martes, 11 de junio de 2013

La ciudad flotante de Kompong Phluk

El día siguiente he decidido tomármelo de descanso. El ritmo de mi viaje a Camboya ha sido quizá algo excesivo hasta ahora y mi cuerpo necesita un reposo, dormir hasta que no necesite dormir más, dando descanso a la alarma. El problema es que a las diez de la mañana el calor que se filtra lentamente en el dormitorio como un vapor tóxico hace las veces de despertador, expulsándome de la cama recubierta de plástico que se ha convertido en un calefactor.

Durante la mañana, deambulo por el Garden Village con la mirada vaga, del bar a los ordenadores, pasando las horas. Mi piel ha pasado de color rojo irritado a color morado sin vida, así que decido ir a la farmacia de una vez por todas hoy que tengo tiempo. Allí un camboyano me examina y me dice muy seguro que son hongos y que no es grave, es algofácil de coger en los hostales camboyanos. Tras la breve explicación en khmer english me da la crema correspondiente y esta me alivia bastante. 

Después, ya pasado el mediodía, me encuentro con Breo y Guille, que también están descansando, pues la decisión de darse un respiro fue común. Charlamos un rato y decidimos aprovechar lo que queda del día para hacer una breve excursión a Kompong Phluk.

Kompong Phluk es uno de los famosos poblados flotantes camboyanos. Se encuentra junto, o más bien sobre, el gran lago Tonle Sap (el más grande del sureste asiático). Nos comentan que llegar hasta el poblado no es fácil porque estamos en la estación seca y el lago se encuentra bajo mínimos, al igual que los ríos que desembocan en él, ahora meros riachuelos sorbidos lentamente por las secas arenas y el extremo calor camboyano.

El tuk tuk nos lleva hasta las estribaciones del río por una carretera con baches tan grandes que por momentos amenazan con volcar el remolque del tuk tuk donde vamos sentados. Breo asegura que no es una posibilidad remota, pues el conductor, un chaval adolescente e inexperto, está yendo demasiado rápido y no está mostrando consideración alguna con su carga.

Una vez llegamos a la parte del río que aún tiene agua, nos encontramos con un gran cementerio de barcos, muchos encallados en los altos terraplenes formados alrededor del cauce seco que sigue hacía Siem Reap. Allí nos esperan un señor y su hijo, dueños del barco que nos llevará hasta el poblado.

Cementerio de barcos 
Nuestro barco


El trayecto descendiendo el río moribundo resulta sufrido y lento, absoluta y desesperadamente lento. El barco se encalla a cada pocos metros, pues no hay suficiente agua para conducirlo río abajo. Cada vez que esto pasa, el niño, que nos da una pena indescriptible, tiene que levantarse corriendo de sus cabezadas, agarrar un palo larguísimo y empujar con fuerza y con maña contra el cauce y las orillas de tierra para sacar el barco de su atoramiento. Estamos ante un viaje que no debería ser realizado en esta época del año, cuando el caudal es a todas luces insuficiente. Algo que, por supuesto, nos debería haber advertido el manager del Garden Village, que fue el que nos proporcionó el barco y el tuk tuk, asumiendo la consiguiente pérdida de ingresos pero ganando unos pocos puntos de karma al evitarle a aquel niño semejantes penurias.

El avance es penoso, y tardamos casi una hora en llegar al poblado. Ha de decirse que Kompong Phluk es muy poblado pero muy poco flotante en esta época del año. De hecho, las casas se encuentran elevadas unos tres o cuatro metros sobre el nivel de suelo, sostenidas de forma aparentemente precaria sobre largos palos de bambú. Esto nos da una idea de las inmensas proporciones que tienen las crecidas del Tonle Sap y los ríos cercanos en la época del monzón.

El pueblo es uno de los más miserables que he visto en mis viajes. El río serpentea entre las viviendas y podemos observar como es la vida en aquellas circunstancias, la pobreza de Camboya en primer plano, cara a cara. Es difícil de describir. Los niños saludan desde los montones de basura que hay por todas partes, aún sonrientes, los hombres trabajan en los barcos y llevan fardos enormes de un lado a otro, también traen pescado del lago,  las mujeres lavan la ropa y cocinan en fuegos precarios. No todos nos miran con cara amistosas. El agua del río es sin duda la más sucia que he visto nunca, de un marrón intenso y espeso. Nos cruzamos con muchos  barcos, todos de madera, algunas balsas son muy precarias, a veces es difícil hacer pasar ambas embarcaciones por las partes más estrechas y se producen choques, los ocupantes debemos sacar los brazos y empujar las maderas podridas del bote vecino para hacernos avanzar. En algunos tramos del río, el caudal es tan mínimo que casi nos quedamos atascados definitivamente, pero el niño y su palo nos rescatan  una y otra vez. Abundan las caras tristes. La temporada seca no debe ser fácil para Kompong Phluk, cuyas gentes dependen casi exclusivamente de lo que el agua que les rodea les proporcione.







Breo no disfruta de la visita. En su opinión, esto es más un “zoo humano” que una adecuada visita al poblado flotante. No le falta cierta razón. El contacto con los habitantes de Kompong Phluk es mínimo. Su lento pasar frente a nosotros no es más que un escaparate que no llegamos a entender ni a experimentar.

Tras una hora circulando por el río, que culebrea entre las modestas viviendas elevadas sobre bambú casi como si alguien hubiera trazado el recorrido para que pudiéramos ver todas las partes del poblado, llegamos a la desembocadura en el lago Tonle Sap.

Una pátina de bruma difusa y blanquecina se desliza sobre la superficie oscura del agua como líquido huidizo sobre cristal. Esto le da al lago un aspecto fantasmal, etéreo. Y en mitad de esta visión atravesada por los últimos rayos de un sol que agoniza en el horizonte, flotan casas y barcos por igual.

Tonle Sap

A una de las casas nos dirigimos. Es un restaurante flotante donde tomamos el irreductible arroz frito de siempre. Junto al barco, flotando también, hay una jaula llena de cocodrilos. Todos son diminutos menos uno que es algo más grande, ya adulto, aun siendo una mínima parte de lo que podría ser un cocodrilo africano (qué habitual es encontrarse en Asia a las especies presentes en otros continentes pero con tamaño reducido, lo he visto en elefantes, rinocerontes, personas, y ahora en cocodrilos). Me subo en la jaula para verlos más de cerca y todos se mueven con miedo a una velocidad inusitada para arrojarse a la parte con agua de la jaula (dándome un susto considerable) menos el “grande”, que tan solo clava sus ojos amarillos en mí y emite un bufido amenazante que me pone los pelos de punta. Prefiero ni pensar en lo que pasaría si la jaula cediera y mis piernas cayeran en el interior, con aquellos pequeños monstruos.

Cocodrilo muy cabreado (aunque no lo parezca)

El cocodrilo es un animal que siempre me ha fascinado, así que me quedo un buen rato mirándoles mientras los demás charlan en la mesa, e incluso sacrifico algunos pedazos del escaso pollo que contiene mi arroz para echárselo a ver si se lo comen. Ni lo tocan, de hecho, huyen de él. Al ver el miedo de estas criaturas le pregunto a la dueña que qué hacen con ellos. Ella asegura que los tienen como mascotas, que no se los comen ni los usan para vender la piel. Sí, claro, y yo soy el Papa de Roma (dos días después me encuentro una tienda en Siem Reap llena de pequeños cocodrilos como estos disecados…ejem!).

Durante la vuelta a casa, como era de esperar, se nos hace de noche y el río se vuelve absolutamente impracticable. El niño ya no se sienta, se queda de píe en la proa del barco, iluminado por el foco delantero y rodeado totalmente por una densa nube de mosquitos, y con el palo constantemente en uso. El padre le regaña severamente varias veces por no hacerlo correctamente. Está claro que ambos están muy cansados, y nosotros nos sentimos responsables de que estén trabajando tan duramente a horas intempestivas y en esas condiciones. Consecuentemente, hablamos con él por gestos y le decimos que llame al tuk tuk para que nos recoja en el poblado y no en el punto donde estaba previsto.

Cuando la luz de la motillo aparece junto al cauce del río en mitad del silencioso Kompong Phluk, por lo demás prácticamente en total oscuridad, nos bajamos en un rudimentario embarcadero, dando la más sinceras gracias y una propina al padre y su hijo.

El tuk tuk nos lleva a través de la parte en tierra firme de Kompng Phluk, que resulta ser más grande de lo que parecía desde el agua, y luego hasta Siem Reap por la carretera de los baches. En un par de ocasiones, debido a los bancos de arena, tenemos que bajarnos y empujar para que el tuk tuk pueda avanzar y el remolque no quede atascado.

No hay cervezas aquella noche. La traqueteante vuelta en tuk tuk es suficiente para terminar con nuestras últimas reservas de energía.

Tras una velada tranquila y un buen reposo, amanece nuestro último día en Angkor. Lo primero es buscar un tuk tuk y negociar un precio para que nos lleve a los templos más lejanos, los que están fuera del recinto principal de las ruinas. Como hay muchos, hemos hecho un poco de research para elegir tres que parecen los más atractivos. Les comentamos la ruta y les ofrecemos un precio, los tres primeros no aceptan, el cuarto sí, tras unos lances de regateo.

Tras recoger a Maikel en su hostal y comprar la comida para llevar en un restaurante que ya está ajetreado a las 7 de la mañana (arroz con huevos negros, algo que no había visto en mi vida), nos ponemos en camino hacía el primer destino: Bakheng, un templo/montaña que se eleva sobre una suave colina no muy lejos de Angkor wat y desde el cual se dominan todas las ruinas de la ciudad.

Las vistas de los pináculos de Angkor Wat surgiendo de entre la neblinosa jungla matinal es lo que más destaca en un templo de plano cuadrado y piramidal por lo demás parecido a los otros vistos hasta ahora, aunque ligeramente más antiguo. Bakheng fue de las primeras grandes obras de la antigua Angkor.

Angkor Wat en la lejanía

El siguiente destino es Banteay Samre, un recinto sagrado algo alejado del centro de la antigua capital, empezado por Suryavarman II y terminado por Yasovarman II, y dedicado a las antiguas tribus previas al imperio Khmer. Es un edificio cuadrado y cerrado, y está construido con piedras rojizas, diferentes a las usadas en los edificios del centro de Angkor, propias seguramente de esta zona más alejada. La disposición en cuadrado de las columnas del perímetro exterior, que debían sostener el tejado de un porche que ha desaparecido, me recuerda de alguna manera a una villa romana.

Banteay Samre

Por último, el tuk tuk nos lleva durante una hora y media hacía el Norte, por una carretera llena de pueblos estupendos atestados de niños que saludan, gallinas que cruzan temerariamente, y vacas con grandes cuernos.

El último templo que visitaremos, Banteay Srei, es parecido a Banteay Samre, también construido con materiales rojizos pero algo más grande y abierto. Los relieves representando escenas complejas de la mitología hindú, así como las estatuas protectoras del mono Hanuman y del pájaro Garuda, están muy bien conservados y algunos son realmente llamativos.

Grabados en la roca en Banteay Srei

Estauas protectoras en Banteay Srei

Una vez de vuelta en Siem Reap, decidimos salir esa noche, pues es la última que yo pasaré en la ciudad. Antes de salir, se nos une una chica colombiana que Breo y Guille han conocido en el nuevo hostal al que se han cambiado (se cambiaron del Garden Village a un hostal algo mejor). De camino a la zona con ambiente nos encontramos nada menos que con Angelo. Yo sabía que mi compañero de cuarto también estaba en Camboya, no obstante, encontrarlo supone una gran sorpresa, así que le propongo que se una al grupo y nos tomamos unas latas en uno de los restaurantes con mesas de plástico de la calle principal, muy animados y baratos. Durante nuestra estancia allí una abuela que pasa por la calle me ofrece grillos fritos, que como con avidez. ¡Perfecto acompañamiento para la cerveza!

Tras hastiarnos del ambiente marbellesco de las discotecas principales, donde los backpackers adolescentes disfrutan de otra de sus noches locas, decidimos probar una discoteca algo alejada del centro en la cual, según lo que ha leído Maikel, se reúnen con asiduidad las juventudes oriundas de Siem Reap.

El ambiente allí dentro es toda una experiencia: hay muchísima gente, pero somos los únicos occidentales. El khmer pop sobrecarga el ambiente, con cambios fulminantes que nos llevan sin transición de ritmos tradicionales con flautillas y cantos muy agudos al techno más crudo e industrial. Todo el mundo nos mira con fascinación, nadie se espera que estemos allí, evidenciando que este es un lugar poco o nada frecuentado por los turistas que no han salido del Angkor What? ni una sola de sus noches en Siem Reap.

Muchos chicos (más sueltos que las chicas, que tan solo nos miran desde cierta distancia, riéndose tímidamente) se acercan a hablarnos e incluso a abrazarnos con alegría (algunos quizá con demasiada alegría). En un momento dado, durante una canción con la que se vuelven locos, todos, chicos y chicas, forman un gran círculo en la pista de baile y comienzan un baile tradicional ejecutando enrevesados y fluidos movimientos con los brazos a la vez que van haciendo girar el corro; es algo muy curioso de ver. Según pasan junto a nosotros, todos nos dicen algo y nos hacen gestos, uno no puede evitar sentirse como un famoso.

Pasamos un rato muy divertido allí, pero como todo, al final se acaba, después de darme cuatro besos con una chica camboyana muy guapa, salimos y nos vamos encaminando hacía nuestros respectivos hostales. En el camino paramos en un sitio que aún sigue abierto y nos tomamos la última cerveza mientras me echo un futbolín con Breo.

Es a la salida de ese último bar donde unos niños con su madre nos esperan para abalanzarse sobre nosotros. Nos abrazan todos a la vez y nos piden que les demos algo por favor. Llegan a abrazarme realmente fuerte y es entonces cuando me doy cuenta de que uno de ellos está intentando sacarme la cartera del bolsillo, no way, punk! Así que me los quito de encima a empujones y les amenazo con el puño hasta que desaparecen con su madre. Pero entonces Breo se da cuenta de que su reloj ha desaparecido, así que les perseguimos y Breo coge a uno de ellos de las orejas. Se las retuerce preguntando por su reloj hasta que la madre le dice que se lo dé y el niño se lo saca del bolsillo, aunque al principio lo había negado todo acusando a uno de sus hermanos. Breo les reprende muy cabreado y todos volvemos algo alterados a la calle de los hostales. Un episodio un tanto desagradable para acabar una noche por lo demás bastante satisfactoria. Pero es lo que hay, así es Camboya, un país increíble con gente increíble a la que la pobreza extrema pone en situaciones en las que la desesperación difumina las fronteras entre la decencia y la indecencia y estos conceptos pasan a importar bien poco.

El día siguiente es muy tranquilo. Mi vuelo sale a las ocho de la tarde así que tengo tiempo de ir a comprar algunos regalos al mercado de Siem Reap, pasar por el hostal de Breo y Guille a comer con ellos y despedirme, y dar luego un último paseo de despedida por la ciudad.

Con algo de retraso, abandono este país fascinante para volver a la opulencia de Malasia. Espero preguntas incómodas en la frontera, similares a las que me hicieron a la ida (“¿Qué ha estado usted haciendo durante 3 meses como turista en Malasia?” “¿Cuándo se vuelve usted a su país?” “¿Para qué viaja a Camboya?” “¿Quién diablos es usted?” – Como no tengo la visa de trabajo, es ilegal que esté currando en Malasia y mis prolongadas estancias escaman a los funcionarios de inmigración), así que he preparado una sólida historia en la que soy un escritor terminando un libro sobre Asia, para lo cual necesito ir de aquí para allá.


Las preguntas, sin embargo, no se producen. El funcionario está de buen humor, así que mira los sellos de mi pasaporte y con una sonrisa me dice “Bienvenido de vuelta, señor.” 

domingo, 9 de junio de 2013

Selva, ciénaga y planicie: Regreso a las ruinas de Angkor

El amanecer en Camboya durante el mes de Abril se produce alrededor de las cinco y media de la mañana. Con tranquilidad rutinaria, el sol se eleva entre los pináculos abombados de Angkor Wat como una pequeña pelota de pura energía naranja, y allí estoy yo con mi cámara mediocre, intentando sacar una foto decente.

El problema es que no he sido yo el único que ha tenido la idea de acercarse para ver el amanecer en el gran templo, a mi alrededor hay por lo menos 100 turistas de todas las nacionalidades imaginables, la mayoría con cámaras mejores que la mía. Tardo demasiado en darme cuenta de que lo importante de ver la salida del sol en ese preciso lugar no es conseguir la foto perfecta, sino tan solo observar esa pelota de tenis naranja con la misma lentitud con la que ella realiza su implacable recorrido por el cielo blanquecino de la mañana, y tratar de apreciar la belleza de la escena con los ojos, y no a través de ninguna lente embellecedora.

Pese a todo, ojo a la foto


Cuando los turistas empiezan a volverse molestos y el sol llega a un punto de considerable altura, me pongo en movimiento. He vuelto a venir con Breo, Guille y Maikel, pues la verdad es que hemos conectado muy bien como grupo  y consecuentemente, hemos decidido viajar juntos durante el resto de nuestra estancia en Siem Reap. Yo encantado.

Esta vez hemos venido en tuk tuk, pues la ruta de hoy, pese a abarcar menos templos, más pequeños y menos importantes, cubre una distancia considerablemente mayor que la realizada el día anterior y resulta demasiado ambiciosa para considerar las bicicletas (una vez terminado el día, pienso que habría sido factible).

Tras atravesar de nuevo las murallas de Angkor Thom, dejamos atrás el templo Bayon y la gran explanada central con las terrazas reales. Al Norte, más allá del centro de la ciudad, nos encontramos con un templo llamado Preah Khan.

Es un complejo gigantesco y laberíntico, muy similar a Ta Phrom, también de una planta, pero menos sumergido en la selva e infinitamente más vacío. El templo ofrece mucho más de lo que se ve a primera vista si se está dispuesto a salirse del recorrido marcado. Eso hago, frente a la mirada pasiva de un guardia medio dormido, y accedo a la parte cerrada al público del templo. Allí me encuentro a dos niños camboyanos que intentan cazar a las golondrinas que han construido sus nidos en el interior de las cúpulas de piedra semi-derruidas con unos tirachinas.

Caza con tirachinas

Ascendiendo por las rocas de Preah Khan, alcanzo uno de los lugares más espectaculares de todos en los que me planté durante mi visita a Angkor, y hubo muchos. Tras trepar por un derrumbe hasta un agujero en el techo de una de las galerías, salgo y me siento sobre las ardientes piedras del exterior. Preah Khan se alza esparcido por mis alrededores, con sus pináculos y sus columnas machacadas surgiendo de entre la selva como fantasmas silenciosos. Breo me sigue al rato y allí arriba nos sentamos y disfrutamos del silencio circundante mientras hablamos sobre el imperio Khmer y descansamos las piernas sobre sus ruinosos vestigios.

Sobrecogedor panorama en Preah Khan

A la salida de este magnífico complejo sagrado, un pequeño embarcadero se abre a un río tapizado de árboles flotantes que se extiende hasta donde alcanza la vista, rematando la belleza de Preah Khan, un templo que nunca debería ser ignorado por los visitantes de Angkor (pese a que esto sea precisamente una de las claves de su atractivo).

Barcas a la salida de Preah Khan

Nuestra ruta nos lleva después hasta Prasat Krol Ko, un templo mucho más modesto situado en una zona muy pantanosa de Angkor. Para acceder hasta él, es necesario cruzar unas pasarelas hasta una isla artificial construida hace más de 800 años, una prueba más del verdadero esplendor que se llegó a alcanzar en Camboya. El templo consta de poco más que de una gran piscina rodeada de las construcciones rectangulares acabadas en pirámide escalonada muy características de Angkor, parecidas a las de Bayon pero de menor tamaño, que albergan altares varios.

Después paramos en Ta Som, otro templo de la zona norte de Angkor, este con poco que ver, pero sorprendentemente lleno de niñas vendedoras muy divertidas y dicharacheras (aunque siempre abusando un poco del factor lástima como arma para vender) que se lanzan en tropel cuando nos ven atravesar la gran puerta. Un espléndido árbol bayan crece sobre las caras de Avalokiteshvara, también presentes aquí, casi bloqueando la entrada. En la vorágine de pequeñas vendedoras que se crea a nuestro alrededor, una de las niñas me reta a una partida de tres en raya en la arena y me gana humillantemente, como queda registrado en este vídeo:

Entrada de Ta Som

Tras Ta Som, volvemos a ponernos en marcha, de nuevo hacia el sur, bordeando todo el perímetro. El paisaje se vuelve extremadamente árido y las planicies blanquecinas llenas de búfalos camboyanos (escuálidos y con enormes cuernos) vuelven a aparecer en contraste con las verdes ciénagas que acabamos de dejar atrás. Este cambio de paisaje no hace más que poner en evidencia, de nuevo, la gran envergadura de la antigua capital khmer, con selvas profundas en el oeste, pantanos en el norte, y planicies desérticas en el este.

East Mebon
Paramos brevemente en el East Mebon y en Pre Rup, dos nuevos templos piramidales parecidos entre sí y absolutamente abrasados por el sol del mediodía. El Mebon del este tiene unas estatuas de elefantes en cada una de las esquinas de las diferentes terrazas que me parecen bastante cool, ambos gozan además de vistas respetables de las llanuras cercanas.

Estamos a punto de abandonar Angkor, el recorrido está terminado, si bien Maikel se empeña en volver a Ta Phrom a buscar la famosa cara de la estatua que sale de una raíz. Esto es una especie de reto que se pone a los visitantes de Ta Phrom, ya que es bastante difícil de encontrar (al igual que el supuesto relieve de un dinosaurio, también en el mismo templo, para el que, sinceramente, no encuentro explicación).  En nuestra primera visita a Ta Phrom no fuimos capaces.

La estatua representa a un dios hindú, uno de los más de 700 que existen en su mitología, pero lo importante es que toda ella, a excepción de la cara que asoma casi burlona, ha sido cubierta por una gran raíz de árbol bayan. Esto es considerado algo milagroso por los fieles del templo y por muchos de los turistas que se paran a fotografiar la tranquilidad de la cara del dios cuyo cuerpo está siendo devorado. Cuando lo encontramos, tras preguntar a uno de los guías, le reconozco a Maikel que ha merecido la pena volver para buscarlo.
Un dinosaurr! Expliquen esto!

Dios echando un ojo
Una vez de vuelta en Siem Reap, cenamos en el mismo restaurante, donde la falta de entendimiento con las camareras y la dueña, muy vieja, que no saben ni una palabra de inglés, crea situaciones divertidas.

Esa noche decidimos salir un poco y ver el ambiente que hay por Siem Reap, ciudad bastante turística y bastante fea en general.

El ambiente fiestero nocturno se desarrolla básicamente en una calle que tiene tres o cuatro bares discoteca bastante grandes (una de las cuales llamada Angkor What?). Cuando empieza la noche me encuentro animado pese a tener el cuerpo molido y pese a no haber remitido el dolor intenso que tengo en la piel (ya no solo por la irritación, que sigue ahí y cada vez peor, sino por estar abrasado por el sol). Me tomo un par de cervezas en un bar más tranquilo donde puedo conversar con Breo, Guille y Maikel sobre todo un poco. Después no obstante, voy perdiendo fuelle.

El cambio a las discotecas me levanta un poco el ánimo, pero es una sensación momentánea, pues el ambiente es ciertamente decadente. Se dan encuentro allí una gente variopinta entre la cual destacan los guiris “cangrejo” y una música horripilante que podrían verse, con ligerísimas variaciones, en cualquier zona turística de la costa Este española. En la calle se ha organizado una competición en la que dos equipos tiran de una misma cuerda y cuando uno de los dos suelta, todo el mundo grita mucho, poco más hay que decir para que el lector se imagine la escena.

Breo y Guille se van al rato, y Maikel desaparece con una señorita camboyana, así que me quedó solo, fumando y observando el percal. No hay mucho que sacar de allí, no estoy interesado en el 90% de chicas europeas jovencísimas y etílicas que hay en la pista de baile, y las camboyanas han hecho mutis por el foro a una hora tempranera. Cuando llega un filipino conocido del hostal con sus amigos, y tras saludarle, solo obtengo balbuceos etílicos como respuesta, decido retirarme del campo de batalla. No he bebido lo suficiente como para lidiar con este ambiente.

Fuera en la calle hay gente bailando. Allí sí hay camboyanos, la mayoría hombres y muy desatados por el alcohol. Bailan con las chicas y los chicos occidentales de forma frenética al ritmo de la música de las discotecas que inunda toda la calle.  

Cuando inicio el regreso, el resto de Siem Reap está completamente desierto y oscuro. Unos mafiosillos camboyanos pasados de rosca se dirigen a mí justo antes de abandonar la zona iluminada de las discotecas y me piden tabaco con muy malas formas. Uno de ellos me señala a tres tíos que me miran desde el otro lado de la calle y me dice ¡Mafia, mafia! Tras esto se señala a sí mismo y a su amigo, también mafia. En ese momento no sé qué pensar porque los tres de enfrente están muy mal encarados y no me quitan ojo. Les doy el tabaco y por un momento pienso que voy a tener problemas para andar hasta el hostal, que está a unos 15 oscuros minutos, conservando todas mis pertenencias materiales. Aunque al fin y al cabo, tras una mirada más exhaustiva a esta “mafia”, me acaban pareciendo más bien conductores de tuk tuk cabreados por el ruido, así que me voy a casa tranquilo.


Durante el camino, me pregunto por qué ya no soy capaz de disfrutar de estas discotecas, de estas fiestas si no voy con un considerable nivel de alcohol en sangre. ¿Me estoy haciendo viejo? ¿O es que acaso nunca llegue a disfrutarlas? Preguntas fútiles que se pierden en el sueño…