
que hay al Sur, pues hemos acabado el recorrido mucho antes de lo previsto
(como era de esperar, me había engañado con las distancias), pero yo no tengo
muy claro dónde está exactamente, y parece que él tampoco. Preguntamos y nadie parece
capaz de sacarnos de dudas, he debido de escribir mal el nombre de la bahía,
que tiene tres palabras y bastante enjundia. Él no quiere conducir más, así que
discutimos y al final le digo que me deje en un hospital de Phuket Town y se
vaya a donde le venga en gana. Necesito que me cambien los vendajes y me
limpien la quemadura, pues en Koh Phi Phi me dijeron que esto debía hacerse una
vez al día y con diligencia para evitar una nueva infección. Los recuerdos del
bisturí me han quitado las ganas de hacerme el duro y jugar con el cuidado de
la herida.
Como el hospital está lejos del centro y el muy
patán del motorista tampoco sabe ir, una vez en Phuket Town vuelve a intentar
que le pague para largarse. A gritos en plena calle poco menos que le obligo a
llevarme, pues acordamos un precio por el cual me llevaría a donde quisiera
hasta las dos, y no son ni la una. El hospital está muy lejos, preguntamos tres
veces y al fin llegamos, el tipo me exige más dinero y yo le doy lo pactado y
le mando a cagar a la vía. No se puede ceder ante estos personajes si quieres
salir de Tailandia con una moneda en el bolsillo.
En el hospital, que al parecer no es el principal de
Phuket Town, nadie habla inglés y nadie entiende nada de lo que digo. Van
pasándome de un sitio a otro hasta que encuentro a una persona que chapurrea el
idioma internacional. Enseguida se fija en el color blanco de mi piel y me pide
1.500 bahts, unos 40 euros, por limpiarme la herida y cambiarme el vendaje, más
del doble que en Koh Phi Phi por hacer mucho menos. También la mando a cagar. Salgo
fuera y compro vendas y desinfectante en una farmacia: 40 bahts, aunque
explicarle lo que quiero al empleado también conlleva su esfuerzo.
Enfrente del hospital hay un humilde restaurante en
el que se arma un revuelo cuando entro por la puerta. El camarero habla inglés
bastante regular, pero entiende que tengo hambre y me pone un plato de cerdo
con arroz del que luego me da a repetir sin yo haberlo pedido siquiera. Es muy
servicial y se queda todo el rato cerca de la mesa por si necesito algo. Su
hija me mira con curiosidad desde el otro lado de la barra, es un lugar donde
dudo que haya comido un blanco antes. Allí descanso y me sosiego. Sentarse junto
a esa mesa de plástico con mantel estridente y empaparse del ambiente amigable
es equivalente a abrir una válvula imaginaria en mi mente que me libera de todo
el estrés que el motorista y los empleados del hospital han ido cargando sobre
mí a lo largo de la mañana. Me tomo mi tiempo antes de moverme de nuevo.
El camino hacia la estación desde el hospital de las
afueras es arduo en el día joven y ardoroso. Como tengo tiempo de sobra, doy una
gran vuelta por Phuket Town: una ciudad de casas bajas bastante fea y ruidosa,
aunque con algún edificio de arquitectura colonial destacable y suficientemente
viejo como para tener alguna historia interesante que contar. Por desgracia, no
se puede preguntar a los edificios.
Edificios con historia |
Busco un cibercafé y conecto por primera vez en el
viaje con mi abandonada bandeja de entrada del correo, que nunca eché de menos.
Después encuentro una librearía de segunda mano en la que sirven té, y allí
busco un libro agradable que me ayude a afrontar el viaje de 14 horas que me
espera por la noche. Necesito algo ligero, que ayude a pasar las horas sin
cansar demasiado la mente, pues de eso ya se encargará la propia fatiga y la
incomodidad: me compro el primer volumen de los
Juegos del Hambre.
Ya en la estación, sentado en un banco metálico,
efectúo una cura lamentable en mi herida, que sigue abierta y brillante y se
pega a la venda como si le fuera la vida en ello, haciendo que retirarla duela
como arrancarse la piel. No puedo evitar que algo de sangre caiga sobre las
baldosas, y esto levanta alguna que otra mirada de repugnancia de la gente que
camina con prisa por la estación en busca de sus autobuses.
Una hora después, me acomodo en el asiento delantero
de un autocar de dos pisos con comida, libro, y ipod. Tengo una gran ventana
delante y espacio de sobra para estirar mis piernas. Debo decir que es
muchísimo más cómodo de lo esperado.
Cuando aún queda media hora para dar la media noche,
el vehículo arranca con un bramido. Último destino: Bangkok.
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