jueves, 19 de diciembre de 2013

Rincones oscuros de Tailandia

Casi todo el mundo que conozca Tailandia estará de acuerdo en que una gran parte de la isla Phuket pertenece a ese lado oscuro del país. Ese lado cuya existencia todo el mundo conoce y tiene muy presente, pero del que es raro oír hablar abiertamente a los mochileros más remilgados. La prostitución en Tailandia es algo muy real y palpable, pese a no tratarse de un “país-burdel”, ni mucho menos ser todas las tailandesas putas, barbaridades que, creáis o no, se leen y escuchan por ahí. La apertura de mente y de leyes de los tailandeses con respecto a este tema (pese a ser aún una sociedad cerrada en muchos otros aspectos), la pobreza que no da opción a muchas jóvenes, y el indudable atractivo de las mismas (que no obstante, no puede rivalizar con el que uno encuentra en la vecina Camboya), son un caldo de cultivo perfecto para que Tailandia se haya convertido en una especie de meca mundial del turismo sexual. Este tiene dos focos principales, la región de Pattaya, próxima a Bangkok, y Pattong Beach, ciudad costera en el Oeste de Phuket.

Según tengo entendido, Pattong Beach es precisamente la única zona animada de Phuket, por lo demás una isla demasiado grande y poblada y con demasiado tráfico como para poder competir en atractivo con las diminutas y paradisiacas islas Phi Phi. Planeo estar poco tiempo, una noche y un día, y coger después un autobús con destino a Bangkok, parada final del largo viaje.

Dado que el barco me deja no demasiado lejos de Pattong, decido que pasaré la noche allí y me daré una vuelta para intentar observar de cerca, y en la medida de lo posible evaluar, ese vicio sórdido que posee a oriundos y turistas durante la noche y del que tanta gente me ha hablado con repugnancia o con placer. 

Cuando llego ya está oscureciendo, y en Pattong, la noche golpea con saña. Es fácil perderse entre las propuestas poco recomendables y el neón. Toneladas de neón. Solo los interiores de los clubs quedan, muy a propósito, fuera del alcance de la luz intermitente y multicolor.

Paseo sin rumbo por este lugar feo donde la gente lleva un ritmo frenético. Todo parece acelerado o amplificado, quizá sea la luz. Las masajistas invaden las calles desde sus locales parpadeantes, haciendo gestos obscenos. Muchas parecen mayores de cuarenta años, sus hijos rondan por la tienda desocupados.

A estas alturas del viaje, empiezo a ver como mi dinero en efectivo ha disminuido peligrosamente, y mi tarjeta de crédito desapareció junto con mi cartera en el pozo negro de la Full Moon Party. Los hoteles en Phuket son mucho más caros que en las islas, así que no estoy ni para una copa.

Pronto descubro que entre las luces de Pattong Beach, sin dinero no eres nadie: me echan de varios locales por no consumir, pero esto me sirve para ir de sitio en sitio viendo los diferentes ambientes. Al cabo de dos o tres expulsiones, sé que tengo aproximadamente entre 10 segundos y 3 minutos desde que entro en un bar hasta que el camarero me pregunta qué bebo o el gorila de turno me ve la camisa raída y se da cuenta de que no voy a gastarme 7 pavos en un cóctel. En ese lapso, aprovecho y miro, sin tocar. No es de rigor relatar aquí lo que veo por el respeto a los familiares cercanos que me leen, pero ya pueden imaginarse que de todo, y nada bueno.

El único sitio del que salgo por mi propio pie, y además corriendo, es del emporio de las ladyboys (que es una calle entera), en el que me meto por una mezcla de equivocación y curiosidad. Allí no les importa que no tengas dinero pues no es un lugar frecuentado precisamente por gente joven y normal, así que me veo en una situación realmente comprometido para quitarme varias manos nudosas del brazo y la cintura.


En cuanto a la prostitución infantil, tema tan cacareado en relación a Tailandia, lo cierto es que si la hay, está bien oculta, pues pese al aspecto aniñado natural de las tailandesas, no veo a ninguna prostituta que pueda identificarse claramente como menor de edad. Solo en uno de las calles con las clubes más sórdidos, unas escaleras mugrientas con una señal que dice “lolitas downstairs” (lolitas en la parte de abajo) parecen esconder algo. Evidentemente, ni me acerco.

Mi deambular se vuelve errático. A la tercera vuelta a la gran manzana del vicio y la corrupción decido que aquel no es mí sitio. Me he cansado de cruzarme con vejestorios gordos que van de la mano de chicas que podrían ser sus nietas y con prostitutas cuyas adicciones y desesperación afloran tanto que inspiran más lástima que deseo sexual.

Como excepción, y porque quizá mi cuerpo me lo pide en voz baja tras las pocilgas donde me he hospedado en Koh Phi Phi, reservo en un hotel algo más decente. Con ducha caliente y cama para mí solo, uno se siente como de vuelta en casa. Solo hay un problema: no encuentro el condenado hotel.

Dos horas o más me paso vagando por la sordidez de Pattong Beach, lejos de las cegadores luces de la calle principal; donde lo peor de Tailandia se agazapa en cada esquina y en cada portal, acompañado a veces en sus lechos de harapos y desvergüenza por lo peor de otras muchas partes del mundo. También hay gente buena, y varias personas que tratan de echar un cable, aunque tras más de tres indicaciones que se contradicen entre sí, acaban logrando que me pierda aún más. También hay dos ladyboys que intentan tirar de mí hacía los callejones adyacentes, que flotan en un mar de oscuridad y olores abyectos que no quiero visitar.

Qué tranquilidad da el no llevar nada valioso en los bolsillos salvo una llave de una habitación que no encuentro. Si me la robaran, no me quedaría más remedio que decir “si sabes ir, te sigo”. La ciudad es laberíntica e insidiosa hasta decir basta, con tramos sin luz, pasajes hediondos llenos de drogadictos, zonas de descampados encharcados y carreteras polvorientas. Una chica que me ve lejos de donde suelen estar los blancos se ofrece a llevarme en moto, pero como todos, quiere un dinero que no tengo. Al final, a lo lejos, veo el cartel de un hostal indio en el que he estado preguntando precios hace unas horas. Me detengo aliviado y me seco el sudor copioso: al final resulta que podré dormir en mi habitación con ducha caliente.

El siguiente día en Phuket es uno de esos días largos y cansinos que se dan en estos viajes, sin tiempo ni para una parada a echar el clásico cigarrillo con vistas. Como primer paso, me aseguro una plaza en el autobús que sale desde Phuket Town, al otro lado de la isla, hacía Bangkok, a 14 horas al Norte. Esta distancia no parecía tan grande en el mapa, creo que nunca he hecho un recorrido tan largo en autobús. Una vez cerrado este trámite, temprano por la mañana, quiero dar una vuelta por la isla, intentar llegar a tres o cuatro sitios que he apuntado en mi libreta tras pasar por un cibercafé y hacer un poco de investigación en TripAdvisor y otras webs.

El tráfico y las carreteras de Phuket no me inspiran nada de confianza a la hora de decidirme a alquilar una moto, y la reciente experiencia vivida en Koh Tao acaba por echarme para atrás. La panda de motoristas que acampan bajo una sombra de contrachapado junto a la estación de autobús se agita con mofas y actitudes ofendidas cuando les propongo un precio irrisorio por un recorrido. Al final, tras el regateo de siempre, uno de ellos acepta pero de muy mala gana. El tío es uno de esos tailandeses con muy mala leche, y va con tal cara de perros que por un momento pienso que, o me va a dejar tirado en cualquier lado, o directamente me va a empujar de la moto a medio camino. Como es lógico, el odio al occidental y al turista en general es mayor en aquellas zonas oscuras de Tailandia de las que he hablado. Después de todo, es imposible determinar si alguna de las hermanas, o incluso hijas, de este motorista no se ve obligada a vender su cuerpo cada noche al mejor postor. Y eso no hace amigos con los clientes, dentro del saco de los cuales probablemente me mete por desconocimiento y prejuicios.

Paramos en Wat Chalong, un templo bastante interesante con cuatro o cinco pagodas tan coloridas y sobrecargadas de brillos, adornos y estatuas pintadas que aquello parece Disneylandia.

En el último piso de una de las pagodas hay una reliquia real de Buda en una urna de cristal, un trozo de hueso que trajeron de Sri Lanka. Esto mola bastante. Paseando por el recinto se hace evidente que estamos en un día especial de rezo, no sé en cual, pues hay cientos. Están tirando muchísimos petardos en el interior de una estupa que arroja profusamente humo y estallidos ensordecedores, también veo a muchos fieles rezando a las estatuas de monjes recubiertos con pedazos de pan de oro. Resulta curioso presenciar esta religiosidad sincera y suntuosa en los habitantes diurnos de Phuket, después de haber vivido la oscuridad y depravación que la noche parece despertar en cada esquina. Todo el mundo tiene dos caras.

Reliquia Buda Wat Chalong
Reliquia del mismísmo Buda

Wat Chalong
Wat Chalong desde una de las pagodas

Wat Chalong
Pagoda principal de Wat Chalong

Monjes, Wat Chalong
Monjes dorados

Por suerte, como he sido lo suficientemente listo como para no soltarle un duro por anticipado al motorista prejuicioso, le encuentro esperando en el lugar en que acordamos y no me quedo tirado. Me lleva en silencio hasta el Buda gigantesco que hay en la cima más alta de la isla. No son gran cosa, ni las vistas, ni la estatua, que es moderna y de hecho, está aún sin terminar del todo. Están poniendo una oración en cada una de las baldosas que conforman la superficie del gran Buda, de unos 50 metros de altitud, y se puede escribir la que uno elija y depositarlas allí. Eso hago, aunque no se me ocurre qué pedir y al final acabo poniendo una chorrada… Con la cantidad de cosas que deseamos a lo largo de un día, y cuando alguien nos pide que de verdad pidamos por algo, muchos nos quedamos en blanco.

El Gran Buda de Phuket
El Gran Buda, bastante feo él

Le pido al motorista que me lleve a una bahía pintoresca que hay al Sur, pues hemos acabado el recorrido mucho antes de lo previsto (como era de esperar, me había engañado con las distancias), pero yo no tengo muy claro dónde está exactamente, y parece que él tampoco. Preguntamos y nadie parece capaz de sacarnos de dudas, he debido de escribir mal el nombre de la bahía, que tiene tres palabras y bastante enjundia. Él no quiere conducir más, así que discutimos y al final le digo que me deje en un hospital de Phuket Town y se vaya a donde le venga en gana. Necesito que me cambien los vendajes y me limpien la quemadura, pues en Koh Phi Phi me dijeron que esto debía hacerse una vez al día y con diligencia para evitar una nueva infección. Los recuerdos del bisturí me han quitado las ganas de hacerme el duro y jugar con el cuidado de la herida.

Como el hospital está lejos del centro y el muy patán del motorista tampoco sabe ir, una vez en Phuket Town vuelve a intentar que le pague para largarse. A gritos en plena calle poco menos que le obligo a llevarme, pues acordamos un precio por el cual me llevaría a donde quisiera hasta las dos, y no son ni la una. El hospital está muy lejos, preguntamos tres veces y al fin llegamos, el tipo me exige más dinero y yo le doy lo pactado y le mando a cagar a la vía. No se puede ceder ante estos personajes si quieres salir de Tailandia con una moneda en el bolsillo.

En el hospital, que al parecer no es el principal de Phuket Town, nadie habla inglés y nadie entiende nada de lo que digo. Van pasándome de un sitio a otro hasta que encuentro a una persona que chapurrea el idioma internacional. Enseguida se fija en el color blanco de mi piel y me pide 1.500 bahts, unos 40 euros, por limpiarme la herida y cambiarme el vendaje, más del doble que en Koh Phi Phi por hacer mucho menos. También la mando a cagar. Salgo fuera y compro vendas y desinfectante en una farmacia: 40 bahts, aunque explicarle lo que quiero al empleado también conlleva su esfuerzo.

Enfrente del hospital hay un humilde restaurante en el que se arma un revuelo cuando entro por la puerta. El camarero habla inglés bastante regular, pero entiende que tengo hambre y me pone un plato de cerdo con arroz del que luego me da a repetir sin yo haberlo pedido siquiera. Es muy servicial y se queda todo el rato cerca de la mesa por si necesito algo. Su hija me mira con curiosidad desde el otro lado de la barra, es un lugar donde dudo que haya comido un blanco antes. Allí descanso y me sosiego. Sentarse junto a esa mesa de plástico con mantel estridente y empaparse del ambiente amigable es equivalente a abrir una válvula imaginaria en mi mente que me libera de todo el estrés que el motorista y los empleados del hospital han ido cargando sobre mí a lo largo de la mañana. Me tomo mi tiempo antes de moverme de nuevo.

El camino hacia la estación desde el hospital de las afueras es arduo en el día joven y ardoroso. Como tengo tiempo de sobra, doy una gran vuelta por Phuket Town: una ciudad de casas bajas bastante fea y ruidosa, aunque con algún edificio de arquitectura colonial destacable y suficientemente viejo como para tener alguna historia interesante que contar. Por desgracia, no se puede preguntar a los edificios.

Phuket Town
Edificios con historia

Busco un cibercafé y conecto por primera vez en el viaje con mi abandonada bandeja de entrada del correo, que nunca eché de menos. Después encuentro una librearía de segunda mano en la que sirven té, y allí busco un libro agradable que me ayude a afrontar el viaje de 14 horas que me espera por la noche. Necesito algo ligero, que ayude a pasar las horas sin cansar demasiado la mente, pues de eso ya se encargará la propia fatiga y la incomodidad: me compro el primer volumen de los Juegos del Hambre.

Ya en la estación, sentado en un banco metálico, efectúo una cura lamentable en mi herida, que sigue abierta y brillante y se pega a la venda como si le fuera la vida en ello, haciendo que retirarla duela como arrancarse la piel. No puedo evitar que algo de sangre caiga sobre las baldosas, y esto levanta alguna que otra mirada de repugnancia de la gente que camina con prisa por la estación en busca de sus autobuses.

Una hora después, me acomodo en el asiento delantero de un autocar de dos pisos con comida, libro, y ipod. Tengo una gran ventana delante y espacio de sobra para estirar mis piernas. Debo decir que es muchísimo más cómodo de lo esperado.


Cuando aún queda media hora para dar la media noche, el vehículo arranca con un bramido. Último destino: Bangkok.

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