domingo, 1 de diciembre de 2013

Persiguiendo el paraíso perdido: Krabi y las islas Phi Phi (1)


La mañana post-luna llena se me hace muy cuesta arriba. El sol atiza mi cuerpo reseco más de lo que lo había hecho nunca, los excesos se pagan físicamente con boca pastosa y un terrible dolor de cabeza provocado por el alcohol mal destilado. Pero la peor de las sensaciones es la profunda vergüenza para con mi amigo.

Nada más salir de la habitación a las 11 de la mañana, con premura pues un barco se nos escapa, Manu me cuenta como me perdió en el torbellino de cuerpos pintados, griterío y fuego en que se convirtió la fiesta cuando las drogas y el alcohol hicieron su trabajo. Escapé con la botella, como un prófugo, huyendo de la sensatez de un amigo que intentó advertirme de las consecuencias que traerían aquellos tragos sinsentido. Más tarde me encontró tumbado, dormido en la arena, con camiseta, cartera, y recuerdos robados. Con no poco esfuerzo, cargó conmigo hasta el hostal y me tiró en la cama, me imagino que sintiendo cierto desprecio hacía el guiñapo etílico en que me vi transformado. En días como este, siento que no merezco amigos así.

Para añadir leña al asunto, levanto una costra de arena que tengo en mi pierna izquierda y debajo me encuentro con una fea herida abierta. Es una quemadura, brillante y en carne viva, posiblemente producida por uno de los estúpidos saltos en la comba de fuego. Durante mi aciago paso por la fiesta ni la sentí, ahora me duele horrores.

La bajada de las aguas ha convertido las playas de Koh Phangan en marismas blancas que parecen cruzar el océano; este se ha retirado a zonas más profundas, quizá convaleciente también. Mientras esperamos al barco entre la multitud resacosa que se marcha de la isla tras la fiesta, intento aplacar mi malestar pensando que lo hecho, hecho está, y que cambiar eso es imposible.

Koh Phangan beach
Playas de Koh Phangan

Playa Koh Phangan
Las aguas retiradas

Playa Koh Phangan
Recolectores 

Tailandia costa
Costas

Tailandia costa sur
La muela

La localidad occidental de Krabi es nuestro nuevo destino. Para llegar hasta allí debemos esperar a que nuestro barco descargue en Koh Samui, y después nos acerque a la espectacular costa peninsular, escarpada de grandes rocas molares como la mandíbula irregular y descuidada de un leviatán marino. Ya en tierra firme, descansamos lo que podemos a bordo de un autobús que cruza de nuevo la lengua de tierra tailandesa mientras esperamos a que la voz chillona del conductor anuncie ¡Krabi!

Esta ciudad costera, pequeña y muy tranquila, que mira quizá con envidia las luces frenéticas de neón que iluminan el cielo sobre la vecina isla de Phuket, o sobre el archipiélago de Phi Phi, más al Sur, se me antoja como un tesoro poco valorado. Un breve alto en el camino demasiado rápido de los que buscan transitar por Tailandia en una semana. Yo creo que la ciudad, capital del estado de homónimo, ofrece mucho más que eso.

Pese a que solo la conocemos de noche, y es por eso que digo “creo”, la localidad nos regala con una de las vueltas sin rumbo más agradables de todo el viaje. Calles oscuras y prácticamente desiertas; Pad Thai a 35 bahts (la mitad que en las islas, y una de las razones que me llevan a pensar que estamos en un sitio mucho menos turístico); un encuentro repentino con un templo budista de inmensas proporciones, el primero que vemos del estilo tailandés (más recargado y colorido aún que el camboyano, aunque parecido); y un final de velada en un bar que encontramos de casualidad y en el que acabamos participando en una jam session muy divertida con gente local.

Y es que la gente en Tailandia, pese a su hosquedad superficial, está abierta al extranjero igual o más que en otros lugares de Asia, siempre que el extranjero esté abierto a ellos. Casi nunca amables en los sitios masificados, donde los turistas hacen cola delante de ellos sin mirarlos, con sus bañadores de diseño y sus tatuajes tribales cuyo significado desconocen, pero siempre dispuestos a invitarte a una cerveza y charlar contigo hasta la madrugada si tú haces el esfuerzo por conocer, integrarte, y salirte del camino marcado por las pisadas.

Los dueños de aquel bar de Krabi, un matrimonio entrado en los cuarenta, se sorprenden muy gratamente de nuestra presencia en aquel callejón secundario, de nuestro afán exploratorio, y de nuestra amabilidad para con el habitante local. Es por eso que nos invitan a sentarnos y enseguida se sientan con nosotros a la mesa, al igual que hacen el resto de parroquianos, con la misma curiosidad hacia nosotros que la que nosotros sentimos hacia ellos.

Cuando, ya entrada la madrugada, solo nuestra mesa está ocupada y animada, las camareras se unen al grupo, formado por los dueños, un tailandés vividor llamado Jack, un detective singapurense, un inglés borracho que vive en Krabi desde hace 20 años, y nosotros.  

El ambiente en aquel rincón tan alejado de todo nos invita a pedir hasta cuatro jarras de cerveza Singha (le mejor de Tailandia, por encima de la Chang, y además más barata), pese a que nuestro barco hacía el archipiélago de Phi Phi parte a las ocho de la mañana siguiente. Nuestros acompañantes cantan y Manu se une a ellos con confianza, yo participo tocando unos bongos que me han dado. Ellos nos felicitan por nuestro buen hacer musical y durante un momento, todo lo malo de la noche anterior parece esfumarse y somos de nuevo hombres felices en Tailandia. No hay duda de que aquella será otra de las noches que me guardaré siempre en el recuerdo de este gran viaje a través de Asia.

Las despedidas llegan a las cuatro de la mañana, con el consiguiente intercambio de facebooks y mails y algún tonteo que otro con las camareras. Por suerte, el hotel está cerca y no nos perdemos. El sueño será corto y poco reparador, pero al menos esta noche no hay insectos indeseables en la habitación.

Krabi
Nuestros amigos de Krabi: (Izq- Dcha) Peter el inglés, Juraimi el detective de Singapur, Manu, yo, Jack el vividor y el dueño cuyo nombre no recuerdo...
A la mañana siguiente, no es la luz que entra campante por la ventana lo que me despierta, ni tampoco la alarma de mi teléfono móvil; es un dolor lacerante que proviene de la quemadura de mi pierna como una marabunta de microscópicos pinchazos ardientes lo que me trae de vuelta al mundo con brusquedad. La herida no ha cicatrizado, ni mucho menos. De hecho, está supurando un líquido amarillento que llega hasta mi píe. Me aplico una crema desinfectante que aún conservo desde mi caída en la isla de Penang y consigo así refrescar ligeramente la quemazón y ponerme en pie.

Manu también se quemó en la Full Moon Party, así que ambos dedicamos parte de nuestro renqueante trayecto hacía el puerto de Krabi a maldecir a los desgraciados que manejaban la comba endiabladamente para hacer caer a todo blanquito que se creía lo suficientemente bueno saltando.

Por suerte, es fácil olvidar el dolor en Tailandia.

Dos horas dura el trayecto tranquilo y no muy caluroso en la barcaza destartalada, con un viento matinal suave que trae sal y buenos olores marinos. Pasado ese tiempo, desde la cubierta, puedo ver la isla de Koh Phi Phi Don aparecer a lo lejos, en mitad del océano. Un nuevo paraíso, pienso, y me apresuro a despertar a Manu, que yace en la atestada bodega de pasajeros. La llegada sobrepasa las expectativas más optimistas, y no podemos más que abrir la boca y maravillarnos ante la gran bahía, encajonada entre riscos verdes, con playas llenas de macacos y las aguas transparentes surcadas de bancos de peces.

Koh Phi Phi bahia
La bahía desde el barco

Koh Phi Phi playa
Bahía pirata

Koh Phi Phi
Barcos y aguas cristalinas

Koh Phi Phi
Koh Phi Phi Leh, al fondo. Eso es lo que supuestamente nadó Di Caprio en La Playa...


Koh Phi Phi Don es una maravilla de la naturaleza que fue casi totalmente arrasada por el tsunami que azotó el Océano Índico en el año 2004. La isla está formada en realidad por dos mazacotes cubiertos de naturaleza unidos por un estrecho pasaje de tierra de quizá un kilómetro de ancho donde se encuentra la única población de la isla. Esta es una amalgama de casas bajas desordenadas, la gran mayoría reconstruidas tras la ola destructiva. Hay calles muy estrechas que recuerdan a una ciudad sacada de alguna novela de piratas. Caos asiático por todas partes, aunque enseguida me doy cuenta de que hay un elevado porcentaje de turistas, la mayoría ingleses.

Y es que aquello, por lo que parece, debe de ser algo así como el Benidorm de lujo para los turistas british de alto standing. Vemos mucho backpacker de diseño, muchas pandillas de niñas desmadradas en viajes sin padres. Eso no mola tanto como la isla en sí. A un lado del estrecho, las vistas son una maravilla, con una gran bahía atestada de barcas largas decoradas con flores que entran y salen  pasando por delante de los acantilados y las playas dominadas por primates, con la isla de Koh Phi Phi Leh al fondo, como una gran tortuga que flota indiferente al paso del tiempo. Al otro lado, está la bulliciosa playa donde los backpackers anglosajones se bañan, lucen musculitos y se toman daikiris con precios inflados. Es una buena playa, aunque algo cerrada y estancada y quizá demasiado atestada de gente.

Tras un par de preguntas a la gente indicada, nos enteramos de que Koh Phi Phi Don cuenta con un par de playas algo alejadas del bullicio del estrecho central. Concretamente, la conocida como Long Beach se erige rápidamente como nuestra favorita. Además de presenciar allí una curiosa disputa entre un perro y un macaco (nada muy serio), lo cual nos anima la mañana, el lugar resulta sobresaliente. Podría fácilmente tratarse de la mejor playa en la que he estado, aunque eso es algo difícil de decir tras los últimos meses. Como no es fácil describirla sin caer en grandilocuencias, os dejo unas fotos para que juzguéis vosotros mismos:

Koh Phi Phi long beach
Long Beach

Koh Phi Phi long beach
Koh Phi Phi Leh en la lejanía desde Long Beach

Koh Phi Phi long beach
Flotando en cristal, foto by Manu


La vida turística en Koh Phi Phi Don transcurre mayoritariamente en el centro de la isla, dejando los dos macizos rocosos en libertad para que la calma campe a sus anchas a través de la jungla escarpada. Por los caminos de tierra que recorren la isla hay poblados más pobres, más ajenos a las luces y las discotecas de la playa, también hay grandes agujeros de tarántulas entre las raíces, alarmantemente cerca de nuestros pies descalzos en los desplazamientos entre playas.

Si se sube lo suficientemente alto por los riscos de la zona Oeste, la verdadera geografía de la isla queda al descubierto, y solo entonces puede apreciarse lo estrecho que es realmente el banco de arena sobre el cual se erige la ciudad, así como la claridad de las aguas bajas costeras. Al otro lado, las montañas impracticables y deshabitadas de la zona oriental, a las que no se puede llegar si no es escalando paredes verticales de rocas que parecen derretidas por la erosión. Y aún con preparación y equipo de escalada, dudo que se pueda alcanzar el extremo meridional. Me pregunto qué hay allí detrás, en los valles que no se ven ni desde tierra ni desde mar, qué criaturas habitan en ese terreno ignoto.

Koh Phi Phi view
Bahía desde lo alto

Koh Phi Phi view
El estrecho y el territorio salvaje al otro lado


Cuando el velo nocturno cae sobre Koh Phi Phi Don, una vida diferente empieza. Clara y pausada, sin brisas, la noche es larga en el extremo más cerrado del estrecho, donde la playa alargada y continua permite que las discotecas y los bares conquisten la arena hasta casi llegar al romper de las olas. Hay sillones y velas, espectáculos de fuego que hipnotizan, pistas de baile improvisadas sobre las suaves dunas, y música y luces estridentes. La playa entera se convierte en un monumento al placer, a los impulsos, y a la relajación del cuerpo y del espíritu... 

1 comentario:

  1. On the wild side quise decir. Confirmado por el comienzo de esta nueva entrada debió ser estupenda la fiesta destroyer: alcohol (del malo), drogas (de las buenas), ladrones, playa y chic@s. Una pequeña quemadura es el pago justo por tanta juerga,
    Otra cicatriz. Otra muesca en la culata del revólver. Otro recuerdo imborrable. Besos man.

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